Joseph Ratzinger

Verdad, valores, poder


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por caso, se toman volubles ideas sin fundamento cuando se hace depender el juicio moral de la veleidad o el capricho. Sobre tan inestable suelo no es posible levantar el sólido edificio moral. La tarea humana de saborear la existencia y comunicar lo mejor de ella a los demás deja de ser un mandato terminante y se convierte en fantástica quimera. El desagrado que «una nación debe sentir cuando otra cualquiera es insultada y ofendida», el «odio que despierta el violador de los derechos de los demás que insulta arrogantemente las costumbres y opiniones ajenas», por decirlo con palabras de Herder, pierde su condición de repulsa y se convierte en censura tímida, dispuesta siempre a cambiar la reprobación en complacencia cuando las circunstancias lo aconsejen. La instauración de la armonía entre los hombres, la creación de un mundo humano mejor, tan ardientemente anhelado por Novalis, se desprestigian como grandiosas utopías. La completa reconciliación humana, sublimada literariamente por Thomas Mann en su Joseph Tétralogie, es desdeñada como un mito iluso engendrado por la mente febril del artista. La unidad e igualdad entre los hombres, cuya proclamación resulta especialmente necesaria en épocas de creciente fragmentación, imparable orgullo nacionalista y enemistad ideológicamente prescrita entre pueblos, razas y creencias, es considerada como una amenaza para la heterogeneidad deformas de vida y sistemas normativos. La sustitución del odio y el desprecio por la reconciliación y la paz es tildada de ilusa esperanza amenazadora del disenso. Cualquier programa de entendimiento ecuménico resulta irrealizable cuando se ignora la perspectiva incondicional de lo bueno.

      El paradigma ético de la democracia vacía sanciona la fluctuación como base de la vida, e invita a sustituir las afirmaciones tajantes por prudentes circunloquios del tipo «sí... pero». Esa actitud desconoce el significado genuino de la perspectiva ética, sin la que el discurso moral se convierte en retórica insustancial. ¿No es sin ella mera monserga trivial la apología de Lyotard en favor de la justicia como «hacer justicia a la pluralidad»? ¿No haría falta percibir horizontes de incondicionalidad para fundamentar el respeto categórico a la propia especifidad? ¿No es preciso reconocer que el bien es frontera de los pactos posibles para condenar las injusticias a la pluralidad? ¿Cabe establecer, sin abrirse al horizonte incondicional de lo bueno, que la democracia es la única forma de organización social a la altura de la conciencia emancipada del hombre de finales de siglo? ¿Es posible entender la exigencia de validez universal de los derechos humanos al margen de la perspectiva ética? ¿No supone el otro —un ser moral personal del que no se puede disponer— un límite del derecho a la diferencia?

      Nada muestra mejor la incondicionalidad del bien que su intrínseca referencia al Absoluto, sin el que la moral corre el peligro de convertirse en ideología oportunista al servicio del medro y la ganancia. Cuando se cree exclusivamente en un «dios menor», como el éxito, el dinero, la fama, el poder o el goce, los principios morales tienden a separarse del principio que los fundamenta. Dejan de ser valores absolutos y se convierten en estrategias de acción acomodadas a las circunstancias. La animosidad contra el deber y la crítica mordaz de virtudes como el dominio de sí, la templanza, la decencia, el pudor, el orden o la disciplina, reprobadas irritadamente por Nietzsche como «virtudes burguesas», son consecuencia del vano empeño en fundamentar la moral al margen de la religión. Cuando el incondicional horizonte de la moralidad degenera en rigorismo rutinario asentado en el imperativo categórico, las palabras «bueno» y «malo» pierden significación filosófica, se trivializan y convierten en instrumentos de propaganda social. La mejor expresión literaria de una concepción insustancial de la moral, que tiene lugar cuando es privada del carácter incontrovertible que le presta el Absoluto, es seguramente Buddenbrooks, una obra juvenil de Thomas Mann, cuyo principal objetivo es poner de manifiesto cómo el olvido del Dios trascendente impide asentar sólidamente valores absolutos.

      José Luis DEL BARCO

      [1] F. Dostoïevski, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1982, p. 1648.

      [2] P. 84.

