Eusebio Ruvalcaba

Pocos son los elegidos perros del mal


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piel que simulaban tumores a punto de reventar. Sobre todo en los senos y en los muslos. No era posible mirar aquel cuerpo sin horrorizarse. “Tómate otro trago, quita esa cara de niño asustado y vamos a coger. Pero antes déjame bailar para ti”.

      “Oquéi”, dijo él. Se puso de pie rumbo a la cocina, donde estaba la botella, pero en el camino cambió de dirección y se dirigió a la salida. Todavía alcanzó a escuchar la voz de ella que le gritaba: “¡Puto! ¡Regresa! ¡Eres un puto, como todos los hombres! ¡Malandrín! ¡Payaso! ¡Fantoche!”.

      Cuando llegó hasta el zaguán, se miró en aquel espejito-espejito. ¿Aquella calavera era él? Torturado por la abulia y el fracaso, tumefacto, en estado de putrefacción, miró sus ojos inexpresivos, su sonrisa estúpida, sus facciones que lo definían como un ser decadente, a punto de arrojarse al vacío.

      Alcanzó la salida. Iba a dar las gracias al cielo de que por fin estaba fuera. Pero se contuvo. Un pensamiento lo asaltó. Los segundos se sucedieron, uno a otro. ¿Veinte?, ¿treinta?, ¿cuarenta? Dio media vuelta y caminó los mismos pasos que había dado. Aquel llanto que había escuchado al final del pasillo, ahora era un gemido. Se miró al espejo una vez más. Subió hasta el tercer piso y se plantó ante la puerta del departamento de Isis; aún podía arrepentirse. Levantó la mano y tocó. Escuchó los pasos de la mujer acercarse. Lastimeros.

      Ajuste de cuentas

      Se enfurecía por haber perdido el ímpetu creador o el furor, como él lo llamaba. Las ideas no venían más a su cabeza, a no ser en jirones que la mayoría de las veces de plano era imposible hilvanar y construir una sola que sonara congruente. Pedía su copa, bebía dos, bebía cuatro, y aquella pluma permanecía infértil, como si tuviera congelada la tinta.

      “¿Puedo sentarme aquí?”, la sola pregunta interrumpió su concentración o, mejor dicho, el esfuerzo que empezaba a perlar su frente. Era una mujer de aspecto irrelevante, asexual por completo. No había nada en ella que la hiciera especial, nada proveniente de su fachada ni de su interior, algún brillo en los ojos, cierto matiz en su tono de voz. Una mirada como las de cientos con que se topaba todos los días en la calle, un cuerpo equis, tan convencional como el de las secretarias de una oficina burocrática; y menos por fuera: jeans, playera con un letrero que no decía más que una frase fácilmente olvidable “ésta soy yo”, un cinturón de metal que intentaba un malogrado baño de plata. Le dio exactamente lo mismo que aquella mujer se sentara. Pero movido por una caballerosidad de la que alguna vez se había sentido orgulloso, asintió.

      De inmediato la chica dijo:“me llamo Natalia, ¿y tú?”. Ordenó un vodka con jugo de naranja. “Desarmador, así se llama”, estuvo a punto de acotar él, pero la sola idea lo ruborizó. Seguramente resultaría ridículo; era obvio que la chica sabría el nombre de su bebida.

      —Francisco José —respondió—, y mi apellido es...

      —No me lo digas, qué hueva los apellidos. No son otra cosa que una maldición. Los nombres son lindos, pero los apellidos son una porquería. No son más que grilletes. ¿Te imaginas que nadie tuviera apellidos? Ser como mucho más libres, ¿no crees?

      Él nunca había reflexionado sobre eso. Por supuesto que no estaba de acuerdo. Qué imbecilidad. Su padre, economista de carrera y político sobre la marcha, ya muerto, siempre había insistido en que había que mantener muy en alto el apellido. Y tan pensaba como su padre que en ese momento juró que defendería su apellido contra viento y marea. Un enrojecimiento imperceptible lo hizo pensar en lo cursi que se estaba volviendo.“Ya tengo cincuenta y cinco años”, se dijo, y sorbió un trago de su ron blanco pintado. Era lo que más le gustaba: beber a solas sin tener que brindar con nadie, por eso cuando se le presentaba la oportunidad de echarse un alcohol con su amiga la soledad no lo desperdiciaba. Y por eso sintió avanzar por su columna vertebral una oleada de desesperación. Ya se había arrepentido de haberle permitido a aquella mujer sentarse a su mesa.

