Fernanda García Lao

Nación Vacuna


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      CÁPSULAS DE CARNE

      Según fuentes no oficiales, algunos ciudadanos destacados están presionando a la Junta para recuperar el poderío naval que se descompone en las M. Los barcos, sin mantenimiento alguno, se están echando a perder en las aguas gélidas del Atlántico. Imagino los cascos de acero como latas vencidas, lentejas con herrumbre. Ganar las M nos dejó solos. Sin ejército, no somos un país sino un riesgo.

      Para compensar la escasez ideológica y la falta de recursos, la Junta abandona su impasividad y promueve el día de la Guerra Ganada. Reparten banderines y miniaturas de torpedo para recordar a los héroes. Se sacan fotos con niños contratados, filman avisos propagandistas impostando una prosperidad mal actuada. Pero no convencen salvo a los suyos. No a la demagogia, escupen los extremistas. Traigan con vida a los héroes y recuperen la flota. La Junta dice tener otros propósitos. No sabemos cuáles.

      Mientras las demás permanecen encerradas, le propongo a la señora Doce salir al patio. Un rectángulo gris con un árbol seco y dos bancos de material. Parecen seres fallecidos en plena primavera. Un grupo de abogados jóvenes discute y devora una caja de rosquillas. Se quitan la palabra con desesperación, como si fuera un billete. Llevo a Doce hasta el banco más alejado. Tiene treinta años, pero parece menor. Los ojos son dos aceitunas clavadas en un círculo de masa cruda. Me mira con terror desde ahí.

      Contame tu primera relación erótica, le pido. Dice que no la recuerda bien. Y que más no tuvo. Le hago notar que si solo tuvo sexo una vez debería recordarlo. Ella aparta las aceitunas y levanta la cabeza. Suspira como agotada. Le digo que descanse. Que en un rato vuelvo. La descarto inmediatamente. No quiero que me enrede en su abismo. La veo a Erizo y le hago un gesto de que tengo que ir al baño. Se acerca y le pido que me cubra. Ella se ofrece a acompañar a Doce al dormitorio.

      Me quedo detrás del vidrio y asomo un poco el ojo para verlas. Erizo la trata como un sargento. Se ubica muy firme frente a ella y le señala la puerta con rigor castrense. Doce se niega. Erizo, víctima de una especie de agonía hormonal, la toma del brazo y comienza a tirarle de la manga. Intuyo un deseo de apropiación de mi vacunada. Sin embargo, un bofetón inesperado de Doce la tira al suelo. Contra el prejuicio inicial, siento un breve interés por Doce. Vuelvo a buscarla. Yo me ocupo, le digo a Erizo mientras se levanta. Se va de mala gana.

      Extraño a mi hijo, me dice la inmunizada. ¿Qué hijo? ¿No se acuerda de su única relación sexual y se quedó embarazada? Asiente. Eso lo recuerda perfecto. Le pregunto cuántos años tiene su hijo. Veinte, me dice. ¿Lo tuvo a los diez? Me mira con cara de resignación y levanta los hombros, a modo de alegato mudo. No va a poder. Esta vez la descarto. Tacho su nombre con discreción.

      Ceno con el tío Evaristo en el comedor común porque está triste. A veces me pide que me quede un rato. Quiere adelantar la jubilación y viajar. Siempre quiso otra vida y ahora siente que no va a poder. Que ha desperdiciado el tiempo. Le echa la culpa al Proyecto, hay mucha chifladura. De pronto, parece que sabe más que yo. Le pregunto, como para hablar de algo. Y entonces, me sorprende. Cápsulas de carne, dice, y mastica su porción de tarta. La aparición de Teodolina con una bandeja frustra la charla. Me quedo mudo de rabia. Evaristo sabe algo y ella trae disparates a la mesa. Se instala en nuestro asunto y nadie continúa la conversación. Ella, por falta de ideas, nosotros para que se vaya. Pero permanecemos los tres ahí, atornillados a la nada que nos devora. Pasan los minutos como presos en fila india.

      Regreso a mi dormitorio, frustrado. Un grupo de abogadas embutidas en trajecitos grises ríe junto a la puerta. Parecen hienas domésticas. Me recuerdan a Mona. Me abro paso entre ellas y las espanto como si fueran palomas.

      Jacqueline no se ha movido de la cama. Su plato está intacto. Creo que le quedan pocos días. Le traje hígado y no lo quiere. Lo mira como si no conociera el hambre. Ya tiene la distancia de quien está por partir. La mirada ausente es el primer síntoma. Me acuesto junto a ella, respirando a la par. Parecemos una pareja de amantes gastados.

      Prendo la radio. Uno de los miembros de la Junta ha sufrido un accidente cerebral. Se desconocen los motivos. Pero escuchando la noticia no puedo dejar de imaginar que la suya es una especie de enfermedad reflejo. Que la maldición de las M ha logrado atravesar las aguas. Que todos terminaremos igual: limitados en nuestras funciones intelectuales por contagio de la Historia y sus reveses perversos.

      Sueño con Mona. Siempre que sueño con ella creo que la vuelvo a querer. Pero es mentira. A medida que la jornada avanza, la olvido. Es una mujer nocturna, un búho. De día no funciona.

      Esta mañana, Planes me llama urgente a su escritorio. Tiene una mala noticia que darme. ¿Necesita un rodeo o voy a tema?, me dice. Vaya, le respondo. Me informa que mi tío se descompuso. Dónde está, pregunto. Lo enterramos hace un rato. ¿Cómo? Dice que una aspirina perforó su limitada salud gástrica en cuestión de segundos. Que sucedió a eso de las once. A las tres de la madrugada, Evaristo entró en una descomposición inquietante. Su fin se aceleró en cada centímetro de materia. A las cinco y media, el olor era insoportable. Temieron un contagio. Le pregunto dónde lo enterraron. En el patio 6, me dice. No hubo tiempo de llegar al campito. Aprovecharon un cambio de baldosas junto al buzón de sugerencias. Ahí encontraré a mi tío. Están sus iniciales. Teodolina me entregará las pertenencias. Estoy perplejo. Planes suelta su discurso. Un gran interino se nos fue. Tómese el día. Beba algo a su salud. Y me extiende un billete. Cuando Teodolina aparece, él le pide que me acompañe a retirar los objetos personales de Evaristo. Hay que seguir, intenta decir ella. Pero se equivoca. El mundo no se detiene. Solo es cuestión de orden ver quién se retira primero. Teodolina me clava un poco las uñas al darme su brazo, obligándome a salir.

      Sobre el escritorio de mi tío hay una caja sellada con su nombre. Para dar la sensación de un poco de seriedad a este asunto tan incomprensible, han cruzado firmas sobre la cinta adhesiva. No quiero decir nada. Ni una palabra se insinúa en mi boca. Tomo la caja y me encamino al dormitorio. Siento asco. Las cápsulas de carne son un misterio. No dejo de relacionarlas con la muerte inesperada de Evaristo. Tal vez, Teodolina nos estuvo escuchando. Seguro que es la informante.

      Tengo que anunciarle a papá la muerte de su hermano.

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