marcado acento del Bronx, que se colocaban subtítulos para entender lo que decía. Irónicamente, poco antes de que la gente riera viendo en las salas americanas la nada pretenciosa pero redonda So this is New York, Ring Lardner Jr. (1915-2000), que heredaría el instinto teatral y cinematográfico de su padre escribiendo películas tan insignes en aquella década de los cuarenta como La mujer del año —con la que ganaría el primero de sus dos Oscar—, sería despedido de la 20th Century-Fox en un anticipo de lo que estaba a punto de sufrir: caer presa de la caza de brujas de McCarthy, como Foreman, al ser sospechoso de militar en el Partido Comunista. Lardner Jr. sería condenado a doce meses de cárcel —cumpliría diez en 1950-1951 en la Federal Correctional Institution en Danbury, Connecticut— por negarse a declarar lo que se le exigía, respondiendo brevemente con un amargo ingenio y una rabiosa mordacidad que bien hubiera podido enorgullecer a Lardner Sr., que por algo pone en boca de su protagonista en La gran ciudad: «Se me da mejor eso de pensar rápido».
La velocidad de la reacción chistosa, el contrasentido a lo Chesterton, el diálogo chispeante cuyo mayor continuador de aquellos gloriosos años veinte y treinta para el periodismo literario y el cine es claramente Woody Allen, quintaesencia del mixtificador de la Gran Ciudad contemporánea, son las señas de identidad de un tipo de literatura humorística o de crónica social, deportiva o costumbrista que atrapó a una gran cantidad de público, con escritores convertidos en verdaderas estrellas desde publicaciones como The New Yorker, para la que Lardner escribió más de una veintena de artículos entre 1925 y 1933, en algunos de los cuales aprovecharía para parodiar las letras de las canciones de Cole Porter. En ella, destacarían sobremanera durante décadas James Thurber y E. B. White, que crearían varios de los más célebres libros infantiles de Estados Unidos y que, en 1929, habían escrito al alimón una parodia de los manuales de sexología, Is sex necessary? Pues bien, el mismo verano que ve la luz la película So this is New York-Así es Nueva York, White escribe en el desaparecido hotel Lafayette de la calle Nueve, «durante una ola de calor», como dice el propio autor en la primera frase del prefacio, el ensayo «Here is New York», traducido al español como «Esto es Nueva York». Se trataba de un encargo del editor de la revista Holiday, donde trabajaba el hijastro de Lardner, Roger Angell, que White aceptó pese a sus reticencias de salir de su casa de Maine, y el resultado fueron unas páginas memorables, tanto por su calidad excelsa como precisamente por abordar la impresión de una memoria del antiguo Nueva York que iba desapareciendo. No me cabe duda de que para muchos de los que compartan mi apreciación de que Esto es Nueva York (se publica en libro en 1949) es lo más sublime que se ha escrito sobre la Gran Ciudad, desde dentro, por así decirlo, coincidirán en considerar que, desde fuera, son incomparables los artículos de prensa que configurarían en 1932 La ciudad automática, de Julio Camba, maravillosamente divertidos y provocadoramente certeros.
White apunta al comienzo de su texto que nadie va a Nueva York si no espera ser afortunado, y no es otra cosa lo que aguarda el trío de Niles —y Lardner hace parodia de tamaño embeleso ya enraizado en el imaginario colectivo— cuando alcancen esa meta simbólica que constituye la Gran Ciudad, con la calculadora esperanza de «ofrecerle a Kate la oportunidad de conocer a un hombre de verdad», como dice Ella. De repente, Nueva York se distingue de todo por su autenticidad, como si el resto fuera falso, insuficiente, ficticio, y de verdad se convierte en un término fundamental en los pensamientos y diálogos de los personajes, pues a ojos foráneos el deseo es ir donde poder «lucir nuestros vestidos en fiestas de verdad», donde «experimentar la vida de verdad, después de todos estos años encerrados en una pequeña ciudad», donde «podamos conocer a gente viva de verdad», donde sea «emocionante conocer a un actor de verdad» y ocupar «un edificio nuevo en una calle prestigiosa, donde viva gente de verdad». Pero esa verdad costará dinero, el verdadero protagonista ayer, hoy y siempre de la Gran Ciudad y, por descontado, de La gran ciudad (Lardner llama así a Nueva York también en algunos de sus cuentos más alabados, como «Un corte de pelo» y «A algunos les gustan frías»). Angell, en la introducción a Esto es Nueva York, escrita en 1998, hablaba de cómo habían cambiado los barrios de Manhattan ya por esas fechas, con alquileres desmesurados —las viviendas, antes un hogar, eran a esas alturas una inversión—, y apuntaba una moda incipiente por entonces que no ha dejado de ascender: la de que los famosos o los habitantes acomodados se trasladen a Los Hamptons, al este de Long Island, a un par de horas en coche desde el centro de Manhattan. Y añadía que, si White, muerto en 1985, pudiera visitar de nuevo Nueva York, «descubriría cómo se ha trumpificado la Quinta Avenida y disneyzado Broadway. Los neoyorquinos que antaño se enorgullecían de su sofisticación, hoy hablan con ansiedad de fama y dinero, visten uniformemente de negro y están en perfecta forma física, pero no parecen pasarlo muy bien».
