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Pack Bianca enero 2021


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bajó la vista al magnífico ramo de rosas blancas y lirios en sus manos y tragó saliva.

      –De acuerdo.

      –Venga –la urgió Francesca, dándole un empujoncito.

      Rachel cruzó las puertas de palacio, y el ruido ensordecedor de la multitud la envolvió, como si una ola enorme se le hubiera venido encima. Comenzó a bajar los escalones y se encaminó hacia la plaza. Sabía que debía mantener la vista al frente, fija en el camino que habían despejado para ella, con barreras para contener a la gente a un lado y a otro, pero sabía que algunas de esas personas habían estado esperando horas allí de pie solo para verla. Gritaban su nombre, la vitoreaban.

      Paseó la mirada por la multitud, tratando de posar la vista en tantas caras como le fuera posible, y sonriéndoles. El ramo pesaba demasiado como para sujetarlo con una sola mano y saludar, como le había advertido Francesca.

      –¡You are beautiful! –exclamó alguien en inglés.

      –¡Efharistó! –se lo agradeció en griego Rachel, que había aprendido algunas palabras y expresiones básicas.

      Los vítores continuaron, y le pareció que el recorrido a través de la plaza era de al menos tres kilómetros en vez de solo unos cien o doscientos metros. Dejándose llevar por un impulso, al llegar a las puertas de la catedral, le pidió a un miembro del personal del evento que le sostuviera el ramo y saludó a la multitud con la mano, lo que hizo que la vitorearan aún con más fuerza. Luego volvió a tomar el ramo y entró en la enorme catedral.

      Se fijó en las filas y filas de bancos llenos de invitados con sus mejores galas. Y allí estaba Mateo, guapísimo con un frac y un montón de insignias reales en el pecho, esperando para llevarla hasta el altar con él. Cuando el órgano empezó a tocar, Mateo le tendió la mano. Ella la tomó, con los ojos fijos en los de él, comenzaron a andar por el pasillo central.

      Mateo la miró mientras avanzaban: la barbilla bien alta, los hombros hacia atrás, la vista al frente. Tenía un porte elegante, regio, magnífico. Se le hinchió el corazón de orgullo y de algo más, algo más profundo y peligroso. La tensión y el distanciamiento que había habido entre ellos los últimos dos días se disiparon en ese momento. Avanzaban juntos hacia su futuro, y pronto Rachel sería su esposa.

      La ceremonia pasó en un abrir y cerrar de ojos. Como era la tradición, repitieron tres veces los votos matrimoniales. El obispo sostuvo un momento sobre sus cabezas sendas coronas de laurel, se intercambiaron los anillos y Mateo le levantó el velo a Rachel. Ella esbozó una sonrisa trémula. Sus ojos rebosaban amor. La besó suavemente, rozando apenas sus labios, pero se sintió como si estallaran fuegos artificiales en su interior. ¿Cómo iba a mantener las distancias con Rachel si solo con un beso se sentía así?, se preguntó.

      Sin embargo, la ceremonia tenía que continuar y no había tiempo para pensar. Ahora que ya eran marido y mujer, subieron los escalones del altar, donde se habían colocados dos tronos, se arrodillaron ante ellos y se tomaron de la mano.

      El obispo les colocó las históricas coronas de oro, anunciándolos como rey y reina de Kallyria ante los aplausos de los invitados. Luego retiró de nuevo las coronas y volvió a comenzar la música. Mateo ayudó a Rachel a levantarse y juntos recorrieron de nuevo el pasillo central hacia las puertas del templo.

      Cuando llegaron a la escalinata de la catedral, con las campanas repicando, el gentío que aguardaba en la plaza prorrumpió en vítores y aplausos.

      –¿Qué te parece si les regalamos un beso? –le propuso Mateo a Rachel.

      –Espera… ¿Qué…? –balbució ella, que no se esperaba aquello.

      –Un beso –repitió él, y la tomó en sus brazos.

