Georg Gänswein

Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura


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por individuos. De ahí que la forma anterior, popular, de la Iglesia, no pueda ser el modelo al que se oriente el futuro de la Iglesia en el nuevo milenio.

      Sin embargo, hoy en día hay muchas voces en la Iglesia que en gran medida presuponen y no ven problema alguno en esta visión de la Iglesia popular heredada históricamente que consiste en «ser iglesia». Esto no hace sino perpetuar la situación, pues se sigue contando con una práctica pastoral orientada popularmente, que lleva a acompañar en todos los ámbitos y a preservar los derechos adquiridos. Quienes apuestan por estas tendencias o miran hacia atrás a lo que queda en funcionamiento de esa Iglesia popular, o lo hacen con cierta complacencia o bien se quejan amargamente de lo que ya no funciona, como el pueblo de Israel en el desierto, que anhelaba las ollas de carne de Egipto e hizo de Moisés su chivo expiatorio (Éxodo 16, 3).

      En contraste con estas estrategias «conservadoras», que a la gente le gusta considerar especialmente progresistas, se alza la convicción del papa Benedicto de que la Iglesia solo podrá hallar una buena senda hacia el futuro si tiene en cuenta esta nueva situación eclesiástica y se expone a los cambios que se están produciendo. Este enfoque incluiría su disposición a repensar los privilegios convencionales y sus especiales beneficios (por ejemplo, la soberbia estructura organizacional de la Iglesia) y hacer sitio a esta pregunta: bajo estas estructuras, ¿existe una fuerza espiritual correspondiente, la fuerza de la fe en el Dios vivo? Tras diagnosticar un «exceso de estructuras respecto al espíritu», el papa llegaba a la siguiente conclusión: «La verdadera crisis de la Iglesia en el mundo occidental es una crisis de fe. Si no logramos una verdadera renovación de la fe, todas las reformas estructurales serán ineficaces».

      Resulta entonces que esa «desmundanización» no es una exigencia que Benedicto XVI lleve a la Iglesia desde fuera. Con esta expresión clave saca más bien las consecuencias que de suyo se desprenden de una observación atenta de la situación actual de la Iglesia.

      Para comprender en mayor profundidad este aspecto, hemos de recordar que Joseph Ratzinger ya se había enfrentado a estas cuestiones fundamentales con anterioridad, extrayendo conclusiones de gran alcance en las que ya estaba muy presente su visión actual. Hace casi sesenta años, en 1958, en un artículo que llevaba el significativo título “Los nuevos gentiles y la Iglesia”, trazó el camino histórico de la Iglesia desde los pequeños rebaños perseguidos a la Iglesia universal, y hasta la época en que la Iglesia era en gran parte colindante con el mundo occidental. Ya en los años cincuenta, Ratzinger había percibido el nuevo desafío: en nuestro tiempo esa congruencia histórica es «solo una nueva apariencia» que encubre la verdadera índole de la Iglesia y el mundo, e impide en cierta medida a la Iglesia abordar sus necesarias actividades misioneras. «De modo que, tarde o temprano, con el consentimiento de la Iglesia o sin él, tras el cambio estructural interno vendrá otro, desde fuera, que hará de ella un pusillus grex [un “pequeño rebaño”]».

      Joseph Ratzinger estaba convencido de que, a la larga, la Iglesia no se ahorrará el trabajo

      de tener que desmantelar pieza por pieza esa apariencia de asemejarse con el mundo para volver a ser lo que es: una comunidad de creyentes. De hecho, su fuerza misionera solo puede crecer a costa de esas pérdidas externas. Solo cuando deje de ser una cuestión barata que se dé por supuesta, solo cuando vuelva a presentarse como lo que es, será capaz de llegar nuevamente con su mensaje a oídos de los nuevos gentiles, que hasta ahora han podido pensar ilusioriamente que no son paganos en absoluto.

      En este texto inequívocamente claro se puede ver todo el programa de «desmundanización» de la Iglesia que el papa Benedicto planteó a la Iglesia en Alemania. En esta misma dirección se expresaba convencido Joseph Ratzinger en los años sesenta, en cuanto a que de la crisis de la Iglesia saldrá su renovación: esto es, que emanará un gran poder de una «Iglesia más simple y más hacia dentro».

      Este lema, la «desmundanización», nos conmina a una discusión intensa sobre la calidad de esta crisis que vivimos actualmente en la Iglesia. Del mismo modo que un médico solo puede recetar una terapia eficaz si cuenta antes con un diagnóstico claro, en la Iglesia solo podremos caminar por una senda común hacia el futuro si tenemos claro el diagnóstico respecto a las infecciones peligrosas a las que nos exponemos. Pero eso es justamente lo que no funciona.

