Judith N. Shklar

Después de la utopía. El declive de la fe política


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implícitamente, la misma posibilidad de conocimiento social y de mejora.

      El romanticismo no fue la única reacción hostil a la Ilustración. Los creyentes cristianos difícilmente podían comulgar con sus doctrinas, y el siglo XVIII fue, sin duda, totalmente arreligioso. Florecieron los movimientos pietista y evangélico. En Saint-Martin, el siglo incluso tuvo sus místicos. Pero toda esta religiosidad no llegó al punto de una refutación teológica de las Luces, al menos no en el ámbito de la teoría social. Hasta que la Revolución francesa no hizo temblar los cimientos de las instituciones eclesiásticas, no hubo una contestación inminente. Con la literatura política inspirada de los teócratas, dirigidos por Joseph de Maistre, apareció un ataque a la Ilustración, punto por punto, desde una posición católica. Merece la pena señalar que, incluso De Maistre llegó a flirtear en su juventud con las ideas ilustradas, hablando favorablemente de la libertad y refiriéndose a Dios como el «Ser supremo»23. La reacción católica a la Ilustración, que apareció durante la Revolución, fue desde el principio de carácter político, y sus descendientes contemporáneos, en su rechazo a todo el mundo postrevolucionario, retienen esta orientación. Por tanto, la oposición religiosa a la Ilustración ha sido menos compleja, en cierto sentido menos profunda, que la del romanticismo. Sin embargo, es superficial considerar esta oposición como un mero problema de conservadurismo político extremo: en el caso de un pensador como De Maistre, el calibre de su «reacción» política solo formaba parte de la idea más amplia según la cual Europa había dejado de ser cristiana y toda la época moderna era, en ese sentido, un fracaso. Es esta conciencia, no su sesgo autoritario en problemas de gobierno, la que ha dado a la respuesta de De Maistre a la Ilustración su perdurable influencia.

      Que la fe en el progreso es algo que repele a gran parte del pensamiento cristiano resulta obvio, pues descansa en la negación del pecado original. Sin embargo, De Maistre llegó aún más lejos negando su validez. De hecho, apenas nadie desde Lutero había quedado tan impresionado por la corrupción humana salvo De Maistre. Aunque profesaba admiración a santo Tomás, no parece que aceptase su doctrina de que las facultades de la razón natural no tienen parangón. En realidad, su pesimismo no era meramente social; era de alcance cósmico. Su contribución a la controversia sobre el significado del terremoto de Lisboa de 1755 fue un regreso a la creencia en la Providencia, la humanidad era tan mezquina que estos desastres ocurrían porque los hombres lo merecían. Que los aparentemente buenos pereciesen junto a los culpables no era injusticia, puesto que ninguno de nosotros es realmente inocente24. El cuadro de violencia en la tierra que pintaba era mucho más horrible que el de Hobbes. El hombre natural de Hobbes al menos mataba por propósitos comprensibles, pero De Maistre veía la violencia como ley de vida, incluso en el mundo vegetal. Los hombres no podían ayudarse matándose entre sí. Mataban por razones justificadas y también, simplemente, por divertirse. En cualquier caso, no hacían más que cumplir con su destino. El mundo es una interminable carnicería25. La violencia es la esencia de toda actividad humana, incluso en sus formas más positivas. Finalmente, la sociedad depende para su supervivencia del ejecutor público26.

      Como la Ilustración, De Maistre ponía gran énfasis en el poder del pensamiento, pero lo consideraba casi como una fuerza absolutamente maligna. El clero y la nobleza debían difundir la religión y el «dogma nacional», una mezcla de conceptos religiosos y políticos tradicionalmente morales, y dominar el mundo de las ideas27. En cuanto a los sabios, no estaban para hablar de problemas morales. Podían entretenerse con las ciencias naturales, pero nada más, incluso estas le resultaban sospechosas. Las ciencias naturales eran las criaturas de los hombres soberbios y brutalizados. También, al enfatizar las leyes de la naturaleza, hacían parecer que la oración es algo superfluo28. La razón y la voluntad humanas eran enemigas de la fe y, por tanto, sospechosas. Los hombres de saber debían abandonar toda ambición política. La historia, según De Maistre, muestra que los intelectuales no tienen talento para los asuntos prácticos, mientras que los sacerdotes, por otro lado, siempre han sido excelentes hombres de estado29. Esta conclusión se sigue lógicamente de su idea de que, en política, la razón y la práctica están inalterablemente en oposición mutua. La racionalidad de las teorías políticas solo demuestra que son inútiles o perniciosas30, pues siempre olvidan la profunda irracionalidad de la humanidad en general y de las unidades sociales en especial.

