Álex Chico

Un final para Benjamin Walter


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el sentido de la vida de un ser humano deberíamos tener la certeza de que podremos asistir a su muerte. Eso fue lo primero que pensé al bajar del tren, mientras seguía las indicaciones del interventor y me encaminaba a la salida. Las dijo el autor por el que me encontraba allí, durante los últimos días de octubre de 2014. El mismo autor que me había empujado a solicitar un permiso en mi trabajo y el mismo al que había estado leyendo sin parar durante los meses previos a mi viaje.

      Tenía anotada la dirección del hotel. Hubiera preguntado a alguien por su ubicación, pero no me crucé con nadie durante un buen rato. A esa hora de la tarde ya había anochecido y todo estaba envuelto en una especie de nebulosa que me hacía avanzar sin rumbo alguno, abandonándome un poco al azar, como quien confía en que después de tantas idas y venidas, después de tanto paseo a tientas, se vea recompensado con el destino que andaba buscando. Así fue: quince minutos más tarde, tras abandonar la estación y bajar una cuesta esparcida de comercios cerrados, me encontré de frente con el Hotel Comodoro. La recepcionista, una mujer de unos cincuenta y pocos años, me acompañó a la habitación. No había mucho que enseñar: una cama, una televisión minúscula, un par de sillas y una mesa. Al lado, un aseo con bañera y una luz parpadeante que no convenía mantener encendida mucho tiempo. Apenas hablé con ella esa noche. Cuando salió, me dirigí al balcón a fumar. Al otro lado de la calle, un edificio municipal tenía en su entrada una fotografía, la de un hombre con gafas circulares que miraba hacia algún lugar fuera de plano. Como yo, también sostenía un cigarro en su mano derecha.

      III

      No había nadie en recepción al día siguiente. Mientras esperaba, paseé por las salas de la planta baja y por un par de habitaciones anexas. En casi todas ellas colgaban de sus paredes cuadros muy similares. Escenas costumbristas en su mayoría. Gente del pueblo cargando bolsas, aperos de labranza, cosas así. La pintora, supe más tarde, era la madre de la propietaria del hotel. En uno de mis cuadernos tengo apuntado su nombre: Ida. No he sabido mucho más de ella. Imagino que existirán otros cuadros en alguna casa familiar, custodiados por algún pariente que aún confíe en que esas escenas rurales se revaloricen con el paso del tiempo. Algo así como el vestigio de un modo de vida que se extinguió y del que ahora no queda nada. Los edificios aún con vida, la vegetación urbana, las vistas desde la bahía o desde alguna colina cercana, las calles bulliciosas, todo eso permanece ahora fijado en varios lienzos colgados sobre la pared de un hotel. Tal vez de aquí a unos años no existan más que esas escenas para demostrarnos que en este lugar del mundo vivió alguien, que en este rincón había casas habitadas y calles que conducían hacia la playa. Posiblemente Ida pintara lo que veía desde su balcón, o quizás precisara de sus propios recuerdos para dibujar escenas del pasado. Puede que esa vocación, la necesidad de fijar todo lo que sucede a nuestro alrededor, la voluntad de que nuestra mirada no se pierda en algún punto, nos ayude en un futuro a reconstruir los cimientos de un pequeño pueblo nacido de la nada, enclavado entre las últimas montañas del Empordà, perdido en una frontera hoy abandonada.

      Casi por inercia, mis primeros paseos por el pueblo me condujeron al mar. O a esa esquina del mar que hace del Mediterráneo un lago de aguas detenidas. A un lado y a otro se abrían interminables senderos que cruzaban la montaña hacia arriba o se adentraban en caminos paralelos a la línea del mar. Al fondo, la ruta se perdía entre las rocas y el agua, evadiéndose en la lejanía, como si al atravesarlo ya no pudiéramos regresar por donde vinimos y esa ruta medio oculta nos hiciera desaparecer por completo.

      No me crucé con mucha gente aquel primer día, tampoco en los días posteriores. Su ambiente semivacío era similar al que me encontraba en la terraza del Hotel Comodoro. Con sus mesas y sillas metálicas, su parra desnuda trepando por las paredes, solía recordarme a un viejo balneario perdido entre montañas, alojando a los últimos clientes poco antes de cerrar la temporada. O de cerrar para siempre.

