Albeiro Echavarria

#atrapadaenlared


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mío— quien aparecía como el autor de las fechorías. Hasta le tuvimos un apartamento en el barrio Kennedy de Bogotá, donde trabajaba en su computador y ofrecía las fotos de los hijos de Euclides. Pero quien realmente lo hacía era otro investigador de la UIT. Yo asumo que en estos casos es más importante el mensaje que el emisor. Y en este caso, Richard es el emisor, pero Euclides es el mensaje y su relato tiene que pasar todas las pruebas.

      En ese momento, Euclides aparecía en escena, pero como un personaje secundario, asediado por problemas, que estaba dispuesto a todo con tal de salir de la pobreza. Richard organizaría la subasta y de inmediato despertaría la ambición y la lujuria de cientos de pederastas, que pujarían por quedarse con los niños. Nuestra esperanza era que entre ellos se encontraran los asesinos de Beto.

      En este nivel de búsqueda me topé por casualidad con un asunto que me dio muchas vueltas en la cabeza. Lo descubrí en una corta conversación en un chat de pederastas ingleses. Hacía referencia a un delfín morado que supuestamente iba a provocar una conmoción planetaria. Tres días después encontré la misma referencia, delfín morado, en un e-mail enmascarado que desapareció antes de que pudiera detectar su origen.

      Lo primero que se me vino a la cabeza era que alguien estaba tramando un atentado terrorista. Así como la deep web la utilizan activistas políticos en países donde hay represión, también les sirve a las organizaciones terroristas para trazar planes y definir objetivos. Allí, en internet profundo, es más difícil rastrearlos. ¿Saben por qué? Permítanme explicarlo de una manera sencilla:

      Imagine que usted es un espía que necesita saber quién es el remitente y el destinatario de un paquete que circula por las calles de Cali. Del punto A al punto B es enviado un paquete por correo. Solo con interceptar el paquete, entre A y B, sabrá la dirección del uno y del otro. Lo mismo ocurre cuando uno utiliza navegadores como Firefox o Explorer, y trata de dar con la dirección IP de un usuario emisor o receptor. Hacer eso es tan sencillo que hasta un newbie, un hacker novato, lo puede averiguar.

      Pero en internet profundo, con navegadores como Tor, la cosa es a otro precio. Ese mismo paquete no circulará por las vías normales, la información no se indexará en los resultados de búsqueda y, por lo tanto, no se hará visible. Ese paquete ya no irá por las calles sino por las redes del alcantarillado, por lo que a un observador externo le será casi imposible seguir la huella.

      Ya ven: mi afán era tanto que no lograba concentrarme. Mientras husmeaba en la red, iban apareciendo nuevas cosas. ¿A qué se debía mi desvelo? No voy a revelar —al menos por ahora— todos los detalles del motivo que me condujo a trabajar en la UIT, cuya oficina estaba instalada encima de un asadero de pollos de la avenida Roosevelt de Cali. Solo diré que fue por un terrible suceso que destruyó la vida de mi hermana Inés y marcó a toda nuestra familia. Y yo, que tenía otros planes para el futuro, tuve que cambiar de rumbo.

      Cuando salí del colegio, mi aspiración era convertirme en actor de cine. No es que fuera un galán, ni mucho menos, sino que era bueno para exagerar cualquier situación y para meterme en la piel de otras personas. Hacía imitaciones de mis compañeros y de personajes. Yo organizaba el grupo de teatro del colegio, dirigía a los actores y me autoproclamaba personaje principal de todas las representaciones. Pero, además, era bueno para otra cosa: para los videojuegos.

      En esto último me secundaba mi amigo Efraín, un auténtico cracker. Con solo decir que él se las ingeniaba para hackear el computador del rector, extrayendo de allí secretos que los alumnos no teníamos por qué saber. Yo era apenas un aficionado a consolas como Xbox 360, sin embargo, asimilaba todo lo que Efraín me enseñaba desprevenidamente. Con una o dos clases que me daba sobre un asunto particular, superaba al maestro. Aunque yo no estaba interesado en convertirme en hacker, oía a Efraín, asimilaba sus conocimientos y guardaba todo lo que aprendía sin darle ningún uso.

      Entonces ocurrió lo de mi hermana y nuestra vida familiar se hizo añicos. Todo por culpa del HPZ: el HIPNOTIZADOR, como llamo a internet. Sí, echen una mirada alrededor y verán que todos andan como hipnotizados —en el bus, en la calle, en la mesa, en la cama o a la orilla de la carretera— por las imágenes que aparecen en la pantalla del teléfono. Auténticos zombis que se mueven en una aldea virtual totalmente ajenos a lo que sucede en el mundo real: ¡el gran HPZ! Y mientras la mayoría ha sido hipnotizada por la red, como en una novela distópica, unos cuantos, expertos en sondear las debilidades y puntos vulnerables de niños y jóvenes, aprovechan para asesinar a pequeños como Beto o para comprar a los hijos de Euclides.

      Después de la desgracia familiar me costó mucho levantar cabeza. Cuando lo hice, me dediqué a estudiar ingeniería de sistemas y le paré bolas a todo lo que Efraín tuvo a bien enseñarme. A los cinco años, cuando me gradué con honores, ya tenía trabajo. No sé quién le llevó el cuento a la Policía de que en la Universidad del Valle se estaba gestando un genio y entonces me reclutaron. Ni siquiera fue necesario que me convirtiera en policía, empecé a trabajar para ellos como contratista civil. Acepté porque sabía que eso era lo que quería hacer por el resto de mis días.

      No aparezco en la nómina oficial de la Policía, pero soy el jefe en la sombra, aunque solo mande en un pequeño cuarto que siempre huele a pollo asado. Protón, con el cargo de subintendente, figura como jefe. Así que estamos a la par: yo, jefe en la sombra, y él, jefe oficial. Tanto las órdenes suyas como las mías tienen que acatarse. ¿Quién ordena y quién obedece? ¡Vaya lío el que nos armamos en ocasiones! Menos mal que tenemos un jefe de verdad, conocido entre nosotros como Lukas3, quien despacha desde sus oficinas de la Dijin en la avenida Simón Bolívar y se encarga de poner orden cuando nosotros nos descarrilamos.

      Ahora, volviendo al asunto principal, mi prioridad era mantener en alto la credibilidad de Euclides Torres, ese hombre que estaba dispuesto a vender a sus dos hijos con tal de conseguir dinero para salir de la pobreza y costearse el vicio, el licor y todo lo que se le viniera en gana. Richard, viejo conocido de la red profunda, estaba a punto de contar su historia ante los pederastas del mundo, que seguramente se frotarían las manos al ver a los dos niños que serían subastados. Podría decir que la Operación Terciopelo entraba en su fase más crítica. Esto me mantendría muy ocupado por algún tiempo y confiaba en tener suerte para desenmascarar a los asesinos de Beto.

      Me hice el propósito de averiguar, en los ratos que me quedaban libres, qué se traían entre manos con eso del delfín morado. Algo me decía que era un asunto siniestro. Pero solo podría actuar cuando tuviese información significativa. Porque, como ya saben, yo no estoy aquí para observar, sino para actuar sobre hechos concretos, para resolver una noticia criminal.

      Laura

      UN DÍA LUCY ME DIJO que yo era bipolar y la miré con ganas de matarla. Me sonó feo. Como si me hubiera dicho en términos científicos que yo estaba loca. Eso fue ofensivo. Si al menos me hubiera dicho “Laura, estás deschavetada” o “Estás más loca que una cabra”, yo lo habría tomado como una expresión de cariño. Esa palabra me dolió tanto que decidí vengarme dejándola en visto en WhatsApp durante cuatro días. Fui demasiado cruel, lo reconozco, porque no puede haber peor ofensa y humillación que lo dejen a uno en visto, pero se lo merecía.

      Eso de que yo era bipolar me resonó en la cabeza toda la tarde. Cuando me acosté, seguía maldiciendo a mi befa. Ya saben, befa es una derivación de BFF, best friend forever. Lucy era mi befa. Aunque a veces peleábamos, terminábamos amándonos como siempre. La cosa funcionaba así: la muy canalla decía sus cosas, a mí me daba rabia, me alejaba por un tiempo, la dejaba en visto todo lo que podía y después, aunque no lo reconociera, sus palabras me ponían a pensar.

      No soy bipolar, o quién sabe, pero sí he tenido mis días, mis horas y mis segundos en los que he parecido una veleta. Como ocurría cuando me despertaba, levantaba la persiana, dejaba que entrara el viento de la madrugada y me decía a mí misma que iba a tener un día maravilloso. Después, al regresar del baño, mi mundo se derrumbaba cuando miraba el celular y veía que en el grupo del salón, Los Terribles Despechados, tenía mil seiscientos mensajes sin leer. ¿Por qué me acosté tan temprano? El mundo acabándose y yo durmiendo como un lirón. Entonces desayunaba de mal genio,