      En cuanto al mundo que le rodeaba, De Maistre mostraba un profundo disgusto. A veces consideraba a la Revolución como obra directa de Satán o como el justo castigo a una generación irreligiosa. Solo en ocasiones, albergó la esperanza de que fuese una purga salutífera de una nación corrupta31. No cabía duda de sus orígenes históricos –nacida del protestantismo, hija de la herejía–. Inversamente, solo un renacimiento de la religión, solo bajo el dominio de la Iglesia católica, podría sobrevivir Europa. Esta interpretación de la historia es la que concede a De Maistre su importancia contemporánea. Muchos pensadores cristianos, tanto católicos como protestantes, suscriben la idea de que las civilizaciones viven y mueren en su fe religiosa tradicional y que, al final, todos los acontecimientos sociales son expresión de alguna actitud religiosa. En cuanto a la Ilustración, el historiador católico británico Christopher Dawson, que quizá sea el representante más perfecto de la escuela de los fatalistas cristianos, todavía puede hablar de ella como «la última de las grandes herejías europeas»32. Más aún, es el fatalismo histórico implícito en una teoría que hace que la vida cultural dependa de un solo factor –la fe religiosa– lo que une a tantos teóricos sociales cristianos. La guerra, el totalitarismo, en suma, el declive de la civilización europea, son todos resultados inevitables de la ausencia de fe religiosa en la época moderna. Puesto que no parece probable una renovación del cristianismo, el final de la cultura occidental es más que posible. En esto, los teólogos protestantes como el suizo Emil Brunner y el británico Nicholas Mickle, los anglocatólicos como V. A. Demant y T. S. Eliot, así como algunos pensadores católico-romanos como Hilaire Belloc, Christopher Dawson, Romano Guardini y Erich Voegelin están de acuerdo. En este sentido, el democrático Jacques Maritain concuerda con el monárquico autoritario Henri Massis.

      La relación de este tipo de pensamiento religioso con el romanticismo no es evidente. Sin duda, a ambos le disgustan muchas cosas en común. Pero, aunque compartan el desagrado común por las Luces, fue por diferentes razones. Una cosa es rechazar el neoestoicismo como racionalista por descartar la revelación y otra bastante diferente denostarlo como algo muerto y apoético. De nuevo, el hecho de que el cristiano se revele contra la época presente no le sitúa más en un estado cultural de alienación que el romántico. El aspecto externo que surge de su indignación –la vida urbana sin raíces, la tecnología, la prevalencia de modas de pensamiento que derivan de las ciencias naturales, la popularidad de las ideologías y partidos totalitarios– también ofenden al romántico. Sin embargo, para el romántico la alienación cultural supone un extrañamiento absoluto, mientras que el creyente todavía puede descansar con seguridad en su fe. El anhelo por un cielo inencontrable es la condición esencial de la conciencia infeliz. Para el pensador cristiano, la falta de fe de aquellos que le rodean es aterradora, no tanto su propia vacuidad. Esta distinción, aunque crucial, no está exenta de dificultades. Particularmente, entre los primeros románticos, «el anhelo infinito» acabó con una aceptación del catolicismo. Friedrich Schlegel, de hecho, se convirtió en gran admirador de las obras de De Maistre33. De nuevo, la religión emocional, internalizada, del sentimiento, que floreció al mismo tiempo que el primer romanticismo, se parece a este último en muchos aspectos. De hecho, Hegel lo consideraba como una manifestación de la conciencia infeliz34. Sin embargo, la insistencia en la individualidad como única guía hacia Dios, que es característica tanto de la religión optimista de Schleiermacher como de la fe trágica de Kierkergaard, apenas guarda el menor parecido con cualquiera de las formas establecidas de cristianismo. Esto también es evidente en las ideas de Gabriel Marcel. Igualmente, la devoción estética de Chateaubriand es extraña a la antigua fe. Más aún, la adoración a la imaginación creativa y el excesivo desdén por la razón, así como la insistencia en la individualidad en todas las materias, no son del gusto de las formas ortodoxas cristianas, tanto católica como protestante. Para los tomistas en particular, son cualquier cosa salvo seductoras. Por tanto, no hay afinidad real entre romanticismo y cristianismo. El fatalista romántico y el cristiano