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Vindictas


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(otra vez. La aldea) desde hace dos semanas, y es exacto decir: metidos. La paz no ha comenzado a dejarse sentir y cuando la exasperación se infla, uno de los dos explica que es el sol. El sol no es poca cosa, es cierto. Con excepción de las primeras horas de la mañana en que la frescura es deliciosa y Enrique aún duerme mientras yo cruzo la maleza para traer el pan caliente, el resto del tiempo el sol está cayendo, desplomándose sobre nosotros con una crueldad inusitada. No hay quien lo resista. En el café, en el cuarto o en la choza de herramientas los techos trepidan de calor, el mar despide oleadas reverberantes, el cerro adquiere una aureola polvosa y los olivos parecen marchitarse con resignación.

      Nos arrastramos penosamente por los mosaicos fríos buscando un rincón donde dejarnos caer semimoribundos a ver el tiempo transcurrir. Por todas partes hay un silencio agobiante mezclado a veces con el esperanzante chapaleo de alguien que está lavando ropa. Nos rehuimos pero si lo encuentro le propongo ir a tomar algo al café. Nos adentramos tristes en la maleza seca para salir del otro lado, a la pequeña plaza. Envidio la vida diaria de esas casas que la bordean. En un extremo hay una escalera ancha y blanca con una hilera rígida de olivos muy adustos, un poco más verdes que los otros; sube hacia el monte y de pronto, abruptamente se interrumpe. A veces me voy a sentar ahí y me empapo de sonidos incomprensibles y de olores domésticos. Me siento espantosamente sola; sufro imaginando a Enrique achicharrarse solo en alguna parte.

      Mi amor abandonado, mi nostalgia, es una amenaza que me ronda y que no acepto, no con este calor.

      El techo del café proyecta una sombra larga y delgada del lado que da al mar. Varios hombres se sientan ahí, en silenciosa hilera, mirando. No hay viento; el puerto azul violeta parece un cuadro mal pintado por algún triste artista inglés. Hay que luchar con las avispas que rondan monótonamente las bocas de las botellas. Se ha sabido de alguien que al tragarse una y recibir el consiguiente picotazo murió de la asfixia consiguiente. Enrique lee. Lo veo tan separado, tan sumergido en sí que siento ganas de tocarlo, decir su nombre, saber que está ahí adentro de su cuerpo. Me mira y sonríe con ese gesto nuevo que le ha crecido en los últimos tiempos. No sé qué significa. Sospecho que ha cambiado. Sospecho que está a punto de hacer algo. Sospecho que me odia. Pero está bien, lo veo bien, tal vez esté encontrando esa paz que yo no siento aún, a lo mejor ha comenzado a diluirse en este pueblo duro e impenetrable que es ahora nuestro mundo.

      Frente a nosotros, al borde del agua, Irini lava unos pescados. No creo que piense ni se diga cosas. Creo que más bien se vuelve un poco esto que está haciendo. El agua hace brillar sus manos rojas y rugosas. Me da un poco de envidia.

      A los americanos no los volvimos a ver porque hemos decidido no venir al café de noche. Comemos en la casa (junto al baño que no tiene agua) y a veces, al atardecer venimos a tomar un ouzo. A ver la puesta de sol. A veces. A mediodía nos vamos a nadar a nuestra roca porque aquí, en esta costa no hay arena. Para llegar allí hay que bordear el puerto y seguir una vereda que es la misma que conduce al faro abandonado. A medio camino hay un recodo que desciende abruptamente hasta esta roca plana y toda lisa. Sombra no hay, pero no nos importa. El primer clavado lava todo. Lo veo sumergirse y salir un poco más adelante con un placer goteante en la cara. Me invade una esperanza absurda y me echo yo. Nadamos y volvemos a la roca para fumar, leer, hablar un poco. Con cuidado, porque si no al final quedamos frente a frente, los odios intactos, todo el resentimiento abierto. Y sin embargo algo muy delicado e imperceptible casi se está formando. No sé si es compañerismo o una soledad en compañía muy consoladora.

      Luego comemos una lata de sardinas, naranjas con grandes sorbos de retsina, pan. Todos los días lo mismo y cada día una necesidad fresca de los mismos sabores. Con el aceite que queda en la lata hacemos arcoiris en el agua, echamos migas a unos peces de color lodoso que andan cerca de las rocas. Me dan asco sus cabecitas lisas que brotan de unas burbujas gordas.

      Pasamos ahí la mayor parte de la tarde, echándonos al agua cada vez que el sol nos seca. Ya hace dos semanas que hacemos esto y nuestra vida anterior va siendo sepultada por esta repetición callada. Sé que uno se puede habituar a todo, de pronto creo que la repetición inyecta vida, lentamente, nada explosivo, a lo mejor podemos ser felices.

