Mikel Valverde Tejedor

Rita y los ladrones de tumbas


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decorado con plantas y presidido por una fuente.

      Rita, que arrastraba su maleta de ruedas por la calle sin asfaltar, no vio un pequeño letrero en la fachada del edificio. Este se hallaba desgastado por el sol, pero en él aún podía leerse: «Hostal RIYAD».

      El ambiente en el patio era fresco y agradable. Parecía una lujosa casa de huéspedes, aunque daba la impresión de encontrarse vacía.

      «Será la casa de alguno de los amigos del tío Daniel. Él me ha dicho muchas veces que la gente de El Cairo es muy hospitalaria», pensó Rita.

      La puerta se cerró y un hombre surgió por una puerta con arco de herradura y se acercó a ellos. Andaba algo encorvado, tenía una nariz ganchuda y un poblado bigote, y uno de sus ojos estaba cubierto por un parche de cuero negro. Cubría su cabeza con un turbante y tenía la piel amarillenta. La expresión oscura de su mirada le daba un aspecto siniestro.

      –Hola, Salim –le saludó el señor Karlsson estrechándole la mano–. Creo que ya conoces a la señorita Paponet de anteriores ocasiones. Esta vez también nos acompañará la profesora Rita.

      Salim miró a la niña con gesto de incredulidad y desconfianza.

      –Ella es la experta egiptóloga que viene a la excavación –insistió Karlsson.

      Solo entonces Salim se acercó a Rita y estrechó su mano.

      –Bienvenida, profesora –dijo con voz cavernosa–. Sus habitaciones están preparadas, pueden subir a descansar. Mis empleados les indicarán el camino. Charlaremos durante la cena.

      •3

      UNO DE LOS EMPLEADOS de Salim condujo a Rita a su habitación, situada en la primera planta. El cuarto resultó ser amplio y confortable, decorado al estilo oriental. Rita descansó un rato en un mullido sofá, rodeada de cojines. Después, salió a la terraza para disfrutar de la hermosa vista de la ciudad. La dulce luz del atardecer iluminaba los muros de la ciudadela y los altos minaretes de las mezquitas de El Cairo.

      Mientras contemplaba la puesta de sol, Rita no podía quitarse de la cabeza la imagen de Salim. No recordaba que su tío lo hubiera mencionado al hablar de sus amigos egipcios. Lo cierto es que tampoco había nombrado al señor Karlsson ni a la señorita Paponet.

      «Esto es muy extraño. El tío Daniel no te ha hablado nunca de estas personas. No confíes en ellos, sé precavida y ten cuidado», le dijo una voz en su interior.

      Sin embargo, Rita se sentía importante por el trato y los halagos del señor Karlsson. Este, con sus exquisitos modales, la trataba de usted y la había llamado «experta» y «profesora Rita», ni más ni menos.

      Al momento creyó escuchar otra voz que le susurraba: «No te preocupes; seguro que el señor Karlsson y la señorita Paponet son profesores que han venido a trabajar con el tío Daniel. Él te ha dicho en varias ocasiones que no debes dejarte llevar por la apariencia de las personas, y que lo importante está en su interior, en su forma de ser. Salim es un poco raro, pero también te ha llamado “profesora”. Si te halagan, es señal de que te aprecian».

      El sol se escondía entre un horizonte de terrazas y palmeras, y sus últimos rayos refulgían en los muros de los edificios cercanos. Rita admiró una vez más la misteriosa belleza de la capital de Egipto.

      Se refrescó en su habitación y, cuando recibió aviso, bajó alegremente al comedor. Había decidido hacer caso a la segunda voz.

      •4

      EL SEÑOR KARLSSON, la señorita Paponet y Salim la esperaban sentados a la única mesa dispuesta en el comedor. El cocinero había preparado una cena con kushari, ensalada, hummus y kefta. De postre había dulces de dátil y un sinfín de pastelitos.

      Rita tenía el estómago vacío y comió con apetito.

      –Profesora, veo que le ha gustado la cena –observó Karlsson cuando terminaron.

      De nuevo la estaban llamando «profesora». Aquello era maravilloso: comida rica y palabras halagüeñas. Alguien que la trataba de ese modo no podía ser mala persona.

      –Sí, todo estaba delicioso. La verdad es que la egiptología da mucha hambre –respondió la niña–. Por cierto, esos postres tienen muy buena pinta.

      –Oh, discúlpeme –dijo el hombre con una sonrisa, a la vez que le acercaba dos bandejas de pastelitos.

      Sus acompañantes tomaron un té y esperaron mientras ella daba cuenta de varios dulces. Cuando parecía que había terminado, el señor Karlsson tomó la palabra.

      –Bueno, creo que ya es momento de hablar del asunto que nos ha traído hasta aquí –dijo–. Gracias a nuestros informadores, sabemos que un catedrático de la Universidad de El Cairo que colabora con el Museo Egipcio, el profesor Hawas, está trabajando en la excavación de una tumba descubierta recientemente.

      «¡El profesor Hawas! Ese es uno de los nombres que ha citado el tío Daniel por teléfono. Es uno de sus amigos egipcios», recordó Rita, antes de indicar al camarero que no retirara las bandejas de la mesa.

      Karlsson continuó:

      –Hawas, además de contar con su equipo habitual, está recibiendo la ayuda de un profesor extranjero. Se trata de un antropólogo europeo que tiene conocimientos de arqueología. Se apellida Bengoa. Deben de haber encontrado algo muy importante y valioso, ya que a nuestros contactos les ha sido imposible averiguar el lugar de la excavación. Es un secreto absoluto. Nuestro objetivo es localizar el sitio exacto y llegar hasta allí.

      Rita escuchaba mientras masticaba dos pastelitos que se había metido a la vez en la boca. El dulce sabor la sumía en una sensación placentera. Cuando los terminó, agradecida por aquellos sabrosos momentos, dijo:

      –El antropólogo europeo que ha venido a ayudar al profesor Hawas se llama Daniel Bengoa, y el señor Karlsson tiene razón: en la tumba que han descubierto están encontrando muchas cosas.

      Sus acompañantes la miraron sorprendidos.

      De repente, Rita recordó que su tío le había advertido que no debía revelar a nadie la información que le había dado acerca del lugar en el que estaban trabajando. Sin embargo, era muy difícil resistirse a compartir una agradable charla con aquellas personas que la llamaban «profesora» y la invitaban a esos dulces tan ricos.

      El señor Karlsson, al ver que la niña había terminado con una de las bandejas de dulces, le acercó con amabilidad la que quedaba. Ella tomó un pastelito de dátil y añadió complacida:

      –El señor Hawas y su equipo han encontrado esculturas de gran valor y piezas de oro.

      –¡Oooooohhhhh! –exclamaron asombrados Salim, el señor Karlsson y la señorita Paponet, a la vez que abrían mucho los ojos.

      –Díganos, profesora –intervino la señorita Paponet–, ¿sabe a qué período de la historia de Egipto pertenece ese hallazgo?

      –¿Qué?–preguntó Rita, bastante despistada.

      –Mi compañera se refiere a la época aproximada de la construcción de la tumba. Si es del período arcaico o si pertenece a la época de los imperios –dijo Karlsson.

      Por decir algo, Rita respondió:

      –Es de la época de los imperios.

      –Sí, profesora, pero... ¿pertenece al período del Imperio Nuevo, del Imperio Medio o del Imperio Antiguo? –insistió Paponet con mucho interés.

      «¡Qué mujer más quisquillosa!», pensó Rita, antes de decir al buen tuntún: