De pronto Kate sintió como tuviera pintada en la cara su propia sonrisa de despedida, igual que un payaso.
–Adiós, señor Henderson –se despidió y atravesó el vestíbulo del hotel sin mirar atrás.
Fue al tocador y le alegró encontrarlo vacío. Durante un momento se apoyó en la puerta, enfadada por tener la respiración agitada; esperó que su marcha hubiera sido tan digna como había pretendido.
«Pero no puedo garantizarlo», pensó, haciendo una mueca. «Y probablemente él fue consciente de ello, maldita sea».
Se acercó a la hilera de lavabos, se alisó el pelo ya inmaculado, añadió una capa innecesaria de carmín a los labios y luego se lavó las manos, un gesto simbólico que la obligó a reír.
«Reconócelo, Kate», le dijo a su reflejo, entre divertida y culpable, «durante unos instantes sentiste la tentación».
Después de todo, Ryan no la esperaba hasta el día siguiente. Y sólo se trataba de una invitación a cenar. ¿Quién se iba a enterar si aceptaba… y dónde estaba el daño? «Tu matrimonio es sólido como una roca, ¿no?»
Durante un momento se quedó muy quieta, invocando la imagen de Ryan hasta que le dio la impresión de que estaba de pie a su lado, alto, relajado, con su rostro delgado que siempre sería atractivo más que guapo.
«Tan real», se maravilló, que casi podía oler la fragancia áspera y masculina de la colonia que usaba. Tan sexy, de un modo ecuánime, subestimado, que todo su cuerpo se contrajo en una excitación súbita e inesperada.
Vio sus largas piernas y caderas estrechas enfundadas en unos vaqueros viejos, con la camisa abierta al cuello y las mangas subidas alrededor de sus musculosos antebrazos. Ropa de trabajo… nada parecido a los trajes oscuros de ciudad que llevaba cuando ella lo conoció. Pero los cambios en Ryan eran mucho más profundos que lo que indicaba su apariencia. Y si era sincera, ese había sido uno de los aspectos de su nueva vida que más le había perturbado.
Cerró los ojos y desterró la imagen, borrando todo el incidente con Peter Henderson. Había sido una fugaz distracción en el suave discurrir de su vida, que no valía la pena volver a recordar.
–Es hora de regresar a casa –dijo en voz alta.
Desde el teléfono público del vestíbulo llamó al piso. Saltó el contestador automático, lo que indicaba que Ryan estaba trabajando.
–Hola, cariño. La boda se ha cancelado, no tardaré en volver. ¿Por qué no salimos a cenar fuera esta noche? Invito yo. Mira si puedes reservar mesa en Chez Berthe.
Pasó por la Recepción para informar de que se iba y comprobar que la cancelación no había provocado dificultades inesperadas.
–Todo está bien –la tranquilizó la joven detrás del mostrador–. Es una pena. Nadie aquí recuerda algo similar.
–Espero que no establezca una tendencia –repuso Kate mientras daba media vuelta.
–Oh, un momento, señorita Dunstan –la detuvo–. Casi lo olvidaba –exhibió una expresión de complicidad–. Han dejado esto para usted –le entregó un sobre que mostraba su nombre escrito a mano.
–Gracias –dijo con frialdad y lo metió en el bolso, maldiciendo en silencio la curiosidad de la recepcionista. Era importante dejar una imagen profesional, por lo que esbozó una sonrisa amable, pero formal–. No anticipo ningún problema más –añadió–, pero si surgiera algo puede llamarme a mi despacho o al móvil.
Aguardó hasta estar en su coche para abrir el sobre. Era la tarjeta de visita de Peter Henderson, pero en el dorso había escrito su numero particular.
Y debajo había añadido: Te dije que era un optimista.
Kate apretó los labios. Se sintió tentada a romper la tarjeta y tirarla a una papelera, pero no había ninguna cerca. Se desharía de ella luego, decidió, guardándola en la cartera. Después de añadirlo al archivo de clientes en el ordenador del despacho, por supuesto, corrigió. Eso lo neutralizaría. Lo reduciría a un contacto de negocios. Inocente, y potencialmente beneficioso. Fin de la historia.
