Arwen Grey

Mi honorable caballero - Mi digno príncipe


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      —¿No tienes ganas acaso de volver a ver tu tierra, amigo?

      Benedikt frunció el ceño.

      —Inglaterra no es mi tierra, te recuerdo que hace siglos que no piso esa húmeda isla. Para mí, mi tierra es Rultinia. Y en todo caso, aunque lo fuera, nada de interés me espera allí. Ya me imagino con espanto las veladas y los tés con las señoritingas que se desmayarán cuando les hables de las escaramuzas con los franceses. Si pudiera ahorrármelos, sería el hombre más feliz del mundo.

      Charles refrenó su caballo y se colocó a la altura del escocés, que lucía más pelirrojo y taciturno que nunca.

      —Entonces, ¿es cierto que han tenido que obligarte a embarcar hacia Inglaterra? ¿Qué es lo que odias de este lugar? Yo lo encuentro delicioso —bromeó Charles, haciendo caso omiso del gesto de disgusto de su amigo.

      La mirada de Benedikt se perdió en el infinito. Hacía años que estaba al servicio del príncipe Peter de Rultinia, un diminuto reino de la costa mediterránea que luchaba por su supervivencia. Había salido de su país natal muy joven sin saber que iba a recalar allí, y apenas había vuelto a cruzar sus fronteras. Lo más probable era que jamás lo hubiera hecho de no ser por la guerra que había amenazado la existencia de lo que consideraba su hogar. De hecho, si el joven príncipe no se hubiera unido a la Coalición, junto a Inglaterra, Portugal, el Imperio Ruso y los demás países que habían sabido mantenerse fuertes frente al poderío francés, en ese mismo momento Rultinia sería pasto de los buitres, hecho que hubiera aprovechado a placer el hermano bastardo del príncipe, Joseph, que había jugado a dos bandos durante buena parte de la contienda, hasta que vio hacia qué lado se decantaba.

      Por desgracia, a pesar de todos sus esfuerzos, no se había podido demostrar que Joseph había estado detrás de la conjura para derrocar a Peter en su ausencia. Con un suspiro de agotamiento recordó que ahora Joseph y su hermano, su príncipe, a pesar de ciertas tensiones en las que se habían visto envueltos varios de sus caballeros, Benedikt entre ellos, se habían reconciliado, por lo que debía mostrarse amable con él. Por mucho que lo intentara, jamás lograría disimular el desagrado que sentía en su presencia. Nunca dejaría de sospechar de él ni de su actitud, por mucho que su señor se lo ordenara. Era su deber como caballero protegerle, aunque fuera de sí mismo. Por eso había viajado a Inglaterra, aunque odiaba el clima frío y la lluvia sobre todas las cosas.

      Se le escapó una sonrisa sin querer. Debía de ser el único escocés en el mundo que odiaba la lluvia y el frío.

      Se dio cuenta de que Charles esperaba una respuesta, así que lo miró sin poder simular su inquietud, pues sabía que, en ciertos aspectos, él compartía sus sospechas.

      —Puede que Napoleón haya dejado de ser un peligro, pero hay otras sombras que acechan —murmuró Benedikt, apuntando con la mirada hacia Joseph que, quizá notándolo, se volvió hacia ellos y los saludó, tirante.

      Charles sonrió, cándido. Cuando sonreía así parecía más joven de los veinticinco años que tenía.

      —Ves nubes donde no las hay, amigo. Ahora eso pasó. Joseph ya no es ningún peligro para nuestro señor.

      Benedikt no dijo nada, se limitó a observar cómo Charles volvía a dejarse llevar por las prisas y aceleraba. De pronto recordó que el conde sí tenía motivos para sentirse feliz de estar en aquella desangelada tierra. Debía de estar incluso impaciente por llegar a su destino, el muy iluso.

      Bendita juventud. Se preguntó si él alguna vez había sido tan joven e inconsciente. Con un suspiro, arreó al caballo para ponerse a su altura, no fuera a ser que, para cuando llegara, el muchacho hubiera cometido alguna tontería, como casarse…

      Dos

      Si lord Leonard Ravenstook había derramado lágrimas de alegría al enterarse del final de la guerra, no fue menor su felicidad al recibir una carta que solicitaba asilo durante no menos de un mes para Su Alteza Real el príncipe Peter de Rultinia y su séquito.

