Alberto Vazquez-Figueroa

Trilogía Océano. Maradentro


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algo más. –Le miraron.

      –¿Qué?

      –No lo sé, pero te conozco y presiento que sabes algo… ¿Qué ocurre? ¿Se te ha aparecido algún muerto y te ha contado cosas que los demás no debemos saber?

      –Hace tiempo que no me visitan.

      –¿Entonces? ¿A qué viene ese interés por cambiar de vida? Siempre creí que lo único que deseabas era regresar a Lanzarote y que todo fuera como antes.

      –Nada será nunca como antes. Han ocurrido demasiadas cosas… Si nosotros no somos los mismos, ¿cómo pretendes que los demás lo sean? Yo lo único que sé es que estamos aquí, pasando de largo ante las puertas de uno de aquellos mundos fabulosos con los que soñábamos de niños, y que tal vez algún día nos arrepintamos de no haber sido capaces de echarle siquiera una ojeada… –Extendió la mano y acarició con afecto la de su hermano mayor–. Y me dolería imaginar que durante todo el resto de vuestras vidas me culparíais por no haberlo hecho.

      –Sabes que jamás te culparíamos.

      –Tal vez vosotros no, pero yo sí. Yo me culparía por haber sido, como siempre, un lastre… –Sonrió con aquella sonrisa suya que parecía iluminar el mundo–. Papá decía que nunca hay que arrepentirse de aquello que hicimos, sino de aquello que nunca nos atrevimos a hacer…

      Las noches sobre las aguas del Orinoco parecían diferentes a todas las demás noches del planeta, porque a un lado tan solo mugía de tanto en tanto una vaca, relinchaba un caballo o cantaba un «yacabó» solitario, mientras que al otro, la algarabía de los cien mil habitantes de la espesura no consentía un minuto de descanso, y podría creerse que establecían un turno rotativo despertándose o asustándose continuamente los unos a los otros para así mantener latente aquella eterna explosión de vida consustancial a la existencia de la jungla guayanesa.

      A intervalos, una oscura nube surcaba el cielo descargando a su paso cortinas de agua, como si más que de un fenómeno atmosférico se tratase de una gigantesca esponja que un dios burlón se entretuviera en empapar en el río para escurrir más tarde sobre los habitantes de sus orillas, disfrutando al escuchar sus gritos de protesta y sus malhumoradas interjecciones.

      Luego hacía su aparición una luna en creciente que sacaba destellos a las gotas que iban resbalando sobre las hojas y las flores, y que rielaba sobre la tersa superficie de un río que se ensanchaba, aquietándose, como si buscara descansar tras su largo y agitado corretear por entre islotes, cañones y raudales.

      Una suave brisa del sudoeste mantenía a los mosquitos en las charcas de la llanura y refrescaba el aire tras todo un largo día de calor húmedo, pegajoso y asfixiante, y la noche era por tanto el momento que Yaiza elegía para sentarse a proa y meditar sobre cuanto había acontecido en los días anteriores, y sobre aquella cercana selva que ejercía sobre su ánimo una profunda fascinación y al propio tiempo instintivo rechazo.

      Aunque nadie se lo hubiera dicho y ningún difunto hubiera acudido en los últimos tiempos a hablarle del pasado –o del futuro–, Yaiza «sabía», con aquella particular percepción que siempre había poseído, que de algún modo su vida se encontraba ligada al agreste territorio que se iba deslizando junto al barco y la densa espesura guayanesa, y sobre todo sus altas mesetas de caprichosas formas actuaban como un gigantesco imán contra el que se esforzaba por luchar, aun presintiendo que semejante lucha constituía una batalla perdida de antemano. La aparición del hombre de la curiara se le antojó un aviso de que su largo viaje hacia el mar iba a truncarse, porque desde el primer momento creyó descubrir en él rasgos ya conocidos, como si –aún sabiendo que era imposible– imaginara que lo había visto antes o percibiera inexplicables detalles familiares en su rostro o en su forma de hablar y de moverse.

      ¿A quién le recordaba?

