Diego Sánchez Aguilar

Factbook. El libro de los hechos


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de invasión controlada, de apocalipsis cotidiano y consentido. Ya está aquí el mundo, con las estruendosas trompetas que anuncian su venida. El pacto con lo real, pidiendo con histeria que miremos, que saquemos las cabezas de nuestras cuevas. Mi madre me despertaba con el mismo apremio, la misma urgencia ante el acontecimiento de la llegada de un día nuevo, de un autobús que siempre va a escaparse.

      El presentador del telediario empieza a hablar con la música todavía acompañando sus palabras, como si estas necesitaran de ese impulso melódico para poder entrar en las habitaciones, en la intimidad múltiple y única de todos los edificios y sus ventanas. Tiene que elevar la voz, mantener un tono fuerte y urgente, subir sus palabras a la cresta de las ondas sonoras de la alarmante cabecera: “El cuerpo ahorcado del presidente de la CEOE. No se descarta la hipótesis terrorista”.

      Las imágenes muestran el toro de Osborne desde abajo. Una estructura de hierros, una realidad oculta y magnífica, como una dimensión desconocida recién descubierta. Barras de hierro en diagonal, barras paralelas verticales cruzándose con otras horizontales, de una escala no humana. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche.

      Los trabajos corregidos encima de la mesa, como objetos extraños que no me pertenecen de ninguna manera. Mi letra en tinta roja, pequeña y nerviosa, sobre el cuerpo redondo y perezoso de la caligrafía adolescente. Esas correcciones como cicatrices sobre unos cuerpos sin alma, con un alma tan lejana como la mía. La lucha inútil de esas dos caligrafías; la lucha en silencio que mantienen ahí, sobre el papel, mientras se funden en la penumbra.

      Envuelto en sombras, como un vagabundo en una manta gris, llega el tiempo del ocio y del descanso, el cambio de turno, sin alegría ni satisfacción, otro paso hacia nada. Martes, ocho de la tarde, eso es ahora. Tiempo de ocio, territorio del presente.

      THC 3 miligramos. El sonido del blíster, como descorchar las horas que quedan de este día en una fiesta aburrida y silenciosa.

      “Ya casi es miércoles”

      A veces hablo sola. Casi nunca en voz alta; eso es una barrera, una línea roja que todavía me reservo. Esa reserva revela que aún creo en el futuro; que hay, en alguna parte de mí, una idea del futuro. Y hablar sola en voz alta está allí, de una forma abstracta pero inevitable, como la imagen de la meta para el corredor de maratón mientras avanza concentrado solamente en respirar, tomar aire y expulsarlo.

      La luz que entra por la ventana viene cargada de tiempo, deposita toneladas de presente en las paredes, con esa tonalidad sin nombre que tiene el aire concentrado del anochecer: es el reverso o la negación del color que ha tenido durante el resto del día.

      Los policías están debajo del toro de Osborne, como muñecos de uniforme debajo de un enorme juguete ajeno a esa colección, como una composición que un niño hace una tarde aburrida sobre la alfombra del salón de su casa.

      “Levántate, quieres comerte una manzana”

      Me como una manzana solamente para poder fumarme el cigarro de después de la manzana. Con cada bocado que doy a la fruta pienso en la primera calada que daré al cigarro que me fumaré cuando la termine.

      A veces sí digo alguna palabra en voz alta. Un “mierda”, cuando se me cae algo al suelo. Y, cuando pasa, cuando suena la palabra fuera de mi boca, siento el mismo terror que cuando el sonido del plato que cae al suelo lanza su propio graznido. Lo esperaba. Sabía cómo iba a sonar. Pero siempre hay un desajuste, una imposición irreconciliable con la imagen mental. En esa diferencia habita la realidad. Esa voz ajena, que nunca encaja con la voz interior: es el territorio del acontecimiento, de la muerte.

      La pintada está hecha en la parte delantera del toro, la parte comercial, limpia de vigas. Hay que hacer un esfuerzo de corrección de la realidad para leer esas letras blancas, hechas con plantilla, con la misma tipografía que la de la red social, pero cambiando una sola letra: “Factbook.”