El lector tendrá que concluir si el matrimonio Finch y la joven en busca de pretendientes, a cual más extravagante, lo pasan de verdad bien entre apuestas, partidas de bridge, bailes, carreras de caballos, salas de fiestas, hoteles suntuosos, cócteles u obras de teatro. «Muchos de sus pobladores probablemente estén aquí para escapar de la realidad, no para enfrentarse a ella», escribía White en su fabuloso canto al pasado de New York City, melancólico y sobrio, en el que hacía hincapié en el modo en que «muchos residentes de Manhattan son personas que cogieron sus bártulos y acudieron a la ciudad en busca de asilo, del cumplimiento de sus deseos o de cualquier otro Grial de mayor o menor importancia. La capacidad de conceder tan discutibles dones es una misteriosa característica de Nueva York. Puede destruir a una persona o satisfacerla, dependiendo en gran medida de la suerte». El trío de La gran ciudad probará suerte, en pos de una nueva realidad evasiva, con diversos millonarios en diferentes ámbitos —los mismos de los que decía genialmente Camba que «desempeñan en la vida americana una función de carácter eminentemente comunista: la de acumular el dinero que sobra, una vez cubiertas las necesidades del pueblo, evitando así que las gentes se enriquezcan»—; pero por supuesto ese Grial ansiado estará vacío, y llegar a acercárselo a los labios requerirá un considerable desembolso de billetes. Por consiguiente, rara es la página en La gran ciudad donde no aparezca la palabra dólares, incluso de forma repetida e insistente; porque el señor Finch apunta cada gasto con el ceño fruncido, mientras su mujer compra y sigue comprando despreocupadamente; porque todo lo material tiene un precio —caro, desde luego—, y todo lo sentimental tiene un valor crematístico igualmente.
Lo supo bien Fitzgerald, que dilapidó en sólo tres meses sus formidables ganancias obtenidas gracias a la prensa y al cine en la época dorada y acabó en la ruina, como explicó en un sensacional texto paradójico de 1924, «Cómo sobrevivir con 36.000 dólares al año», al que le seguiría «Cómo sobrevivir con casi nada al año». El hotel más caro de Manhattan y trasladarse en limusinas, ir al teatro, comer en restaurantes y viajar sintonizaban mal con plantearse ahorrar, así que el escritor y su esposa acabarían por mudarse a Francia en busca de una vida más asequible. Esos y otros movimientos por Europa y Estados Unidos —dados los ingresos psiquiátricos de Zayre u oportunidades laborales en Hollywood— acabarían alejando a la pareja de Lardner, de manera que cuando Fitzgerald volvió a verlo en 1931, el impacto de descubrir al antiguo amigo hecho un puro esqueleto, tembloroso y sufriente, también representó el shock de contemplar que el tiempo había pasado con fervor autodestructivo, que aquellos «Ecos de la era del jazz» —por decirlo con el título de uno de sus mejores artículos— habían quedado silenciados; Nueva York era ya un callejero de dolorosa nostalgia, como pondrá de manifiesto en un texto vendido a la revista Cosmopolitan en 1935 y que sin embargo no se publicaría hasta que Wilson lo recuperó para El Crack-Up, «Mi ciudad perdida», en el que rememora: «Y finalmente, de este periodo recuerdo haber ido una tarde en taxi, entre edificios muy altos bajo un cielo malva y rosa; me eché a llorar porque tenía todo lo que quería y sabía que no sería tan feliz nunca más».
¿Estaría en lo cierto Fitzgerald al insinuar una oculta desdicha en el alma de Lardner durante su última docena de años, o él se estaba proyectando —temiendo un destino similar— en la angustia de su precariedad económica, del alcoholismo a veces con lances agresivos y de la infelicidad con y preocupación por Zelda? O. Henry, en su relato de 1901 «El califa, Cupido y el reloj», habla de la «orgullosa ciudad de Nueva York» —el autor se referirá a la vida de cada neoyorquino como la de «una historia digna de ser contada» en su libro Los cuatro millones (1906), que era la población de la urbe a inicios del siglo XX—, y Fitzgerald califica