      La misiva del joven, con el que el anciano había trabado conocimiento en las reuniones previas a la guerra en la corte londinense, era cortés y simpática, y lord Ravenstook, que adoraba recibir visitas, sobre todo si se trataba de gente joven y gallarda, no dudó en contestar a vuelta de correo que tanto el príncipe como sus hombres serían recibidos en su hogar durante tanto tiempo como desearan. De hecho, le dijo, si su visita se prolongara durante dos meses o más, él sería el hombre más feliz del mundo.

      No escapó al anciano que el motivo de que el joven príncipe no regresara a su país era la inestabilidad reinante todavía en el continente. Se sabía que había bandas de hombres que se dedicaban al pillaje por doquier en el país y no hacía tanto tiempo que su hermano bastardo Joseph había ofrecido a Napoleón su reino a cambio de la corona, aunque fuera a costa de la cabeza de su propio hermano. Cierto que esto no era del dominio público y que Peter parecía incapaz de creer que su hermano fuera capaz de algo tan terrible, pero no por ello dejaba de ser verdad. Tampoco se le escapaba que Peter, a pesar de los consejos de sus ministros y otros caballeros mayores y quizás más prudentes, había preferido perdonar a Joseph cuando este solicitó su perdón al rechazar el emperador francés su plan, acosado ya por todos los frentes y cercana su derrota. Solo el amor filial podía hacer que Peter perdonase una traición semejante.

      Contempló la carta con el ceño fruncido antes de dejarla sobre el escritorio de caoba, cuya superficie marcada por los años y el trabajo acarició con cariño. Quizás debería aprovechar la visita para tener una pequeña charla con el príncipe, se dijo con un ligero gesto de la cabeza.

      Los gritos de las muchachas atrajeron su mirada.

      Al fin había dejado de llover y Cassandra, cansada ya del encierro, corría por el jardín como una niña, agitando las flores y salpicando con el agua que caía de ellas a su rubia prima. A veces lo sorprendía esa joven, tan firme y testaruda en ocasiones, y tan jovial y ligera como una niña en otras. Su pequeña, en cambio, era toda modestia y pudor. Juntas eran la mujer perfecta.

      Ese pensamiento le arrancó una sonrisa.

      Salió del despacho y le dejó la carta a Ursula, el ama de llaves, para que la llevara al correo urgente. Esta se alejó con una reverencia formal y lo dejó a solas junto a la puertaventana que daba del salón al jardín.

      Observó a su hija y a su sobrina durante un par de minutos más, hasta que su hija, quizás notando su mirada, se detuvo y lo miró, sonrojada por su indecoroso comportamiento. Lord Leonard Ravenstook sintió un tirón de pena en el corazón. Era tan parecida a su madre que era como si la estuviera viendo en ese mismo instante, con su cabello rubio y aquellos ojos azules dulces e inocentes, su rostro lleno y de labios rojos. Si Mary no le hubiera sido arrebatada tan pronto…

      Como si adivinara sus tristes pensamientos, Iris se acercó a su padre y lo abrazó en silencio.

      —¿A qué viene tanto amor? —preguntó el anciano, socarrón.

      Ella se separó y lo miró con una dulce sonrisa. Se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla.

      —¿Hace falta un motivo para besar al padre más maravilloso del mundo?

      Lord Ravenstook rio ufano.

      —Si haces eso sin motivo, qué no harás cuando sepas lo que he venido a contarte.

      El anciano les habló de la carta del príncipe y de su próxima visita, sin poder ocultar su entusiasmo.

      Cassandra estrujó en su mano una rosa y dejó caer al suelo los pétalos humedecidos por la lluvia nocturna. Después contempló sus manos, teñidas de un leve tono rosáceo, antes de limpiárselas con un pañuelo de batista que sacó de un bolsillito oculto en un pliegue de la falda.

      —Y dime, tío, ¿traerá el príncipe a todo su séquito? —preguntó como al desgaire, sin alzar la vista de su tarea, que consistía en limpiar cada dedo con delicadeza y minuciosidad, sin dejarse ninguna arruga ni recoveco—. ¿No deberían algunos de ellos volver a su