      Tal vez esperara a más gente recorriendo sus calles, más locales abiertos, más actividad, la mínima que uno presupone en un pueblo de costa, aunque no sea durante los meses de verano. Apenas sabía de Portbou. Pensaba que su vida no era muy distinta a la de otros lugares de la zona. Sospechaba un verano atestado de turistas y un invierno tranquilo, pero no vacío. Nunca he visitado el pueblo en julio o en agosto, por eso no sabría decir si Portbou es tal y como lo imagino durante las vacaciones estivales. Lo que sí sé es que su temporada baja, esa horrible denominación que emplean las cadenas hoteleras para hablar de ciertos meses, es más baja de lo que pensaba.

      No tardé en conocer el motivo. Lo supe durante los primeros días de mi llegada a Portbou, mientras echaba a caminar por las calles del pueblo y mantenía conversaciones dispersas con los pocos habitantes que salían a pasear o con los dueños de los comercios que aún estaban abiertos. Así logré construir poco a poco una composición de lugar, una idea aproximada de lo que había ocurrido en todo este tiempo. Porque allí había sucedido algo y por ese motivo su fisonomía, su forma de ser y de estar en el mundo, había sido modificada. La piel de un territorio es tan fina, tan permeable, que cualquier cosa que suceda lo cambia para siempre. Basta con echar la vista atrás y ser capaces de identificar cuáles son las causas que han provocado esa trasformación. Una suma de azares que se convierten en una certeza casi material o en una constatación invisible. Como la ausencia de gente mientras me dedicaba a pasear solo, sin cruzarme con nadie.

      IV

      No sólo aquel primer día, también durante el resto de días que pasé en Portbou, solía sentirme como el único habitante de la zona. Caminaba solo casi todo el tiempo. Poco importaba que tomara una calle hacia la estación o un sendero que me llevara al cementerio, sobre la colina. Con frecuencia tenía la sensación de que yo era el último habitante vivo que aún rondaba por el pueblo. Aunque, si lo pienso bien, no creo que existan los paseos completamente solitarios, porque siempre aparece una muchedumbre de ausentes que se proponen acompañarnos en el camino, como cuando uno escribe en una casa vacía y, a medida que se añaden frases a la página en blanco, se van iluminando poco a poco el resto de habitaciones.

      Esa muchedumbre de ausentes existió y no quedaba lejos del todo. Sólo era necesario mirar a la frontera para que el paisaje que tenía alrededor adoptara una forma distinta. Parecía un territorio plagado de fantasmas, de sombras que nos persiguen y que, al mirarlas de nuevo, desaparecen de la pared. Sólo era necesario volver a la estación internacional de tren y una vez allí preguntarse por qué existe un lugar como ese, perdido en un rincón del mapa. Ahí está la clave, en cuestionar el pasado para tratar de entender un poco mejor nuestro presente. Y lo que sucedió en Portbou resulta casi tan inexplicable como lo que sucede ahora.

      Teresa, de información y turismo, fue la primera que me explicó la historia. Trabajaba en un centro de atención al visitante, uno de los puntos neurálgicos del pueblo, si es que podemos hablar de punto neurálgico en un lugar tan pequeño. Era una mujer amable, entregada a su trabajo, una apasionada de la historia de su pueblo, aunque lo escondiera con frecuentes reproches. Me ofreció toda la atención posible. A veces interrumpía su charla para atender a otros viajeros. Conmigo estableció una especie de camaradería, de confianza, la suficiente como para que la esperara si tenía que atender alguna llamada o debía indicar algún que otro dato a los pocos turistas que entraban en la oficina.

      Charlamos un buen rato, una conversación que repetimos varias veces durante las semanas siguientes. En todas esas charlas, aceleradas y a trompicones (no paraba de hacer varias cosas al mismo tiempo), planeaba siempre la misma pregunta: por qué nace un pueblo y por qué muere. O dicho de otra forma: por qué todo azar lleva implícito su propia condena. Ese es, en resumen, su versión de los hechos. Un pueblo que nace de la nada, al que la casualidad o el capricho le lleva a sufrir un importante crecimiento, y al que pasados los años se abandona, regresando al lugar de donde había salido. Peor aún, porque ese final ha tenido un origen, un comienzo, pero un origen y un comienzo que pocos o muy pocos recuerdan.

      V

      La historia de Portbou es breve. En realidad, no hace falta remontarse muchos siglos atrás, aunque tal vez exista un sinfín de sucesos previos