      A primera vista, hay que hablar antes que nada de una profunda crisis de la Iglesia que se viene articulando desde los años sesenta bajo el eslogan «Jesús sí, Iglesia no». Porque este lema eleva ya la mencionada crisis al nivel de la fe, ya que no puede separarse a Jesús de la Iglesia que él quiso y en la que está presente, y no puede comprenderse la verdadera naturaleza de la Iglesia sin Cristo. El papa Benedicto también puso el dedo en esa llaga durante su visita a Alemania:

      Mucha gente solo ve la forma externa de la Iglesia. De ahí que se les aparezca solamente como una más de las muchas organizaciones dentro de una sociedad democrática, en función de cuyas normas y leyes se debe juzgar y tratar ese engorroso mastodonte que es la «Iglesia». Si también existe la dolorosa experiencia de que hay frutos buenos y malos, trigo y malas hierbas en la Iglesia, al fijarse la vista en lo negativo queda oculto el gran y hermoso misterio de la Iglesia. No queda ya alegría alguna por pertenecer a esta cepa a la que llamamos «Iglesia».

      La controversia que realmente hemos de afrontar puede describirse como «Jesús sí, Cristo no», o «Jesús sí, el Hijo de Dios no». Solo esta fórmula aclara la perturbadora pérdida de significado de la fe cristiana en Jesús como el Cristo que constatamos en nuestro tiempo. Porque hasta en la Iglesia hay gente que no consigue ver en el hombre Jesús el rostro del Hijo de Dios. Lo ven sencillamente como un hombre, muy bueno y excepcional, pero solo un hombre.

      La fe cristiana se sostiene o se cae en función de cómo contemple el credo cristológico. Si Jesús solo hubiese sido humano, se habría perdido irrevocablemente en el pasado, y solo nuestros propios recuerdos distantes podrían traerlo con mayor o menor claridad hasta nuestro presente. Pero entonces Jesús no sería el único Hijo de Dios, por quien vivimos, Dios con nosotros. Solo si en verdad creemos que Dios mismo se hizo hombre y que Jesucristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y por lo tanto participa de la presencia de Dios que abarca todos los tiempos, puede entonces Jesucristo ser nuestro verdadero contemporáneo y luz de nuestras vidas. Solamente si Jesús no fue sencillamente un ser humano de hace dos mil años, solo si también vive hoy como Hijo de Dios, podemos experimentar su amor y encontrarnos con Él, sobre todo en la celebración de la Sagrada Eucaristía.

      Dado que la confesión de Cristo siempre lleva consigo la creencia en el Dios vivo, que entró en la historia de la humanidad, se hizo carne y vivió como una persona entre las personas, también es evidente que la crisis actual de la fe en Cristo está escalando radicalmente hacia una crisis de la creencia en Dios mismo. La actual crisis de fe que estamos presenciando consiste en un gran desvanecimiento del Dios bíblico cristiano como un Dios presente y activo en la historia: «Si Dios existe, tal vez desencadenase el Big Bang, pero es todo lo que queda de Él en el mundo ilustrado. Parece casi ridículo imaginar que se preocupa de lo que hacemos o dejamos de hacer, dado lo minúsculos que somos respecto al tamaño del universo. Desde esta perspectiva, parece mitológico atribuirle acciones en el mundo».

      No hace falta decir que un Dios entendido de manera tan deísta no debe ser temido ni amado. Falta la pasión elemental por Dios que caracteriza a la fe cristiana; y ahí radica la más profunda necesidad de fe que exige nuestro tiempo.

      En el trasfondo de este diagnóstico, se comprende el remedio que el papa Benedicto propone: volver a colocar la cuestión de Dios en el centro de la vida de la Iglesia y de la predicación. En esta centralidad de Dios resplandece también el núcleo más íntimo de lo que debe entenderse con el término «desmundanización». «No ser de este mundo» significa, en sentido bíblico, ser de Dios y conformar la propia vida en torno a Dios. «Desmundanización» significa ante todo redescubrir que el cristianismo es, en su esencia, creer en Dios y vivir en una relación personal con Él, y que todo lo demás es consecuencia de ello. Dado que la nueva evangelización consiste esencialmente en llevar a Dios a las personas y acompañarlas en su relación personal con Dios, la nueva evangelización y la «desmundanización» son dos caras de la misma moneda.

      La centralidad de la cuestión