      Rachel no mostró oposición alguna, y cuando sus labios descendieron sobre los de ella, una profunda sensación de satisfacción invadió a Mateo, acompañada de una ráfaga de deseo. En ese aspecto de su matrimonio al menos no iban a tener problemas. Los labios de Rachel se abrieron como una flor bajo los suyos y le puso una mano en la mejilla, un gesto tan tierno que lo descolocó. La multitud rugió enardecida, hubo más aplausos y también silbidos, y Mateo puso fin al beso de mala gana. Le faltaba el aliento, igual que a Rachel.

      –Eso es solo un anticipo de lo que vendrá después –murmuró.

      Rachel se rio nerviosa.

      –Bueno es saberlo.

      Bajaron la escalinata y empezaron a cruzar la plaza para regresar al palacio, donde se iba a agasajar a los invitados con un desayuno. Luego darían un paseo en una calesa por la ciudad, y el día concluiría con un baile en palacio. Mientras avanzaban, la gente continuaba vitoreándolos, y alargaban las manos hacia ellos por encima de las barreras que se habían colocado a lo largo del recorrido.

      El protocolo recomendaba ignorar a la gente, pero Rachel se lo saltó y empezó a estrechar manos y agradecer las felicitaciones con una sonrisa. Mateo iba a decirle que no debía hacerlo, pero cambió de idea al ver la reacción de la gente, la devoción y alegría con que respondían a su naturalidad y cercanía.

      Él había pretendido tomar como modelo el reinado de su padre: mostrarse como un rey digno, austero y algo distante, aunque sincero y trabajador. Su padre jamás habría estrechado la mano de uno de sus súbditos, y mucho menos habría posado para un selfi, como estaba haciendo Rachel en ese preciso momento. Pero viendo la reacción de la gente, lo encantados que estaban con su esposa, se dio cuenta de que quizá se estaba equivocando. Quizá las cosas debían empezar a cambiar.

      –Te adoran –dijo Mateo cuando hubieron dejado atrás a la multitud y entrado en palacio.

      –Se me hace tan raro… –murmuró Rachel sacudiendo la cabeza, como aturdida–. Nunca había… –se quedó callada, pero algo en su tono de voz hizo que Mateo se volviera hacia ella.

      –¿Que nunca habías qué?

      Rachel lo miró vacilante.

      –Hasta ahora nunca había sabido lo que era sentirse querida –le confesó finalmente con una risa temblorosa–. Aunque creo que es algo a lo que podría acostumbrarme.

      Había sonado tan dramático que Mateo no pudo sino sacudir la cabeza y replicar:

      –¡Venga ya!, alguien tiene que haberte querido. Tu madre… Tus padres…

      –No, o al menos no supieron demostrármelo.

      Mateo frunció el ceño y escrutó su rostro, preguntándose si estaba autocompadeciéndose, pero en su expresión solo halló el pragmatismo campechano habitual en ella.

      –Estoy seguro de que tus padres te querían –insistió.

      Aunque él había atravesado una época rebelde en su adolescencia, nunca había dudado del cariño de sus padres. Jamás. Sin embargo, cuando Rachel hablaba de que sus padres no la habían querido, parecía como si solo estuviese mencionando un hecho.

      –Supongo que me querían a su manera –dijo al cabo de un rato–. Nunca me faltó de nada, desde luego, pero no se comportaban como si me quisieran, o como si quisieran que fuera parte de sus vidas –se encogió de hombros–. Pero ¿por qué estamos hablando de esto ahora? Los invitados nos esperan para desayunar…

      Estaba claro que quería dejar el tema, y tenía razón en que no era ni el momento ni el lugar para tener una conversación de esa clase, pero Mateo estaba empezando a darse cuenta de lo idiota que había sido al pensar que cuando se casaran podría mantener separados su mente y su corazón como si fueran aceite y agua, que no se mezclarían. El matrimonio no era así; era como una reacción química en la que dos elementos separados se combinaban para formar algo nuevo.

      No podía compartimentar cosas como el afecto, la confianza y el deseo físico y meterlas en un cajón para que no lo molestasen. Por más que quisiera hacerlo, que lo necesitase, no podía. Y entonces fue cuando supo que se había metido él solo en un buen lío.

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