      Cuando volvemos al pueblo nos tomamos de la mano. Saludamos a la gente, un rito imprescindible y exigente. No basta una vez al día. Sé que estamos construyendo una imagen en la que buscamos apoyarnos. Nos empiezan a admitir, a reconocernos. Nos confunden menos con los demás extranjeros. Y cuánto me consuela el plural. Sé que hay una mentira en alguna parte y no me importa demasiado. Me siento hipnotizada por un ritmo que está invadiéndome muy paulatinamente. Me gusta imaginar mi muerte ahora, así, antes de revivir la angustia, el miedo, esa certeza que se me escapa siempre en el mismo momento. No veo nada, no siento nada salvo esta mano que aprieto tanto que Enrique me detiene. Estás llorando. No. Otra vez. Estoy bien, estoy increíblemente bien. Los ojos velados de los griegos han registrado todo.

      En esa cotidianidad perdida de la que hablaba antes, me ponía a espiar a Enrique, lo admiraba al verlo comer con entereza o al verlo despertar por la mañana. Una feroz urgencia me oprimía. No es así, no debe ser así la vida diaria. Dormirse en la angustia hasta olvidarla. Por lo menos buscar otra ciudad, otros colores, otros sonidos. Decidimos venirnos a una isla en Grecia.

      Hoy le dije a Enrique que pensaba escribir sobre lo sucedido. Se enojó. Dejó salir de pronto toda la furia de estos últimos meses. Todo rabioso dijo que no lo estaba haciendo bien, desde el principio, dijo, no lo has estado haciendo bien. Había venido aquí a olvidar y al parecer no hago otra cosa que recrear lo sucedido. Como si no se notara, finalizó con amargura.

      Me sorprendió que su silencio no fuera la paz que yo creía haber percibido, sino un creciente encono que por fin estallaba casi con regocijo. Quisiera poder explicarle que busco exorcizar una nostalgia que va saliéndose de proporción, que necesito traducirla a un lenguaje frío y tangible que la haga real y vulnerable al tiempo. Pero no es fácil convencerlo. Toda la desconfianza que se ha callado en estos meses ha salido ahora con mi flamante idea que es una buena excusa. Por primera vez sentí cuánto lo he lastimado. Le vi el orgullo herido en la cara y comprendí que era insoportable, y de pronto me oí, me vi hablando como si fuera una convaleciente que empieza a tener ánimos. Quise burlarme de mí y me salió una risa débil, de enferma. Ahora lo veo que se levanta y se va, se mete por el monte hasta perderse por completo. Veo su dolor sin sentir el mío. Es la primera vez, y la compasión que siento se vuelve insoportable. Comprendo que el arrepentimiento no significa mucho más que una cortés palabra que nos damos, y yo quisiera darle algo ahora. Yo le daría mi amor infiel como él lo llama, pero es claro, eso no le va a servir de nada. Ni una prueba tampoco. Prueba de qué. ¿De que no quiero haber querido a otro?

      De todas formas creo que escribir el libro es una buena idea. Sin contar con que además es una actividad y necesito algo, algo que hacer, el tiempo ha cambiado tanto últimamente. Ya tenemos un mes aquí y comenzamos a acostumbrarnos al ritmo de la aldea. Incluso ya nos saludamos cortésmente con los gringos. No nos metemos con ellos (hay tres nuevos), pero se ha establecido un cierto respeto distante. A veces bajamos al café en la noche y los oímos cantar. Pero hay siempre un momento en el día en que yo me siento perdida, son esas horas en que siento pánico ante el blanco espantoso que se forma entre la hora que vivo y la siguiente. Y es que aquí el tiempo alcanza para todo. Para romper una rutina y retomarla sin que haya que perder jamás el ritmo. Cuando llega la noche me siento morir y no exagero. Siento que este vacío se está comiendo mi vida poco a poco. No me atrevo a hablar de esto con Enrique. Cualquier problema de cualquier especie le hace acusarme de indolencia emocional. Es culpa tuya. Tú eres la que no deja atrás lo sucedido. Le brota su expresión dolida que he aprendido a odiar con miedo y luego me sume a mí en esa compasión piadosa que no me gusta porque hace imposible que nos encontremos. Y es simplemente que necesito ocuparme en algo. Como él, que escribe cosas, pensamientos, notas para ese gran libro que va a escribir cuando yo no lo haga sufrir tanto.

      Quisiera saber en dónde empieza nuestro pasado y ahora qué es lo que intenta hacer de nosotros el futuro. Desconfío. A veces me asalta una risa amarga, medio tonta porque nos veo arrastrando desganados esta ilusión de una vida nueva. Y me entran ganas de airear este presente igual que cuando abro las ventanas de la alcoba y sacudo nuestras sábanas con agresividad, más de la necesaria. Quiero que entre el sol, que