joven, por lo que la mayoría de las misiones y deberes de la comunidad los observaba como testigo, sin involucrarme. Por eso pasaba gran parte de la noche sin hacer nada, mirando la luna y soñando, observando la ciudad e imaginándome los paisajes que apenas se vislumbraban en el horizonte más allá de los edificios.
Dormía muy poco y despertaba cuando el sol alumbraba. Esa es otra regla: los ratones dormimos durante el día. Yo estaba acostumbrado a la inactividad, me aburría y permanecía, al contrario de los demás, despierto durante el día, vigilando qué ocurría en el edificio por más curiosidad que miedo. Me movía principalmente por aquella buhardilla. A pesar de lo estrecha y aparentemente inútil que era para los Suran, a mí me parecía un lugar agradable, con sus pequeñas ventanas circulares. Y fue allí donde conocí a Anne.
Mientras la madre se encargaba de atender al viejo general del segundo piso, Anne subía a la buhardilla, su guarida, donde jugaba con sus muñecas e inventaba historias y amigos imaginarios, pero a los que les hablaba como si realmente estuvieran allí. También en ese lugar, secretamente, comenzó a inventar y a escribir sus propias historias, y a acompañarlas de dibujos, tal como lo hacían sus padres.
Una mañana me deslicé hasta la buhardilla y me quedé tendido en el círculo de una de las ventanas, hasta que descuidadamente me dormí. Cuando desperté sentí el mayor susto de mi vida hasta ese momento. Anne me observaba muy de cerca, con su cuaderno de dibujos en las manos, moviendo frenética un lápiz sobre el papel. Por supuesto, quedé paralizado de miedo. Me dijo que no me moviera porque estaba dibujándome y que más tarde escribiría una historia sobre ese dibujo donde yo sería el protagonista. No por valentía, ni osadía, ni siquiera por inconsciencia, sino simplemente por miedo no me moví y esperé que ocurriera lo peor. Pero nada sucedió. Anne siguió dibujando en su cuaderno, mientras yo permanecía en el alféizar, con la cola colgando y tiesa de miedo. Finalmente, terminó lo que hacía, se levantó, perdió el interés en mí y se fue a jugar con los vestidos y pelucas que guardaba en un baúl.
Al día siguiente aparecí otra vez por el desván, ahora movido por la curiosidad. Anne estaba allí. Cantaba y arreglaba sus muñecas, con las que tenía largas conversaciones a media voz. Sonrío al verme. Dijo que se había esmerado y que ahora debía ponerme cómodo para escuchar la historia que había escrito basada en mí. Por supuesto, yo no dije nada; entre ambos no podíamos entendernos, pues no hablábamos el mismo lenguaje. Me pareció oportuno escuchar lo que tenía que decir. Me deslicé por el piso cerca de una máquina de coser que a veces ocupaba la señora Marie para reparar o confeccionar ropa a su hija. Me quedé quieto tratando de no molestar y con un plan de emergencia por si tuviera que huir. Anne dejó varias de sus muñecas en el suelo, cerca de donde me encontraba, y se sentó en una pequeña silla en el centro. Levantó una carpeta y la extendió en el piso para dejar ver sus dibujos, a mí y a las muñecas, las que obviamente seguían tiesas e indiferentes. Y era muy cierto: allí estaba yo retratado con lápiz de carbón y cera, con una sonrisa absurda y una panza que en esa época no tenía y que atribuí más bien a la imaginación de la artista. De todas maneras, la cara de aquel ratón dibujada en esa carpeta me pareció muy parecida a la mía, y si hubiera podido hablar o hacerme entender, se lo hubiera agradecido y a la vez la habría felicitado.
Anne carraspeó, se peinó el pelo con los dedos y comenzó a leer lo que había escrito el día anterior. La historia del ratón se titulaba: El ratón Miau, un ratón que quería ser gato. Por supuesto, al escuchar el título comencé a reír sin parar. La niña ni nadie que no sea ratón podría identificar la risa de un ratón; a ella debió parecerle un fuerte chillido desagradable. El título de aquella historia recién escrita me pareció de lo más gracioso. No tenía por qué saber que los ratones, cuando pequeños, no odiamos a los gatos, aunque intentamos por todos los medios evitarlos, tanto como a los humanos. Simplemente con los gatos no nos llevamos bien, hay que reconocerlo, por eso tratamos de rehuirlos y así también evitamos servirles de cena. Cuando dejé de reírme, escuché muy atentamente la historia del ratón Miau, que en parte, según lo que me había prometido la niña, estaba basada en mí. Era la historia de un ratón que quería vivir entre los gatos, pretendía realizar un pacto para no seguir enemistados y ayudarse mutuamente. Al final, resultó interesante y me gustó, aunque debería decir que era un relato del tipo fantástico, pues un pacto entre gatos y ratones jamás se podría realizar; en la realidad a ninguno de los dos animales nos gustaría llegar a acuerdos, sino, por el contrario, seguir nuestras existencias muy separados y hasta indiferentes unos con los otros.