El tráfico estaba milagrosamente fluido, por lo que se encontró en casa casi antes de lo que se había atrevido a esperar. Aparcó junto al Mercedes de Ryan en el aparcamiento subterráneo del edificio.
Subió a la última planta e introdujo la llave con sigilo, ya que Ryan aún estaría trabajando y era importante no molestarlo. Le gustaba la tranquilidad cuando escribía, aunque se mostraba razonablemente tolerante con las interrupciones, en especial cuando venían con una taza de café.
«Le daré media hora», pensó Kate mientras dejaba el maletín en un sofá.
Se quedó quieta al darse cuenta de que reinaba una quietud absoluta. Escuchó con atención, pero sólo había silencio. Se aclaró la garganta.
–Ryan… ¿estás aquí? –y por primera vez fue consciente de un leve eco. Desconcertada, pensó que debía estar en casa. Siempre estaba. Además, no se había llevado el coche.
En el otro extremo del salón vio la luz roja del contestador automático que parpadeaba. Al ponerlo, sólo escuchó su mensaje.
Miró en el dormitorio, en los dos cuartos de baño y luego en el despacho de Ryan, por si le había dejado una nota. Nada. Su escritorio estaba limpio.
«Claro», pensó. «No me esperaba hasta el día siguiente».
Se sintió absurdamente desinflada. Había vuelto a toda velocidad para estar a su lado, y él se hallaba en otra parte. No había mesa reservada en Chez Berthe, ni en ninguna otra parte.
Suspiró. Tendría que preparar algo de pasta, con atún y anchoas, y había algo de pan de ajo en el congelador. Sería mejor que empezara, pues Ryan no tardaría mucho… no si no se había llevado el Mercedes.
Por otro lado, comprendió al mirar inquieta a su alrededor, el piso se encontraba extrañamente ordenado… como si nadie hubiera estado allí en todo el día.
«Oh, para» se amonestó. «Sólo estoy decepcionada. No es para ponerme paranoica».
Entró en la cocina y llenó la cafetera. Se prepararía un café y luego se pondría a hacer la cena. Le daría una sorpresa cuando llegara. Al abrir el grifo vio dos copas de cristal en la pila. Enarcó las cejas. «¿Champán?», pensó. «Ryan casi nunca bebe champán. Prefiere el clarete».
Puso el agua a hervir y luego, siguiendo un impulso que no quiso analizar, abrió el cubo de la basura. Había una botella vacía de Krug, evidencia muda de que Ryan había estado bebiendo champán, y no solo.
Durante un momento se quedó mirando fijamente la botella; luego soltó la tapa y dio la vuelta.
«¿Y qué?», reflexionó, con un encogimiento de hombros mental. Estaba claro que había celebrado algo. Quizá Quentin, su agente, lo había llamado para darle buenas noticias sobre la opción cinematográfica del último libro.
Aún no podía creerse lo espectacular que había demostrado ser la nueva carrera de Ryan. Creía que estaba firmemente establecido en la Bolsa, y se quedó espantada cuando le anunció su decisión de dejar el mercado de valores para escribir su primera novela. Kate, cuya sociedad con Louie se hallaba en sus primeras fases tentativas, había intentado razonar con él, señalándole los riesgos que corría, pero él se mostró inamovible.
–No me gusta mi vida –le había dicho–. Miro a las personas que me rodean y veo que me estoy volviendo como ellas. No quiero eso. Esta es mi oportunidad de liberarme, y la aprovecharé. No tienes de qué preocuparte, Kate –había añadido con más gentileza–. Tengo dinero ahorrado para protegernos al principio. No dejaré que te mueras de hambre.
–No pensaba en mí –protestó ella–. Si dejas el trabajo no habrá modo de volver atrás. Y convertirte en escritor es un… salto tan grande al vacío. ¿Cómo sabes