      “La hipótesis terrorista, la prótesis terrorista”

      Acudo a la llamada de la música del telediario siempre, todavía. España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más. Acudo a la llamada del telediario para mantenerme todavía dentro, solo para entender mañana las caras de la gente en la calle y saber qué dicen las conversaciones en marcha de los compañeros de trabajo. Entrego una pequeña parte de mi atención, para engrosar el cuerpo social y mental sin el que el país se vendría abajo como un telón cansado.

      Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Libertad de Empleo que eliminaba completamente la indemnización por despido.

      Imagino un país sin televisión. Un país en el que toda información y entretenimiento se eligiera personalmente en la Red. Mi consumo de televisor se ha ido reduciendo al telediario. El resto del tiempo es la tablet encendida eternamente, los “amigos” elegidos en Facebook, las películas elegidas por mí entre toda la Historia del cine, los libros elegidos por mí entre toda la Historia de la literatura. Elecciones personales, islas dentro islas, una nación solipsista y fragmentaria.

      El franquismo fue el tiempo de una sola cadena de televisión. La transición, el bipartidismo, fueron el régimen político de una nación unida por la fingida diversidad de las nuevas cadenas privadas. Las tetas y la cultura, la movida, las comedias españolas liberales, los decorados de los programas musicales, tan modernos, todo tan copiado y tan triste: Telecinco y Antena 3, La 1 y la La2, PSOE y PP. La aparente fragmentación del parlamento actual, la política de pactos y rupturas y minorías es la política de las islas, de los grupos de Facebook y de WhatsApp. Todos parecemos diferentes, irreconciliables. Todos somos iguales. La voz del telediario nos une. Todos los telediarios dan las mismas noticias, en todas las cadenas. Sigue habiendo una sola voz. La voz del presentador.

      Voy al cuarto de baño. Sentada en el váter, el sonido del chorro de mi orina cayendo sobre el agua del fondo se mezcla con la música del telediario y con la voz grave y trabajada del presentador. “Un nuevo ahorcado en lo que ya parece una serie…”. El sonido de la cisterna anula esa voz, se convierte en música para otro telediario más radical e insobornable.

      Firmé un Change.org para que no se aprobara la Ley de Libertad Educativa que obligaba a las Administraciones Educativas a ofrecer el mismo número de plazas privadas-concertadas que públicas.

      Esa promesa del apocalipsis con que el telediario nos hace levantar la cabeza para mirar las señales, dónde ha caído esta vez el meteorito, cuándo empieza el mecanismo que hará descarrilar por fin al mundo. Acudo siempre, con esa esperanza adormecida, continuamente excitada por esa música estridente que lo promete todo y al final no entrega nada.

      El hierro, el óxido, el viento. La vida en silencio y sin banda sonora que sucede detrás de la imagen, de la figura recia y omnipotente del toro, de esa lámina bidimensional que nos mira pasar en la autovía. Pienso en la soledad de todo ese metal en la madrugada de las autovías. Pienso en la estructura que lo sostiene, en el viento tropezando contra la silueta del toro y en la fuerza que empuja las vigas hacia dentro de la tierra.

      Imagino al asesino debajo del toro, escuchando esos sonidos, mirando el cuerpo oscilante del Presidente de la CEOE. Imagino al asesino con pasamontañas. Un verdugo. No un grupo. Una sola persona, en medio de todo ese silencio. No hay ningún pensamiento bajo el pasamontañas. Como una película de autor, sin banda sonora. Un plano general, de siluetas entre la oscuridad y el viento.

      No debería usar siempre la misma música el telediario. Debería adaptarse a la capacidad apocalíptica de las noticias. Usar siempre la misma música, para una ola de frío o para un atentado con cien muertos, es un error narrativo imperdonable, la banalización de todo lo narrado.

      Sé que hablaré sola algún día. Veo la meta, me veo a mí misma o, mejor dicho, me escucho a mí misma hablando sola aquí, en este sofá. Es una imagen inevitable, una realidad que va preparando el terreno de su aparición. Puede que lo haga moviendo la cabeza.

      Mi