datos suficientes, los axiomas inconscientes que gobiernan la conducta de una persona. Nosotros escribimos a la máquina, esta recolecta y agrega nuestros deseos y fantasías, los segmenta por mercado y demografía y nos los vuelve a vender como una experiencia con una nueva mercancía.
Y, en la medida en que escribimos cada vez más, esa experiencia se ha convertido en una parte más de nuestra existencia frente a la pantalla. Hablar de las redes sociales es hablar del hecho de que nuestras vidas sociales están cada día más mediadas. Los sustitutos online de la amistad y el afecto –los famosos «me gusta» o likes[1], etcétera– significativamente reducen lo que está en juego en una interacción real, al tiempo que vuelve más volátiles las interacciones virtuales.
V.
A los gigantes de la industria social les gusta afirmar que no hay ningún error de la tecnología que la misma tecnología no pueda solucionar. Sea cual fuere el problema, hay una herramienta para resolverlo: su equivalente de «un truquito salvador».
Facebook y Google han invertido en herramientas para detectar noticias falsas [o, en su denominación más usada, fake news] mientras que Reuters ha desarrollado su propio algoritmo patentado para localizar falsedades. Google ha financiado una start-up británica, Factmata, para que desarrolle herramientas que verifiquen automáticamente datos tales como, digamos, cifras de crecimiento económico o la cantidad de inmigrantes llegados a Estados Unidos el año pasado. Twitter utiliza herramientas creadas por IBM Watson para descubrir situaciones de acoso cibernético, mientras que un proyecto de Google, Conversation AI, promete detectar a los usuarios agresivos con la tecnología más avanzada de inteligencia artificial. Y, puesto que la depresión y el suicidio se vuelven más frecuentes, el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, ha anunciado la creación de nuevas herramientas para combatir la depresión y hasta ha llegado a sostener que la inteligencia artificial puede identificar las tendencias suicidas de un usuario de la red antes de lo que podría hacerlo un amigo.
Sin embargo, un número creciente de desertores ponen cada vez más abiertamente en evidencia a los gigantes de la industria social expresando su arrepentimiento por haber contribuido a crear algunas de esas herramientas. Chamath Palihapitiya, un emprendedor capitalista canadiense con inclinaciones filantrópicas, antiguo ejecutivo de Facebook con cargo de conciencia asevera: los capitalistas tecnológicos han «creado herramientas que están desgarrando el tejido social que hace funcionar a una sociedad». Culpa a «los bucles de retroalimentación de corto plazo impulsados por la dopamina» de las plataformas de la industria social por promover la «desinformación, la falsedad» y por permitir que los manipuladores tengan acceso a una herramienta invaluable. Esto es tan perjudicial que no permite a sus hijos «que usen esa mierda».
Uno podría sentirse tentado a pensar que cualquier lado oscuro que tenga la industria social es un subproducto accidental, como un resultado secundario de la adaptación. Pues estaría cometiendo un error. Sean Parker, el hacker supermillonario nacido en Virginia que creó el sitio web Napster para compartir archivos, fue uno de los primeros inversores de Facebook y el primer presidente de la empresa. Ahora es un «objetor de conciencia». Las plataformas de redes sociales, explica, se basan en «un circuito que retroalimenta la validación social» y de ese modo se aseguran monopolizar la mayor cantidad posible del tiempo del usuario. Este es «exactamente el tipo de técnica que un hacker como yo trataría de aplicar, porque lo que hacemos es explorar una vulnerabilidad en la psicología humana. Los inventores, los creadores de las redes fuimos muy conscientes de esto. Y lo hicimos de todos modos». La industria social ha creado una máquina de adicción, no accidentalmente, sino como un medio lógico para obtener beneficios para sus inversores de riesgo capitalistas.