      [3] Cfr. ibid., pp. 87-89.

      [4] Ibid, p. 93.

      [5] Ibid., p. 36.

      [6] J. A. Marina, Ética para náufragos. Anagrama, Barcelona 1995, p. 9.

      [7] Cfr. R. Rorty, The Priority of democracy to Philosophy, en M. Peterson y R. Vaughan (eds.) The Virginia Statute of Religious Freedom, Cambridge, 1987.

      PRÓLOGO DEL AUTOR

      LOS TRES ARTÍCULOS REUNIDOS EN ESTE breve libro surgieron por motivos muy diferentes. Pero en el fondo de todos ellos se esconde la misma pregunta. El primer trabajo es la versión alemana de mi discurso de agradecimiento, pronunciado en la sala de cúpulas de la Académie Française en noviembre de 1992, al ingresar en la Académie des Sciences Morales et Politiques. Según la tradición, el nuevo miembro debe ensalzar en el acto al predecesor cuyo lugar ocupa ahora. En mi caso el predecesor era Andrei Sajarov, con lo que el tema de mi disertación estaba decidido de antemano. Sajarov fue grande como físico, pero sobre todo fue grande como hombre, como intrépido y apasionado luchador por la dignidad y la libertad del hombre. Sajarov aceptó el precio del sufrimiento que le impuso el régimen comunista, cuya mendacidad e inhumanidad destapó ante los ojos del mundo. La opinión pública lo admiró por ello, pero no quiso renunciar a su flirt con la ideología que tanto sufrimiento había causado al físico. Siguiendo la tradición de la Académie, mi discurso no podía ser una pura elegía, una alabanza retrospectiva del gran predecesor. De su figura emergía la pregunta sobre cómo formar en nuestros días una comunidad nacional en libertad. Para ello hacía falta considerar el contenido ético de la libertad humana como realidad que solo se puede vivir en un ámbito de responsabilidad compartida.

      El marco temporal previsto tan solo permite alusiones aforísticas a algunos puntos de vista relevantes. La ocasión me permitió echar mano de un discurso pronunciado en 1992 en Bratislava, capital de Eslovaquia, ante un nutrido auditorio. Tras el fin de la dictadura comunista se planteó en el país con gran urgencia y absoluta concreción la pregunta sobre el modo de construir un Estado nuevo y justo, de organizar y garantizar la libertad sin menoscabar la justicia. La conferencia de París y la de Bratislava, que constituye el tercer capítulo del libro, están totalmente entrelazadas entre sí. En París traté de examinar de nuevo, a partir de la figura concreta de Sajarov, lo que en la capital eslovaca había presentado previamente sirviéndome de hechos objetivos. El segundo trabajo de este libro menudo fue bosquejado por primera vez para la reunión de obispos americanos celebrada en Dallas en la primavera de 1991, en la que se sometió a debate el problema de los fundamentos de la Teología Moral. La versión alemana del trabajo fue dedicada al amigo y colega en Tubinga, Max Seckler, con ocasión de su 65 aniversario, y publicada en el escrito conmemorativo aparecido para celebrar el acontecimiento. El problema que plantea es anterior al de los capítulos primero y tercero, y en cierto modo se puede considerar como fundamento de ambos. Cuando lo moral es una realidad interior y el hombre se eleva interiormente por encima de sí mismo, la moralidad y la libertad dejan de ser antagónicas para convertirse en realidades que se basan la una en la otra y se requieren recíprocamente. La pregunta acerca de la libertad política se debe poner al lado de la pregunta acerca de la libertad moral, que ha de intentar esclarecer de dónde recibe su ser propio y su verdad. En este momento la pregunta acerca de Dios se incorpora irremisiblemente a la pregunta acerca del hombre. Pero la pregunta sobre Dios no se puede plantear de forma abstracta, es inseparable del encuentro de la historia humana con Jesucristo. Yo no quisiera ocuparme de estos difíciles problemas de forma sencilla y puramente teórica. Por eso he tratado de desarrollarlos apoyándome en la experiencia concreta de mi propio itinerario intelectual. Tengo la esperanza de que así se percibirá, más allá de la mera sabiduría escolar, lo esencial con todo su realismo humano.

      Roma, 6 de agosto de 1993.