Jesús Sánchez Adalid

La luz del Oriente


Скачать книгу

lo mejor es que descanses.

      —Pero alguien debe avisar a mi familia; ahora tienen que estar muy preocupados.

      —Yo mismo iré a tu casa —dijo el sacerdote—. ¿Dónde vives?

      —En la vía Lautitia, en casa de Trásilo Quinctio, el tribuno.

      —¡Ah! En casa del senador Quirino. Tú debes de ser su nieto, hijo de la pobre Aponia, devota de Isis.

      El sacerdote se marchó para dar el aviso en mi casa. Mientras estuvo fuera, la mujer me hizo compañía; sentada, cosía y, de vez en cuando, me miraba de reojo. Pasado un rato, se presentó en la habitación un anciano de elevada estatura y aspecto venerable, acompañado de dos jóvenes.

      Los tres vestían las ropas rituales del servicio de Mitra, con dorados soles bordados en el pecho. La mujer se inclinó y besó ceremoniosamente la mano del anciano. Después se acercó hasta mí.

      —Es el sumo sacerdote, viene a verte —me dijo al oído.

      El venerable patriarca me habló con voz solemne, casi metálica.

      —Las tinieblas quisieron sumirte ayer en la oscuridad que reina bajo su mandato, hijo. Pero el dios-luz ha querido que tu alma siga unida a los quehaceres del mundo.

      Después alargó la mano y uno de sus acompañantes depositó en su palma algo oscuro, que extrajo de una vasija de cobre.

      —Esto es ceniza —dijo el sumo sacerdote—, sacada del brasero donde se consumen las ofrendas del todo-luz. Todos venimos del polvo de la tierra y a él volveremos un día. Las cenizas son el signo de lo que ahora es, pero ha de llegar a consumirse. Mientras el alma humana habita en el cuerpo por deseo del astro, somos reflejo de la luz de Mitra. Pero, igual que las ofrendas son consumidas por el fuego emanando destellos, un día sufriremos la purificación que nos hará alcanzar el rostro divino.

      Dicho esto, con la otra mano cogió un poco de la ceniza y la dejó caer sobre mi cabeza.

      —Solo él ha querido que tú, hijo, sufras ahora una purificación. Anoche atravesaste la puerta, pero el divino sol quiso retenerte aún, solo él sabe por qué misteriosos designios. Esta ceniza es el signo de que has sido purificado. Siempre que el cuerpo sufre injustamente, se despoja de parte del lastre que lo une a las tinieblas. Debes estar ahora contento, porque el dios está contigo.

      Cuando estaba pronunciando ante mí estas palabras, vi el rostro de mi padre que entraba en aquel momento en la estancia, acompañado de Lico y de mi tío Hiberino. Se acercó hasta la cama y arrancó la sábana de un tirón.

      —¡Por Júpiter! ¿Pero qué ha pasado contigo?

      El sacerdote Menipo comenzó a explicarle entonces el alcance de la herida. Mientras, Lico se acercó a mi mejilla haciendo ademán de besarme, pero me habló al oído:

      —No sabe nada de anoche —susurró—, puedes contarle la versión que desees.

      Mi padre se dirigió entonces con brusquedad al sumo sacerdote:

      —¡El aún no es hombre y yo decido sobre su vida! Si esto es consecuencia de algún rito oscuro, habréis de comparecer ante los tribunales.

      —¡No, padre! —exclamé—. A ellos les debo estar ahora vivo. Alguien me recogió anoche, herido, y me trajo al sacerdote Menipo para que me curara la herida.

      —Bien, eso lo veremos —afirmó Hiberino—. Ahora es mejor volver a casa.

      —Lico, tómalo en brazos y llévalo hasta la litera que está en la puerta —ordenó mi padre.

      —Puedes hacer con él lo que quieras, pues es tu hijo —dijo Menipo—, pero si ahora se mueve y se abre la herida, volverá a sangrar. Aunque la muerte no le amenace, su estado es delicado y requiere el cuidado de alguien que entienda.

