Margarita Norambuena Valdivia

El Zodiaco


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       El ZODIACO

       El regreso de Leo

      Margarita norambuena Valdivia

      © Margarita Norambuena Valdivia

      © Pehóe Ediciones

      ISBN Edición digital: 978-956-9946-80-6

      Ilustrador: Shukei

      Editora: Mara Camargo

      Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com [email protected]

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      por Margarita Andrea Norambuena Valdivia

       Para Pablo Andrés Lezana Illesca,mi mentor, colega y amigo.

      ÍNDICE

       Prefacio

       Aries

       Sagitario

       Piscis

       Tauro

       Escorpio

       Libra

       Capricornio

       Virgo

       Acuario

       Cáncer

       Leo

       Alpha Leo

       Géminis

       Epílogo

       Agradecimientos

      PREFACIO

      El reloj marcaba las cuatro con cuatro de la madrugada cuando el vehículo comenzó a desplazarse sobre la gravilla del callejón que se formaba entre la parte de atrás del teatro principal y el muro trasero de una serie de cafés y restaurantes.

      El auto se detuvo al llegar a una bodega ubicada casi a la mitad del callejón. El motor aún ronroneando, perturbaba con un sonido casi gutural el silencio de la noche. Los focos delanteros alumbraron la entrada de la pieza de metal, imponiéndose sobre la escasa iluminación procedente de la gran avenida a un par de metros, y del alba que comenzaba a pelearse por emerger en el horizonte.

      El reloj marcó las cuatro con siete cuando la puerta trasera derecha se abrió rompiendo la monotonía de la escena. Un par de mocasines dudó una fracción de segundo al enfrentarse a la gravilla de la superficie, pero al final descendió con convicción, dando paso a un varón.

      El hombre se enderezó revelando su gran altura y se ajustó los guantes blancos antes de comenzar a caminar hacia la entrada de la bodega. Sus pisadas, firmes y amplias, resonaban con un crujido que parecía trizar cada una de las pequeñas piedras bajo sus pies.

      Cuando llegó a la entrada principal tomó su bastón y lo empleó para empujar la puerta solo lo justo y necesario para lograr su cometido: la puerta se abrió con un movimiento perezoso, venciendo a penas la inercia.

      Se quedó un momento contemplando el umbral antes de usar nuevamente el bastó como una extensión de su mano para encender el interruptor. La iluminación produjo tal contraste de luces, que el dueño del bastón se vio forzado a pestañear un par de veces antes de identificar el vacío interior.

      El hombre entrecerró los ojos mientras observaba a su alrededor y acariciaba la pieza de ámbar transparente que coronaba su bastón, desviando la mirada de vez en cuando a la viuda negra vitrificada en el centro de la gema.

      Antes de que pudiera proceder de alguna forma, su intromisión alertó a quienes se encontraban en la sala contigua.

      — Oh!, señor, es usted. —comentó quien salió a su encuentro. Un hombre vestido con la indumentaria de la guardia oficial de lord Leiton. —No creí que se molestaría en venir, Sir Bertholy, no era necesario. —aseguró, inclinando unos veinte grados su tronco hacia abajo, brazos y manos pegadas a sus costados, cuerpo rígido.

      El recién llegado observó al oficial de pies a cabeza y compuso una sutil mueca de desagrado que provocó que su interlocutor tragara con dificultad antes enderezarse.

      — Yo… yo… yo… —comenzó a tartamudear el oficial al servicio de lord Leiton, sin tener del todo claro qué había hecho mal como para recibir esa reacción del hombre frente a él.

      — ¿Dónde están? —preguntó ignorando el tartamudeo del oficial; su voz era grave y potente, revestida con una autoridad que cosquilleaba de modo bastante desagradable en la nuca, como si una ráfaga helada de pronto subiera por la espalda hasta revolotear en la base de la cabeza.

      — Por aquí. —le contestó mientras se hacía a un lado y le cedía el paso hacia el interior de la siguiente habitación.

      Nada más ingresar y contemplar la escena cubrió su boca y nariz con el envés de su mano izquierda. No parecía especialmente afectado por la situación, ni siquiera por lo grotesco de la vista, salvo quizás por el hedor que despedía.

      Era una estancia de tres por tres metros, con una silla de madera ubicada justo al centro. En cada una de las patas delanteras se encontraban apoyados dos cadáveres de hombres que bordeaban los treinta años.

      El cadáver del lado derecho estaba decapitado, su cabeza se encontraba sobre la silla y le faltaban ambos ojos; al otro cuerpo le faltaba todo el brazo derecho y además del evidente disparo de gran calibre en la cabeza, había recibido otro que le había destrozada el pie. Una gran cantidad de sangre seca teñía el asiento de la silla, sus patas y gran parte del suelo del lugar.

      — ¿Por qué apesta tanto? Creí que apenas llevaban unas horas así. —Bertholy arrugó la nariz y observó alrededor sin quitar la mano del rostro.

      El oficial que lo había guiado hasta allí lo observó un momento sin estar seguro de si era una pregunta que debía o no ser contestada. Por suerte no tuvo que escoger, el único otro ocupante del lugar salió a su rescate.

      — Oh, la peste es cosa mía. —contestó un joven de unos veinte y pocos, de piel color café con leche y cabello rubio peinado como mohicano.

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