Otro antiguo asesor de Twitter y ejecutivo de Facebook, Antonio García Martínez, explicó cuáles eran las ramificaciones potenciales de tales emprendimientos. García Martínez, hijo de exiliados cubanos que hizo su fortuna en Wall Street, fue product manager en Facebook. Como Parker y Palihapitiya, arroja una luz nada halagüeña sobre sus antiguos empleadores. Destaca sobre todo la capacidad de Facebook de manipular a sus usuarios. En mayo de 2017, por la filtración de documentos publicados en The Australian, se supo que los ejecutivos de Facebook estaban analizando con sus anunciantes cómo podía usar sus algoritmos para identificar y manipular los estados de ánimo de los adolescentes. Las herramientas de Facebook detectaban el estrés, la angustia o los sentimientos de fracaso. Según cuenta García Martínez, las filtraciones no solo eran exactas sino que tuvieron consecuencias políticas. Con los datos suficientes, Facebook podía identificar un grupo demográfico y bombardearlo con publicidad: la tasa de likes nunca miente. Pero también pudo, como lo reconoce una broma que se repetía en la empresa, «voltear las elecciones» fácilmente con solo publicar en distritos clave un recordatorio de ir a votar el día de la elección.
Esta es una situación que no tiene absolutamente ningún precedente y ahora está evolucionando tan rápidamente que apenas podemos hacer un seguimiento de en qué punto nos hallamos. Y cuanto más se desarrolla la tecnología, cuantos más niveles de hardware y software se agregan, tanto más difícil se hace cambiarla. Es un modelo que entrega a los capitalistas tecnológicos una fuente única de poder. Como dice el gurú de Silicon Valley Jaron Lanier, no tiene necesidad de persuadirnos cuando directamente pueden manipular nuestra experiencia del mundo. Los tecnólogos aumentan nuestros sentidos con webcams, teléfonos inteligentes y cantidades constantemente crecientes de memoria digital. Ello permite que un minúsculo grupo de ingenieros pueda «modelar todo el futuro de la experiencia humana a una increíble velocidad».
Escribimos y, mientras lo hacemos, nos escriben. Más precisamente, como sociedad se nos está escribiendo en formato impreso de modo que no podemos pulsar «borrar» sin perturbar gravemente el sistema en su conjunto. Pero, ¿en qué clase de futuro nos estamos escribiendo?
VI.
Cuando comenzaron a florecer la web y la mensajería instantánea descubrimos que todos podíamos ser autores, todos podíamos publicar, cada uno con su propio público. Nadie con acceso a internet quedaba ya excluido.
Y el evangelio, la buena nueva, era que esa democratización de la escritura sería ventajosa para la democracia. La escritura, el texto, nos salvarían. Podríamos tener una utopía de escritura, un nuevo modo de vivir. Casi seiscientos años de una firme cultura impresa llegaban a su fin y la novedad pondría el mundo cabeza abajo.
Gozaríamos de «autonomía creativa», liberados de los monopolios de los viejos medios y su tráfico unidireccional de la significación. Hallaríamos nuevas formas de compromiso político diferentes de los partidos, conectados a través de las arborescentes redes online. Súbitamente, las multitudes podría aletear y descender sobre los poderosos y luego dispersarse con idéntica rapidez, antes de recibir ninguna sanción. El anonimato nos permitiría hacernos con nuevas identidades, liberados ya de los límites de nuestras vidas cotidianas, y escapar a la vigilancia. Hasta se anunció un servidor llamado «Twitter revolutions», mediante el cual, se decía engañosamente, los usuarios instruidos de la industria social estarían en condiciones de burlar a los dictadores seniles y desacreditar la «basura anticuada» de sus discursos.
Y luego, sin que se sepa muy bien cómo, este tecnoutopismo reapareció en una forma invertida. Los beneficios del anonimato sirvieron de base para el trolling [el troleo], el sadismo ritualizado, la misoginia agresiva, el racismo y las subculturas de la derecha alternativa. La autonomía creativa se transformó en fake news y en una nueva forma de infoentretenimiento. Las multitudes pasaron a ser turbas de linchamiento, a menudo vueltas contra sí mismas. Los dictadores y otras figuras autoritarias aprendieron a usar Twitter y a dominar sus seductores juegos de lenguaje, como hizo el llamado Estado Islámico cuyos escurridizos expertos en medios online fingen tonos mordaces y extremadamente alertas. Estados Unidos eligió el primer «presidente tuitero» del mundo. El ciberidealismo se convirtió en el cibercinismo.
Y la silenciosa bestia que acechaba detrás de todo esto era la red de corporaciones multinacionales, las empresas de relaciones públicas, los partidos políticos, los conglomerados de medios, los avatares de algunas celebridades y otros responsables de la mayor parte del tráfico y que atraen la mayor porción de la atención. También ellos, a la manera del avanzado