René Avilés Fabila

Tantadel


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cerca de nosotros, había gente peinando la zona con evidentes caras de buscar dónde divertirse: veían puertas, número, interrogaban transeúntes. Sigue, hablé esperanzado. Tiene que estar por algún lado. El coche de Ignacio iba con lentitud. Al frente otro auto apagó y prendió sus luces varias ocasiones. Es Tantadel, aclaró mi compañero. Nos acercamos. Ella estaba con un amigo. La reconocí en seguida. En efecto, la conozco, exclamé para convencer a Ignacio y convencerme a mí de la realidad de Tantadel. Miré su cabellera rubia, su rostro bellísimo —mientras descendíamos de los coches e íbamos al encuentro—, su vestido largo hasta el suelo; nos saludó festiva, eufórica, exagerada; después descubriría que esos ritos formaban parte de su personalidad, muy sociable, como en una persona que ha estado sola por mucho tiempo y al encontrarse con un semejante (Robinson Crusoe y un “pobre salvaje” como Viernes) enloquece de contento. Tampoco encontraban la dirección, así que todos juntos mandamos la fiesta al diablo y decidimos buscar una emborrachaduría de mala muerte para pasar emociones fuertes, dijimos riéndonos. Ése es el principio, Tantadel. De esta manera comenzó nuestra historia, la que deseo contar para que sepas cómo vi la relación, cómo la veo, para que te enteres de lo que guardé por temor a herir tu susceptibilidad o porque a veces no puedo decir las cosas; quiero que ahora comprendas cuánto te odié en unos momentos y cuánto te quise en otros. Sorprendente, ignoro los sentimientos que hoy padezco por ella, son confusos o más bien una mezcla de varios: amor, desprecio. Cuando rompió conmigo sentí ahogo, una angustia sofocante que se adueñaba de mi estómago, de mis pulmones, de mi garganta, que impedía el trabajo rutinario; no razonaba, y por muchos días no supe qué hacer; sólo pensaba en Tantadel caminando por los lugares que en el pasado frecuentamos; vagaba por nuestros sitios. No deseaba encontrarme con ella; me hubiera conformado con verla a distancia, aunque estuviera acompañada de un amigo: placer doloroso, masoquismo puro; muchas veces me vi a punto de llamarla telefónicamente, de oprimir el timbre de su departamento, de espiarla; nunca lo hice. Hoy tengo el control de mis emociones (al menos eso supongo) y no me interesa su amistad; la tuve íntegra; tenerla nada más para escuchar su voz o para que ella oiga la mía carece de atractivo. Quizá por ello nunca he mantenido amistad con examantes. Luego de una entrega completa, donde ambos ponen todo de su parte para intentar la pareja perfecta (aunque sea efímera), no tiene sentido ceder a la amistad, porque amistad es relación vulgar y desprovista de interés. Me parece que la forma más extraordinaria de amistad se halla en el amor.

      Nos metimos en un cabaret de cuarta categoría: prostitutas, obreros, rufianes, policías secretos y nosotros. Se trataba de emborracharnos. O al menos eso entendimos Ignacio y yo pues bebimos desmesuradamente. Yo me senté junto a Tantadel y luego de probar que podía ser simpático la saqué a bailar. La estreché con ternura y emoción recordando lo asediada que era en la escuela y lo selectiva que fue: siempre a su lado los muchachos más destacados: los que apuntaban al éxito en política o en alguna actividad cultural o los que por su simpatía y talento eran admirados. La música cesó. Un burdo cambio de luces, transformaciones obvias en el decorado, y vino la variedad: maricones bailando: blanco de las burlas de los machos que frecuentaban el sitio; jovencitas que intentaban cantar mientras hacían un penosísimo estriptís; chistes vulgares contados por payasos; de todo, hasta un viejo y reaccionario cantante cubano venido a menos, ya sin voz, que repetía fatigosamente las canciones que lo hicieron célebre años atrás. La variedad era entretenida —psicológicamente, sociológicamente— en su lamentable transcurrir, en especial para quienes la veíamos por vez primera y provistos de cierto buen gusto. No dejaba de ser interesante, aun dentro de la borrachera que poco a poco iba capturando mi cuerpo, mis sentidos, dominándolos, observar que la mayor excitación se produjo cuando apareció una muchachita con rostro de más muchachita vestida a la usanza de una novia: de blanco, velo y un ramo de flores artificiales: con entereza —y dotada de alguna majestuosidad primitiva—, como si estuviera caminando hacia el altar, dio varias vueltas a la pista; en el centro pusieron una silla y ahí comenzó a desvestirse, lentamente, en tanto la multitud aullaba, gritaba groserías y exigía ver los vellos del pubis.