Cuando Anne terminó de leer el cuento, cerró la carpeta y la guardó en el baúl de broches metálicos, donde escondía sus secretos. Dijo que era hora de almorzar y bajó al piso a esperar a su mamá. Entonces me quedé solo con las muñecas que miraban con fijeza, tal como miran las muñecas, lo que al final siempre produce miedo.
¿Y el canario polaco? Pronto aparecerá, porque con su llegada también arribaron los tiempos más oscuros para todos nosotros en el edificio de la rue de l’ Avenir.
3
UN DÍA, de regreso de su trabajo en la imprenta, Joseph Suran se encontró con el canario polaco. Desde hacía varios meses su sueldo no le alcanzaba para vivir, y su trabajo se limitaba a escribir tarjetas de felicitaciones, de defunciones y otras del mismo tipo. Los tiempos, además, no eran los mejores: mucha gente había comenzado a emigrar de Europa por culpa de la guerra.
Joseph ese día caminaba de vuelta a su casa. Decidió pasar por un mercado a comprar frutas para su hija. Entonces se encontró con el canario. Un hombre, que fumaba pipa, vendía los canarios, que, según él, provenían de Polonia, y eso los hacía valiosos y especiales. Cuando Joseph vio a uno de ellos, uno de color amarillo y con una pequeña mancha roja en la cabeza como si le hubiera caído una gota de tinta, no pensó en el dinero que escaseaba en su casa, sino en su hija: el canario sería un estupendo regalo para aquellas horas que pasaba sola en la buhardilla.
Por supuesto, cuando llegó al departamento, la señora Marie movió la cabeza y apretó lo labios para no llorar. Estaba segura de que su marido llegaría a ser algún día un gran escritor, aunque ahora trabajara escribiendo para la imprenta del señor Dumay. Amaba en él su sensibilidad, su inocencia a veces, pero también era una mujer práctica y estaba consciente de que las finanzas de la casa eran un asunto importante, y alguien, es decir, ella, debía preocuparse por equilibrar la vida material. Su hija Anne crecía rápidamente y debía ir a la escuela, pero no tenían dinero para pagar su educación.
Después de una hora de disgusto, la señora Marie, que también era una mujer comprensiva y pacífica, decidió que no se enojaría con Joseph y le perdonó la compra de aquel canario amarillo con la manchita roja en la cabeza. Finalmente, dejaron al ave asustada en una pequeña jaula circular. Anne desde el primer momento quedó maravillada con el regalo. Cuando sus padres le preguntaron cómo lo llamaría, respondió que, simplemente, “el canario polaco”; el nombre con el que lo conocimos en esa casa desde entonces.
Esa misma tarde, cuando Joseph bajó a leer el diario al departamento del general Goliat, pues no tenía dinero para comprar el suyo y prefería, además, comentar las noticias con su vecino, la señora Marie y su hija dejaron la jaula cerca de la ventana y decidieron utilizar al ave como modelo para dibujarla. Lo que Anne sabía de dibujar lo aprendió con su madre, quien le corregía y enseñaba pequeños trucos para ensombrecer o para trazar perspectivas, que era lo más difícil para Anne. Así se entretuvieron durante la tarde, hasta que la señora Marie debió ocuparse de preparar la cena. Mientras hervía agua para unos fideos con menta y queso, que era lo único que tenía para cocinar, Anne le preguntó por los canarios a su madre; más bien, cómo era que este, su canario polaco, no cantaba como se suponía debía cantar. La señora Marie reconoció que durante esas horas que llevaban dibujando al canario, este no había abierto el pico, más bien parecía asustado, hasta enfermo. Se dieron cuenta entonces de que el canario no cantaba y de que tal vez no lo haría jamás, que por eso era un canario especial, uno que escondía la cabeza entre las plumas y parecía triste y melancólico la mayor parte del tiempo. Más tarde, la señora Marie le comentó a su marido que, probablemente, el canario no resistiría el encierro de la jaula y moriría. Pero no ocurrió de ese modo, aunque tampoco cambió el ánimo