      Buscaba inútilmente en su memoria aquella voz, aquellas facciones o aquella confianza en sí mismo, pero no obtenía respuesta a sus preguntas, y de igual modo se esforzaba por averiguar por qué en un determinado momento –cuando aferró su vaso– tuvo la sensación de que no era la primera vez que se enfrentaba a aquellas manos, largas, fuertes y nervudas.

      Más tarde, al verle perderse de vista en la curva del río, experimentó un extraño desasosiego, como si su rápida marcha no estuviera prevista, ya que hubiera deseado que continuara hablándoles del universo diferente y misterioso que se iniciaba allí, en el punto exacto en que los bejucos y las lianas caían a plomo sobre el agua permitiendo que la corriente los arrastrara.

      El húngaro buscador de diamantes había inquietado a su madre y había despertado la curiosidad de sus hermanos, pero para Yaiza había constituido sobre todo una decepción, puesto que en un principio imaginó que era aquel «algo» que estaba esperando desde hacía varios días; un «algo» que, sin embargo, no había cristalizado, desapareciendo de su vida casi con la misma rapidez con que había llegado.

      ¿Por qué no se quedó a contarles más cosas sobre los diamantes? ¿Por qué no les habló de las tribus que se encontraban en lo más profundo de la floresta, las fieras de la selva, o los animales prehistóricos que tal vez habitaban en la cumbre de los tepuys que se vislumbraban más allá de las copas de los más altos árboles?

      ¿Quién era aquel Barrabás que había encontrado el mayor diamante de la historia de Venezuela, y qué había hecho con la fortuna que la suerte tuvo el capricho de ofrecerle? ¿Por qué la mina en la que descubrió la piedra estaba abandonada y por qué sus anteriores propietarios se marcharon cuando tenían al alcance de la mano un diamante de ciento cincuenta quilates…?

      De niña, Yaiza amaba sentarse en el patio trasero de su casa y escuchar las mágicas historias del abuelo Ezequiel o las exageradas aventuras marineras de Maestro Julián, el Guanche, al igual que amaba las novelas de Salgari o Julio Verne, y aún recordaba los grabados a pluma con que un fantasioso dibujante había intentado captar las aún más fantasiosas visiones de Conan Doyle y su Mundo perdido, aquel libro sobre unas negras y misteriosas mesetas que entonces se le antojaba tan distante como la propia luna, pero que ahora vislumbraba sin tomar conciencia de que era hasta allí hasta donde volaba su imaginación cuando se preguntaba si existirían en verdad lugares semejantes.

      La corta visita del húngaro de la cicatriz en la mejilla y los ojos de agua le habían devuelto a sus sueños de niña o al descubrimiento de que aquellos grabados a plumilla cobraban vida saltando de las páginas de un libro para confirmarle que aún se podían encontrar oro, diamantes e indios salvajes en las montañas y quebradas que se distinguían en la lontananza, para esfumarse luego como si su tiempo de vida real se hubiese consumido y se viera obligado a regresar –como en los cuentos– a las páginas del libro del que se había escapado.

      ¿Qué edad tendría?

      Resultaba difícil calcularlo porque su piel entretejida de finas arrugas no parecía concordar con la viveza de sus ojos o la espontaneidad de su sonrisa, y aunque probablemente había superado con mucho el medio siglo, cabría imaginar que –al igual que los personaje de los libros– era un hombre sin edad que así había nacido, así había vivido y así seguiría siendo cuando todos cuantos le habían conocido llevaran más de cien años muertos y enterrados.

      Ni tan siquiera su nombre recordaba; tan solo que el fondo de sus ojos se encontraba saturado de miles de paisajes e infinidad de recuerdos amargos que sin embargo no habían hecho mella en su ánimo, como si su alma hubiera sido templada de tal modo que ningún acontecimiento consiguiera quebrantarlo.

      –Un hombre extraño, ¿verdad…? Extraño y fascinante.

      Su madre había surgido de las tinieblas, y tras acariciarle suavemente el cabello tomó asiento a su lado y juntas contemplaron cómo se esforzaba la luna por abrirse camino entre espesas masas de nubes.

      –Me gustaban las cosas que contaba.

      –A mí, no. Son cosas para escucharlas a miles de kilómetros de distancia, y no aquí cuando se tienen tres hijos con la cabeza