      Al finalizar el “espectacular chou” yo tenía entre las mías la mano de Tantadel, sin que me importaran sus comentarios pedantes sobre lo sucedido en el escenario. La música de fondo pasó a ser danzón y los borrachos sacaron a las putas a bailar y yo a Tantadel. Y bailamos igual que borrachos y putas, apretándonos fuertemente, tratando de que los sexos quedaran lo más juntos posibles.

      Mientras intentábamos liquidar la segunda botella, nos indicaron que había llegado la hora de cerrar. Qué tragedia. A buscar otro sitio. Nos encaminamos a los coches. Esta vez me metí en el de Tantadel. Su compañero original (que por fortuna no hablaba más que para afirmar o negar) utilizó el Volkswagen de Ignacio. Fuimos hasta un cabaret de primera, de esos con horario amplio. Ahí bebimos una o dos copas. Súbitamente decidí acariciar las piernas de Tantadel. Guardó silencio, no hizo el menor movimiento de rechazo y fingió escuchar una anécdota de Ignacio. Esa discreción me dio ánimos para continuar. El seudo restaurante era siniestro y sin la honestidad del primero, con pretensiones de elegancia; un guitarrista tocaba flamenco y en distintas mesas borrachines hispanizantes berreaban siguiendo la música. Al fin llegó la hora de partir. Ignacio se despidió y junto con el amigo de Tantadel salió dando traspiés. Ella y yo nos retrasamos. Capturé su cuerpo con mi brazo derecho y la conduje a su auto. Me preguntó:

      ¿Quieres que te lleve a tu casa?

      No. Quiero que me lleves a la tuya, contesté con seguridad: había bailado con ella, toqué sus piernas, le dije que desde la escuela me gustaba muchísimo; además, a esas alturas no era un secreto el que vivía sola. Sin titubeos me condujo hasta su departamento. Entré siguiéndola y como pude me introduje en la cama. Tantadel todavía tuvo ánimos para desmaquillarse. Una lámpara de buró, con un foco de reducidos watts, me permitía ver la habitación donde dormía Tantadel: desordenada, llena de objetos extraños, sin conexión unos con otros (floreros de vidrio soplado, reproducciones de museos europeos, figuras de bronce, de paja, de barro, ceniceros y estatuillas ultramodernos, juguetes indígenas..., un bazar de antigüedades en el que por descuido depositaron piezas actuales), sin ningún sentido del decorado, con libros en todos los rincones y la pared frente a la cama colmada de muñecas que me observaban con ojos fijos, inmóviles; traté de corresponder las miradas pero los rostros de las muñecas estaban borrosos, no podía distinguir sus facciones, sus colores. Se me ocurrió que aquellas mujercitas que ahora servían de adorno eran el pasado de Tantadel: evidentemente unas eran muy viejas, otras no tanto y por último las había de reciente creación; la ropa, el cuerpo, las caras, los detalles arrojaban luz sobre la época en que fueron fabricadas. Seguro pertenecieron a la Tantadel niña, a la Tantadel adolescente, a la Tantadel adulta. Cuántas serían. Ni siquiera me esforcé en contarlas. Ahora mismo recuerdo que jamás supe el número exacto de muñecas, tampoco averigüé su procedencia. Tal vez fueran treinta o treinta y cinco. No lo sé. En cambio, se agrada rememorar las más llamativas, las que estaban en los extremos: las horribles y maltratadas; las corrientes; las bonitas; las finas y lujosas, de vestidos ricos, regalos de amigos o amantes, resultado de un amorío. Había una negra de trapo, el clásico juguete de las niñas pobres, de ésas que venden en cualquier mercado por doce pesos: pañoleta roja en la cabeza, blusa blanca, falda de cuadros, delantal: una sonrisa amplia, estúpida, y graciosas formas de chocolate; finalmente la versión deleznable que da la gente blanca (o casi) de la raza negra. Dejé de mirarlas cuando Tantadel puso a mi alcance su cuerpo desnudo: la besé en la boca, en los senos; mis manos por impulso propio recorrieron sus piernas, sus caderas, su cintura... Infructuosamente traté de hacer el amor: quedé dormido sin importarme sus reacciones ante mis caricias. Al día siguiente me lo reprocharía duramente calificándome de egoísta.

      Cuando desperté vi el lugar donde estaba: nada me era familiar y solamente la pared de las muñecas me resultó conocida. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Tantadel, pese a mis movimientos, continuó dormida. Fui a bañarme con agua muy caliente. En el botiquín había toda clase de artículos para hombre, desde máquinas de rasurar hasta lavandas y desodorantes masculinos. Bien por esta mujer, es precavida, vale por dos. El chistecito idiota no me hizo gracia. Al salir, Tantadel estaba esperándome. Sonreía como cuando iba