      —Tiene razón, amo —intervino Lico—. Yo conozco bien a este sacerdote, pues a él traen a los heridos del anfiteatro después de las luchas de gladiadores. Entiende bien las heridas y posee medicinas que aceleran la curación.

      Mi padre pareció dudar.

      —Escucha a tu criado, tribuno —dijo la mujer—. Si tu hijo está vivo se lo debes solo a él. Mejor harías en visitar el templo del todo-luz y depositar allí tu súplica y tu ofrenda. Deja aquí a tu hijo, nosotros lo cuidaremos hasta que se reponga.

      Mi padre hizo salir a los demás de la habitación y quedamos tan solo él y yo. Entonces quiso saber lo que había pasado.

      —Debes decirme la verdad. El que te ha hecho esto pagará su delito.

      —No recuerdo nada, créeme —respondí angustiado.

      —Pero… ¿dónde estuviste? ¿Con quién? Quizá alguien pueda aclararnos el asunto, si recuerdas a algún conocido.

      —Sé que bebí mucho y que, llegado un momento, perdí la noción de las cosas; se formó un tumulto y me encontré con la herida, pero más no puedo decir.

      —Bien, te quedas aquí hasta que te cures, pero cuida de que los sacerdotes no te llenen la cabeza de pájaros. En nuestra casa nunca hubo devoción a Mitra.

      Cuando se hubieron marchado, el sacerdote me dio a beber una pócima amarga y dormí durante todo el día y la noche siguiente. Al despertar, sentí que el dolor era más tenue. Me trajeron alimentos y, después de cambiar los vendajes y lavar la herida, sacaron el camastro al jardín, donde permanecí solo toda esa mañana. Por la tarde, volvieron a llevarme a la habitación azul.

      Acudieron entonces a mi mente los acontecimientos de los días anteriores, que se habían sucedido de forma rápida y atropellada. Me sentí transportado por el destino en volandas o manejado como un juguete por los dioses. Recordé el infinito placer del triunfo en el circo y cómo deseé morir en aquel momento, al presentir que la Fortuna no podía ya reservarme mayor felicidad que la de la puerta triunfal. Recorrí cada momento de aquel día y llegué a la fiesta de mi tío. Allí estaba Eolia, envuelta en sedas, hablándome dulcemente durante la cena. Sentí entonces el remordimiento, por haberla deseado solo para mí, y creí haber dado con la causa de mi herida. Pero después recordé el templo de Atis: a los devotos enloquecidos, llorando y lanzando gritos de aflicción por la separación fatal entre el dios y Cibeles; las mutilaciones y la furia de los coribantes, buscando la sangre de los fieles. Había deseado tanto participar en las Megalensias que, al encontrarme en aquella cama, privado de fuerzas, me sentí excluido y recordé a Prometeo con las entrañas devoradas.

      Mi cuerpo estaba muy débil y la mente se me llenó de tinieblas. No recordaba haber temido antes a la muerte, aunque había crecido contemplando ese miedo en mi madre. Pero pude ver a las parcas haciendo deslizar entre sus dedos el final de mi ovillo. Entonces grité. Debía de tener fiebre, porque un frío sudor me recorría la frente y la espalda y sentía muy secos los labios.

      Menipo acudió al escuchar los gritos.

      —¿Por qué temes? —preguntó.

      —He tenido una pesadilla —respondí.

      —¿Qué has visto?

      —Una de las hilanderas sostenía el final de mi vida.

      —Todo hombre ve alguna vez el rostro de su muerte, pero eso no significa que deba dejar de vivir en ese momento. Solo los idiotas y los niños viven como si no hubieran de morir nunca.

      —Pero era tan real…

      —Los sueños son la máscara con la que la verdad acude a encontrarse con los hombres. Si se presentara con el rostro descubierto no podríamos soportar su fulgor. Los sueños de muerte son signo de algún remordimiento, de algún juicio en el que nos hemos declarado culpables. Si has soñado con la muerte es porque tu verdad ha querido enfrentarte con algo que te reprochas. ¿Has tomado algo prohibido?

      Quedé pensativo. Pero era solo una forma de callar, porque ya había encontrado la causa de mi sueño de muerte.

      Después, como llevado por una