más lejos en la oscuridad.
—¿Dónde estamos? —susurró Tom.
—¡No lo sé!
—¡No puedo creer que estemos en un verdadero tren!
—Yo tampoco.
—¡Cada cosa que sucede es increíble!
En los minutos siguientes, Kate y Tom sostuvieron tres versiones diferentes de esta conversación, pero eran básicamente la misma. Plantearon la posibilidad de ir camino de Hogwarts, y concluyeron que probablemente no, aunque hubiera sido genial también. Justo cuando Kate cumplía once.
Kate sacó la cabeza por la ventana de su lado de la cabina, y Tom sacó la suya del otro lado. Kate se preguntó adónde irían, y si sería buena idea, y si, en caso de que no les quedara más remedio, podrían saltar del tren sin lastimarse de gravedad, y cuánto les tomaría regresar a casa, y qué castigo les darían sus padres por semejante aventura en la que se habían metido. En verdad estaban poniendo a prueba la teoría de Grace Hopper, eso de que más valía pedir perdón que permiso.
Pero, al mismo tiempo, toda la emoción, toda la energía, toda la dicha que había estado aguardando sentir durante su vida finalmente corrían por su sangre. Y eso valía las futuras penas.
El aire de afuera se iba enfriando, aunque estaban en junio, y Kate tiritaba en su blusa. Agradecía la calidez del fuego. Tras unos minutos, vio una luz pálida más adelante, entre los árboles.
Al principio refulgió lejana y difusa, parpadeante al pasar entre las ramas, pero se fue haciendo cada vez más clara hasta quedar del todo a la vista. Era una estación de ferrocarril.
No una muy bonita y elegante, sino apenas una estación en medio del campo, larga e iluminada entre los árboles. Había personas esperando en la plataforma.
Sin embargo, no eran personas sino animales. Unos cuantos venados, un lobo, varios zorros, un enorme oso pardo, algunos conejos o liebres (¿o acaso eran lo mismo?), y un tejón con su cara rayada. En la baranda del otro lado de la plataforma estaba posada una variada gama de aves, grandes y pequeñas.
Tan sólo estaban allí, esperando, como pasajeros del sistema de transporte público que aguardaran su tren de la mañana para llevarlos a la oficina. Cada una sostenía un boleto en el hocico.
Clic-bing
La Flecha Plateada aminoró el paso y se acercó a la estación, soltó una nube de humo blanco y se detuvo con un sonoro silbido. Había un reloj en la plataforma, al estilo de las estaciones antiguas, redondo, luminoso, en la parte superior de un poste. Era tarde, casi las diez de la noche.
Tom se movió al lado de Kate para ver a los animales. Los animales los miraron. No huyeron como lo harían los animales salvajes. Simplemente permanecieron ahí.
Era como un sueño. El aire afuera estaba tan frío que podían ver las nubecillas que formaba su aliento bajo las luces de la estación.
Por fin, Tom dijo:
—¡Hola!
Kate no siempre agradecía la presencia de Tom. De hecho, la mayoría de las veces prefería su ausencia. Pero en este preciso momento, la agradeció. Sabía que ella tendía a vacilar y a pensar demasiado las cosas. Tom no tenía ese problema, sólo decía lo primero que cruzaba por su cabeza.
Un pequeño zorro plateado se inclinó para dejar su boleto sobre la plataforma.
—¡Hola! —dijo.
—¡Hola! —contestó Kate.
—Hacía mucho tiempo que no pasaba un tren por aquí —dijo el zorro.
—Mucho, mucho tiempo —dijo el tejón, aferrando el boleto ahora con las patas delanteras.
Kate pensó en contestar “¿En serio?” o “¡Qué increíble!” pero rechazó ambas opciones porque no le parecieron interesantes.
—¿Cuánto? —preguntó Tom.
—Como treinta años —respondió el tejón—. ¿Dónde se habían metido? Llegan muy tarde.
—¡Un momento! ¿Cómo…? ¿Cómo es que están hablando? —preguntó Kate.
—Ya lo sé… —respondió el zorro—. A veces hablamos, pero no cuando hay humanos alrededor. La verdad es que no nos encontramos con muchos humanos con los que valga la pena conversar. Perdón por la sinceridad.
A Kate le pareció que no estaba mal que lo dijera.
—Pero no han estado todo ese tiempo esperando aquí, ¿cierto? —preguntó—. ¿Treinta años de espera?
—No, claro que no. Sólo venimos de vez en cuando para ver qué sucede. Quiero decir, somos animales, no tenemos que ir a trabajar.
—Imagino que no.
—Tienes que ir al patio de maniobras a recoger varios vagones, apresúrate —dijo una liebre—. ¡Se va a hacer demasiado tarde!
—El patio de maniobras —repitió Kate—. Muy bien, gracias. Eso haremos.
Parecía un buen consejo.
—Nos vemos pronto, entonces.
Los animales aferraron sus boletos y retrocedieron para seguir esperando. Con una sacudida y un silbido, La Flecha Plateada se movió por los rieles. Tom tiró de la manija del silbato, dos veces:
¡FUUUUM! ¡FUUUUM!
Kate hizo sonar la campana, por si acaso. Rápidamente dejaron atrás las luces de la estación.
—¿Viste eso? —preguntó Kate.
—¿Acaso crees que no? —contestó Tom.
—¡Esos animales hablaban! ¡Hablaron con nosotros!
No sólo eso, que ya de por sí era algo increíble, sino que lo que habían dicho hacía que Kate sintiera más curiosidad. Esto no era un mero paseo en tren, sino que Kate y Tom iban a un lugar específico, en este caso, al patio de maniobras, donde quiera que eso fuera, y por una razón determinada, es decir, para enganchar unos vagones. Un paseo hubiera estado bien, claro, pero esto era aún mejor. Tenían una misión, un trabajo por cumplir.
El resplandor del fuego era agradable, y en la cabina el ambiente se sentía acogedor. El aire olía a aceite caliente de motor: un olor salado, interesante. Todo estaba hecho de bronce, cuero, madera y vidrio, y daba la impresión de antigüedad, como un rincón de un museo, encerrado tras el cordón de terciopelo para impedir el paso.
—Me pregunto quién está conduciendo esta cosa —dijo Tom—. Quiero decir, no somos nosotros.
—¿Quién sabe?
De pronto, se oyó un chasquido y el tintineo de una campanilla tras ellos, como lo que se oía cuando una antigua máquina de escribir llegaba al final de la línea, clic-bing.
Kate no lo había notado antes, pero en la pared de la cabina, entre las tuberías, los indicadores y las palancas, había una pequeña tira de papel. Se desenrollaba desde algún lugar en el interior del tren, y luego se enrollaba nuevamente en el otro extremo de la tira. Un mensaje acababa de aparecer escrito en el papel:
YO LO SÉ
Apenas leyeron el mensaje, el papel se enrolló y salió más, con otro chasquido y tintineo clic-bing. Era como una máquina de escribir, o una impresora muy rudimentaria.
Aparecieron más palabras, cuidadosamente