Guadalupe Nettel

Los pelos en la mano


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sus presupuestos estéticos y estilísticos, pero en los escritores del setenta es notorio un interés por tratar las calamidades que subyugan nuestra contemporaneidad. La mayoría de los cuentistas que integran esta muestra, novelistas también, han publicado por lo menos una obra narrativa que tiene que ver con alguna de las problemáticas sociales y políticas actuales: Yuri Herrera con Trabajos del Reino (2004) y La transmigración de los cuerpos (2013), Antonio Ortuño con La fila india (2013) y México (2015), Luis Felipe Lomelí con Indio Borrado (2014), Martín Solares con Los minutos negros (2006) y No manden flores (2015), Jaime Mesa con Las bestias negras (2015), Nadie Villafuerte con Por el lado Salvaje (2011), etcétera. La idea de una antología como Los pelos en la mano, primera en su tipo en la tradición narrativa mexicana, es precisamente dejar constancia de este nuevo rasgo temático común que caracteriza a esta generación y que, de algún modo, los hace converger dentro del panorama actual de la narrativa mexicana. Existen escritores alejados de esta vertiente, como ya lo hemos visto, no menos interesantes (lo que hace Daniel Saldaña Paris, Valeria Luiselli, Nicolás Cabral, etcétera, es su contrapunto), pero sin duda esta generación se alza como una real vuelta al realismo narrativo y al tratamiento de las tribulaciones que ahogan y azotan a nuestro país. Desde diferentes puntos de mira, los doce autores que conforman este libro nos muestran el gran fresco de lo que es hoy México y sus (en algunos casos) más terribles e hirientes circunstancias, todo para que el lector actual, de la mano de estas nuevas miradas, pueda penetrar en él, entenderlo y, de ser posible, transformarlo de la mejor manera posible. El fin último es, sin embargo, entretener al lector y dejar en él una huella indeleble de algún pasaje de un cuento, un personaje, un guiño estilístico, un tema o una atmósfera recreada por alguno de los doce escritores que han hecho posible esta antología, todos grandes artífices del arte narrativo.

      Si lo logran, este libro habrá, sin duda, cumplido su cometido.

      Rogelio Guedea

      ø ø ø

      Rogelio Guedea nació en Colima, México, en 1974. Es abogado y escritor. Doctor en Letras Hispánicas por la Universidad de Córdoba (España), es autor de más de cuarenta libros en poesía, novela, microficción, ensayo y traducción, entre los que destacan la Trilogía de Colima, conformada por las novelas Conducir un tráiler (Premio Memorial Silverio Cañada 2009 a mejor primera novela), 41 (Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor 2012) y El Crimen de los Tepames (finalista del Premo BAN! Películas de novela 2014), todas publicadas en Penguin Random House. Sus libros más recientes son la Historia crítica de la poesía mexicana siglos XIX y XX (FCE-Conaculta, 2015), Los anteojos del fabulista: reflexiones sobre el arte de leer y escribir (Lectorum, 2016), El último desayuno (Penguin Random House, 2016) y Si no te hubieras ido/If only you hadnt gone (Cold Hub Press, 2015). En 2008 ganó en España el prestigioso premio de poesía Adonáis y en 2015 recibió un Premio Fulbright por su contribución a la cultura y educación neozelandesa. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, griego, portugués, chino y alemán. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y columnista en La Jornada Semanal y SinEmbargoMX.

      Acólito

      —Vengo del funeral de mi hermana. Estoy por salir… —la voz le recordó a Cristóbal algo que no pudo apresar en medio del sueño.

      —¿Qué…?

      Del otro lado se escuchó el vacío que suena cuando alguien llama desde la calle, parado sobre la banqueta, dando pasos en algún lugar público. Por la vaguedad del espacio de nadie, Cristóbal no supo si ella pensaba, si se había enojado o siquiera lo escuchaba. Ya más despierto, reconoció a Milagros del otro lado de la línea.

      —Almudena… —alcanzó a decir.

      —Me gustaría decirte que se murió tranquila, dormida o algo así. No. Mira, me gustaría decirte que no sufrió y yo sí, porque se fue y todo eso. Pero no siento nada, Cristo.

      —¿Dónde estás?

