>
Estás en mis manos
Victory Storm
©2021 Victory Storm
Título original: Sei nelle mie mani
Traducción de Xavier Méndez Martínez
Editorial: Tektime
Cubrir: Diseño gráfico Victory Storm
El Código de la Propiedad Intelectual prohíbe la copia o reproducción destinada a un uso colectivo. Toda representación o reproducción integral o parcial hecha para cualquier propósito, sin el consentimiento del autor, o de sus derechohabientes o causahabientes, es ilícita y constituye una falsificación, según los términos legales L.335-2 y siguientes del Código de la Propiedad Intelectual.
Cuando Kendra tomó la decisión de acercarse a Alekséi con artimañas era consciente de los riesgos que corría, ya que aquel hombre era despiadado y no conocía el perdón, y además era lo bastante poderoso como para hacerle pagar con creces cualquier error que cometiera. Un solo paso en falso y perdía la posibilidad de obtener la información que buscaba. Pasaron varios meses desde su primer encuentro cuando de repente todo da un vuelco tras una traición que pone a Kendra en peligro y revela todas sus mentiras. Llega el momento de pasar cuentas y Alekséi está dispuesto a destruirla. Pero cuando la tiene en sus manos, descubre que ha olvidado su pasado, un pasado que esconde secretos que necesita conocer. Tendrá que escoger entre su venganza o mantener a esa mujer peligrosa a su lado, atada en corto, hasta que recupere la memoria.
Capítulo 1
Kendra
—Danielle, ven aquí —me dijo Alekséi con su estilo autoritario y precipitado que me ponía bastante de los nervios.
Me habría gustado responderle que no, que no haría lo que él quería, pero esas palabras estaban prohibidas si quería permanecer cerca de él. Así que esbocé mi mejor sonrisa y me acerqué lánguidamente. Realizaba cada paso con una lentitud calculada mientras lo desafiaba con la mirada, consciente de que esa actitud podía mermar su paciencia ya de por sí bastante limitada.
En vez de permanecer de pie delante de él como esperaba, me apoyé con desdén sobre su escritorio de caoba y paseé mis manos sobre la pila de documentos que tenía detrás. Yo sabía que lo irritaba con mi arrogancia y eso me divertía. Disfrutaba con esos breves instantes de petulancia, plenamente consciente de los riesgos a los que me exponía. Pero me daba igual y estaba segura de que era más fácil obtener su confianza con esos pequeños movimientos de rebeldía que mediante una actitud de sumisión dócil.
—Siéntate en mis rodillas —exclamó él con irritación.
Obedecí, reteniendo un suspiro de descontento.
En ese mismo instante me puso las manos en el cuerpo y los labios en el cuello. Detestaba su boca, sobre todo desde que descubrí el placer que esta me procuraba, tanto que hasta empecé a coger miedo. Miedo de vivir sentimientos erróneos que me turbaban y me fascinaban a la vez.
Habría querido huir, pero eso me era imposible. Cuando tomé la decisión de acercarme a ese hombre fui consciente de que tendría que rebajarme a su nivel, con la posibilidad de cometer un paso en falso. Acepté ese riesgo. Habría hecho lo que fuera para llegar hasta él y hasta todo lo que lo rodeaba, como esos diamantes que tenía en una cajita de terciopelo azul abierta encima del escritorio.
—¿Te gustan estos diamantes? —me preguntó una vez, apartándose de mí.
—¿Por qué me lo preguntas?
Esa insinuación me preocupó, mientras sentía cómo sus manos subían por debajo de mi falda hasta el elástico del tanga.
—He notado que los observabas desde que has entrado en esta sala. Parece que estás muy interesada en ellos —prosiguió sin inmutarse, a pesar del mordisco que le asesté en la muñeca para intentar apartarlo de mí.
—Es un hecho: todas las mujeres quieren ser cubiertas de joyas —le respondí, fingiendo indiferencia a pesar del sobresalto provocado por el arañazo del encaje que cubría mis partes íntimas, dejándome una marca en la piel.
Siempre era así con Alekséi: parecía concentrado en lo que decía, poniendo a su interlocutor a la defensiva; pero era demasiado tarde cuando veías que hacía caso omiso.
—¿Tú también? —me susurró al oído, besándome en el cuello y deslizando la mano entre mis piernas prietas.
Estaba tan incómoda que ya no entendía si se trataba de diamantes o de otra cosa.
—Por supuesto —conseguí responderle antes de que me asaltara su boca, que con violencia tomó posesión de mis labios.
—¿Y cómo es que nunca te he visto llevar una joya así? —siguió él con su frialdad habitual de la cual siempre hacía gala, razón por la que yo lo odiaba.
—¿Qué quieres que te diga? Ningún hombre se ha dignado a regalarme ninguna —respondí con acidez, acercando la mano a la cajita de terciopelo azul oscuro. Pero antes de que pudiera alcanzar los diamantes, Alekséi, cogiéndome por la muñeca, me giró hacia él.
—No son para ti —me advirtió, fulminándome fríamente con la mirada.
—¿Entonces para quién son? —pregunté, me picaba la curiosidad.
—Eso no te importa —cortó él por lo seco, y cogiéndome por las caderas, me inclinó sobre el escritorio.
—¿Te estás tirando a otra? —mascullé, esforzándome por liberarme. ¡Jamás habría permitido que otra persona supusiera un obstáculo para mis fines!
Él se echó a reír:
—¿Celosa?
—No me gusta compartir, deberías saberlo.
—¿Sólo hemos follado una vez y ya te crees que eres la única afortunada?
Evité responder lo mucho que me había costado entregarme voluntariamente a él, y esto sin tener en cuenta las marcas de las cuerdas con las que me había atado, ni todo el tiempo que se me habían quedado impresas en las muñecas.
Me costó más disimular el temor de estar enteramente a su merced que mi falta de excitación. Lo único que en ese momento me dio fuerzas para no tirar la toalla eran esos diamantes, precisamente, así como su origen, hasta el cual quería llegar.
—Llevo ocho meses trabajando para ti —le recordé.
—¿Y qué?
—Me he entregado a ti, imaginaba que era importante para ti, y al final descubro que existe otra —espeté con una indignación fingida.
Sin creerse esa escena de celos, me preguntó:
—¿Qué quieres, Danielle?
El hecho es que la máscara de hielo tras la cual me ocultaba habitualmente, y que me mostraba insensible e indiferente ante todo, no aportaba credibilidad a esa escena digna de un folletín sentimental.
—Te quiero a ti —murmuré, mirándolo fijamente y poniendo mis labios en los suyos con impetuosidad.
Fue un beso de enfado, todo cuanto podía sentir en ese momento… Enfado por haberme tenido que acostar con él, enfado por tener que mentir cada día, mientras que en el fondo sólo aspiraba a acceder a sus recursos ilimitados y apropiarme de sus contactos, antes de esfumarme y desaparecer por completo.
—Entonces ponte de rodillas y chúpamela —me desafió mientras me seguía palpando con las manos.
—¡No soy tu puta! —renegué irritada, porque no había logrado sonsacarle ni una pizca de información, y también por su manera de manipularme y provocar mi goce contra mi voluntad.
—¿Qué pasa, Danielle, ya no estás disponible? Esta vez no debes distraerme como cuando te sorprendí metiendo las narices en lo que no te incumbe —me murmuró al oído,