      Algo había en ella que le parecía melcocha. Cómo decirlo, como una pose estudiada horas ante el espejo. Ese algo no tenía nombre, o cuando menos él ignoraba cómo nombrarlo.

      —¿A qué te dedicas?

      ¿Por qué siempre tenía que surgir esa estúpida pregunta? A masturbarme, estuvo a punto de responder, pero quién sabe cómo se lo tomaría. Todas las mujeres que había conocido que sumaban, casi medio centenar pecaban de solemnidad, y ésta no sería una excepción.

      —Manejo un taxi...

      —Nunca lo hubiera pensado, ¿y qué haces escribiendo? Más bien pareces escritor.

      —Si fuera escritor no habría aceptado que me interrumpieras. Y no estoy escribiendo, estoy haciendo cuentas.

      —Cuéntame algo interesante que te haya sucedido últimamente...

      ¿Qué diablos podía contarle? Yo era un pseudoescritor, no llevaba la cuenta de los premios que había ganado, mis libros me habían dado hasta una agregaduría cultural en Europa, condominio en la Roma, dos automóviles, y no se me ocurría nada. De algún lado tenía que sacar la jodida inspiración. Con tal de que se fuera y me dejara en paz. ¿Y por qué no me atrevía a correrla? Por mi pusilanimidad, ¿por qué otra cosa?

      —No sé si te resulte interesante, pero te lo cuento. El otro día decidí invertir los términos de la ecuación y convertirme en asaltante. Me quedé callado, mientras la mujer (la estúpida mujer) digería

      la enormidad de lo que le estaba diciendo. —¿Qué pasó? Cuéntame... —No te lo puedo contar, porque si te lo cuento, te conviertes

      en mi cómplice, salvo que me denuncies. ¿Quieres ser mi cómplice? —No lo pensaría dos veces. Por supuesto que sí. Me aviento el tiro macho. Tú cuéntame. Pero antes déjame pedir otra, para que no nos interrumpan. Seguro los millonarios desayunan jugo de naranja

      con vodka para llevarse la fiesta en paz. —A mí eso me importa un carajo. ¿Quieres que te cuente o no? —Pues claro. No quise interrumpir. —Entonces déjate de decir tanta pendejada y quédate callada

      un minuto. Le trajeron su desarmador y la mujer lo paladeó como si fuera

      un dulce y refrescante jugo de naranja. Lo batió con el agitador, se echó a la boca un puño de cacahuates y esperó a la expectativa lo que yo estaba dispuesto a contarle. Pero había decidido hacerme del rogar. En primer lugar porque no tenía nada qué contar, y en segundo porque el hecho de tenerla ahí, esperando mis palabras, me hacía sentir bien. Era como darle a oler un pedazo de carne a un perrito. Me sentía apremiado por sus ojos inquisidores, pero de ahí no pasaría. La sensación de tenerla esperando me llenaba de dicha, aunque por fuera simulaba cierta zozobra.

      —De veras que no sé si contarte o no. No es algo que me guste andar desparramando, como si fuera algo de lo que te puedes sentir orgulloso. Siempre he sido un hombre de principios, respetuoso de la vida humana. Si huelo la violencia me hago a un lado. Sería incapaz de agarrarme a golpes por cuestiones tan estúpidas como defender a un tercero, poner a salvo mi honor, mi pinche y jodido honor, o por lo que gustes y mandes.

      —¿Si alguien me faltara al respeto aquí y ahorita mismo, me defenderías a golpes?

      Solté una carcajada tan fuerte que yo mismo me sorprendí.

      —Ni aunque fueras mi madre metería las manos por ti. No hay que madrearse por nadie, menos por una mujer, porque esa misma noche se lo cuenta a tu mejor amigo, cuando esté cogiendo con él. Y ya ves, ya me volviste a interrumpir. Quitas la inspiración a cualquiera.

      —No, no, perdóname, se me salió. Te juro que ya me voy a estar calladita.

      —Eso espero. La próxima te levantas de la mesa y te vas a beber a la barra. Allí no interrumpes a nadie. Magdaleno, el cantinero, está acostumbrado y no pela ni a las monjas. Es lo que yo debí haber hecho contigo. Pero me vi blandito dejándote sentar. En fin...

      —Qué enojón y maleducado eres, ¿eh? Ya síguele.

      —Pues fue a