      —Quedo sólo yo, de la dupla. Pero siento que hace mucho que ya no éramos gemelas. Digo, éramos, pero como si algo hubiera pasado en el camino. Otro accidente genético, pon tú.

      —¿Estás sola?, ¿estás en la funeraria?, ¿quieres que vaya?

      —Ya salí. De ahí vengo. Voy caminando, me voy a mi casa.

      Cristóbal se enderezó en su cama, revuelta, con sábanas que no se habían cambiado en semanas. Levantó la vista y calculó su propio desorden antes de decir:

      —¿Quieres venir? Ven.

      Del otro lado, el silencio multiplicado por pasos, autos, la vida que tiene la calle, de sonido monótono. Luego una tos, una palabra inaudible, una inspiración.

      —¿Puedo?

      —Claro. ¿Cuánto haces para acá? ¿Te acuerdas dónde vivo?

      —¿Media hora? Algo así. Tengo que ver cómo me muevo a tu casa, pero no más de cuarenta minutos. Me acuerdo. Si se me olvida el número de departamento, te marco.

      —Es el tres. Te espero…

      * * *

      Abrió las ventanas de su habitación, subió las persianas. ¿Qué hora era? Tarde, la tarde. Su noche había sido el caos, su mañana… la resaca. Recorría su cuarto agachándose: una playera, unos calzones, un calcetín sucio. Todo, desbordado después, sobre el cesto arrumbado en el clóset. Mientras buscaba lo que su cabeza comprendía como orden, pensaba en la voz de Milagros y en retazos del rostro de Almudena. Una cara que, a pesar de los pómulos altos, era más bien redonda. Una cara atractiva, de piel lisa, tersa, de apariencia saludable. Almudena, sí. Milagros tenía esa cara idéntica, casi, salvo que la suya era más angulosa, de labios más gruesos, un rostro más pronunciado. Eran gemelas.

      Miró su reloj. Faltaban veinte minutos para que la puerta sonara y tuviera frente a sí a la mitad de esa dupla que décadas atrás lo hacía soñar, que le vaciaba la mente de ideas, desconcertándolo y convirtiéndolo en lo que fue para ellas: un esclavo o un tonto. Mejor ocuparse. Se ocupó entonces. Pero Almudena, fragmentada e incongruente, volvía a colársele. Su cuerpo, su risa seca y dura, el color de su pelo y su olor a maderas dulces. Un hombro desnudo, la curva de una cadera al levantarse de la cama, en la penumbra. Sus ojos cerrados, las pestañas más obviamente espesas cuando miraba de frente. Se detuvo en seco, quiso desbrozar: ¿qué? Ningún sentimiento, ninguna emoción. O desconcierto, si es que calificaba.

      Los platos escurrían el agua de la desidia. La llave, descompuesta hacía tiempo, goteaba sin cesar. Eso era también una ventaja, porque nada se había pegado a la loza, aunque de ahí emanaba un olor almendrado, gris, que no estaba bueno. Se detuvo frente a la pila sucia y pensó en lavar al menos lo de hasta arriba tan sólo para distraerse de inmediato con el resto de las ventanas, cerradas. Ventilar. Sacar. Mover. La luz del sol debía entrar, aunque fueran esos rayos pálidos y desanimados de las cuatro de la tarde que anunciaban una leve llovizna y reafirmaban la contaminación.

      Llegaría Milagros con la memoria de sus días juntos, cuando él era un acólito de las hermanas. Tal vez seguía siéndolo, pensó, mientras movía de lugar objetos, tratando de encontrarles sentido en su desorden. Ya no oficiarían como antes, ni en los lugares conocidos; ya no serían las mujeres que lo habían iniciado en su peculiar mundo, sacándolo de la normalidad y lanzándolo a un espacio que se había vuelto propio, por más desarreglado que estuviera, pero seguirían siendo sacerdotisas: las ungidas. Incluso sin Almudena, muerta, sola ya en su propio funeral, lejos de su hermana.

      Había invitado a Milagros ahí, para estar con ella y darle lo que pidiera, porque era incapaz de rechazarla. ¿Hacía cuánto que no se veían?, ¿un año?, ¿dos? Por lo menos un año. Eso no era amistad, por supuesto. Un monaguillo de utilería, como todos.

      * * *

      —Hola —Milagros paseó con velocidad sus ojos por todos los rincones de la sala y el comedor.