Silvia Eugenia Castillero

En esa delgada separación


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hay pueblo, solo migrantes;

      la gente viene a venderles comida

      sillas, baños; les venden sueños

      hasta que los desgranan.

      Y los dejan en las milpas.

      Colgados.

      En el interior de la planta

      algo se asfixia, un gusano

      se la come por dentro y la deforma

      hasta parecer un arbusto espinoso.

      Cien sombras van y vienen a lo largo de las vías,

      la incertidumbre también es negra igual que la noche;

      cien siluetas listas para ganarle a las demás

      sin equivocarse en elegir el carro varado;

      trepar por las escaleras laterales hasta el techo,

      ganar un pedazo de parrilla, aferrarse a ella

      durante el recorrido de seis horas de Ixtepec a Medias Aguas

      y no caer en esa trituradora de las ruedas de acero.

      Sombras entre las que pueden ir también los piratas de los caminos

      que asaltan ahí mismo en la intemperie.

      Una calle de tierra

      extendida a lo largo de las vías.

      En Medias Aguas,

      antes de que La Bestia se estacione

      –ya entrado el amanecer–

      una multitud hormiguea, salta del tren

      para alcanzar una parcela con pasto,

      una sombra bajo los árboles

      o un abrevadero.

      Troncos y varillas en sus manos alargan la madrugada.

      Cara de guerreros, dedos como poleas

      se enlazan al techo del tren.

      Irán lejos a toparse con el norte.

      Las manos giran como ejes de maquinaria,

      juntas todas se confunden:

      tornillos, engranes,

      los cuerpos se amalgaman

      atados al metal.

      Brazos y piernas pierden el quicio,

      comienzan a caer.

      Torsos y cabezas.

      Y los campos.

      Colosal,

      de corrientes malignas corroe,

      me avanza y caigo, el viento;

      quedo pegado a ese mismo aire,

      me trae hacia un vacío que succiona

      hasta que estoy dentro de las vías,

      el aire se vuelve ruido y velocidad.

      Si cabeceas caes.

      Solo lleva cajones sin parrillas –el tren–

      cajas rectangulares con una barra de acero

      en donde vamos crucificados.

      Si caes, tus tímpanos revientan

      zumbido, vértigo, sordera.

      Luego el rostro se contrae

      y los sueños de la inconsciencia te vuelven héroe,

      mientras despiertas en el monte

      con un cuerpo desaparecido.

      Verse a sí misma rodar sin cuerpo,

      la noche afilada corta su miedo;

      áspero el techo del tren

      chilla con gritos de mujer,

      gritos largos y agudos.

      En medio de los cerros

      se despeña su esperanza de llegar.

      Se despeña –fría– su cabeza.

      Círculos iluminados sobre los techos

      es la señal de que vienen los piratas.

      Las linternas se acercan,

      el ruido del golpe metálico del tren

      no te deja ver bien, la luz te ciega

      y una pistola aparece para quitártelo todo.

      Son rancheros que viven cerca de las vías,

      y si te niegas te tiran al filo del gusano

      que cercena.

      Círculos –dice Saúl al fumarse un cigarrillo–

      y los ciegos corremos, empujamos, saltamos,

      nos resignamos; morimos.

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