Paolo Mossetti

Mil máscaras


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tendido desde hace tiempo con algunos oligarcas rusos, del deseo de superar la democracia parlamentaria expresado en varias ocasiones por el propietario de la plataforma de internet del M5S, o del coqueteo entre Salvini y varios grupos cercanos al neofascismo. Por esta razón, en muchos casos la prensa progresista todavía asocia a los populistas con las manifestaciones populistas originarias (y bastante evanescentes) de finales del siglo xix o de la posguerra, como el llamado «poujadismo» en Francia o el «Uomo Qualunque» («Hombre Común»[2]) en Italia; espacios políticos para inadaptados y provincianos, destinados a reducirse a la primera dificultad. Sin embargo, en algunas circunstancias parece justificada la ecuación entre populismo y extrema derecha, o incluso entre populismo y fascismo.

      Pero estas correspondencias solo resultan eficaces si se juzga la forma del populismo, más que los contenidos de este, y si se limita la observación al fenómeno analizando solo Italia y en el corto plazo. El capítulo I del libro está dedicado enteramente a los protagonistas de esta historia, los partidos políticos que mejor encarnan la ola populista. La base ideológica del M5S y de la Lega tiene que ver con antiguas heridas, pero al mismo tiempo es transmitida por una estructura organizativa original, distinta de los ilustres precedentes del populismo, capaz de adaptarse al momento actual de revuelta contra los expertos certificados de todo el mundo y a las especificidades italianas. Son dos partidos, M5S y Lega, cuyas «partículas» vienen de lejos pero cambian de forma decisiva, especialmente en el último lustro, adaptando su «oferta» a un contexto en el que parecen haber desaparecido las diferencias sustanciales entre los partidos políticos establecidos y la política ha decidido delegar en instituciones aparentemente neutrales la tarea de reducir las ambiciones de la burguesía. Esto ha convertido a Italia en el primer caso en el mundo de país conducido por un partido nacido en un blog y por un partido que en nueve décimas partes de su historia había sido ferozmente regionalista e incluso separatista.

      Siguiendo los trabajos que han visto ya la luz en los últimos meses, creo que el término más adecuado para describir esta síntesis, a veces inquietante, no es ni extrema derecha ni fascismo, sino «nacionalpopulismo». Esto se debe a que la fuerte sacudida telúrica que socava los cimientos de la bipolaridad de la última década del siglo xx y la primera del xxi contiene, por primera vez en proporciones decisivas, elementos agresivamente nacionalistas y elementos de extrema derecha (concentrados principalmente en la Lega) y otros puramente populistas, especialmente por lo que respecta al M5S, que parece seguir a la opinión pú­blica dondequiera que vaya, sin procurarse una coherencia interna.

      El principal problema es que gran parte de lo que se escribe sobre el nacionalpopulismo adopta un punto de vista declaradamen­te hostil. E, incluso cuando está justificado por la realidad de los hechos, termina muchas veces obstaculizando significativamente la comprensión del fenómeno. Quizá también debido al hecho de que la nueva estructura política está aparentemente orientada por completo a darle la vuelta a la anterior, con demasiada frecuencia los escritos críticos terminan concentrándose en lo que los nacionalpopulistas amenazan con hacer en lugar de lo que hacen o quiénes son en realidad. De este modo, los liberales y la galaxia de las izquierdas terminan pintando a los nacionalpopulistas como un bloque tetragonal, sin darse cuenta de que el electorado que vota para derrocar la democracia liberal está formado por segmentos diversos, unos más intransigentes y radicalizados, otros más moderados y maleables.

      Estos grupos tienen muchas aspiraciones en común y una visión bastante similar de la sociedad. Están convencidos, por ejemplo, de que el papel de la mujer en Occidente en las últimas décadas se ha deteriorado, que el movimiento de la «contestación», de la protesta, de los años sesenta ha hecho más daño que bien, que el islam representa un peligro para la civilización y que la inmigración trae más problemas que ventajas. Pero al mismo tiempo son grupos repre­sentativos de intereses y estilos de vida que también son muy diferentes entre sí.

      Este libro no pretende romantizar o suavizar las tensiones que mueven a estos segmentos, pero se basa en la creencia de que con algunos de ellos sería útil poder entrar en conversación: de ello resultaría, creo, una comprensión mucho más rica y articulada de sus proyectos que el actual.

      20, 30 y 40 años atrás

      Analizando el «lado de la oferta» de los partidos nacionalpopulistas habremos abordado solo una parte de la cuestión de cómo fue posible, pero para comprender el significado de este terremoto debemos dar un paso atrás y observar las profundas tendencias a largo plazo que han remodelado la sociedad italiana en los últimos cuarenta años. La génesis del nacionalpopulismo se desarrolla a lo largo de tres vías, a veces superpuestas, que se desarrollarán en el ca­pí­tulo II. Los primeros indicios de la primera vía se remontan a finales de los noventa y principios de la década de 2000, con la entrada de Italia en el euro, la decisión de la centro-izquierda de apoyar la intervención de la OTAN en la desaparecida Yugoslavia y el derrumbe de las Torres Gemelas. Esos acontecimientos coinciden con el comienzo de veinte años de laceraciones en casi todos los aspectos de la vida nacional, también por causas no vinculadas únicamente a esos eventos: desde las aspiraciones de estabilidad de la clase media hasta la ocupación general; desde los ideales del multiculturalismo hasta los de utopía proeuropea. Son veinte años que inspiran más directamente que otros las elecciones estratégicas y los lemas del na­cionalpopulismo actual, y por la fuerza de las circunstancias significa que los jóvenes son decididamente seducidos por ellos. Pero, además de la destrucción de estos años, hay más cosas.

      Para la segunda vía de la crisis italiana, la de la despolitización colectiva en relación con una serie de entidades fundamentales de la vida pública, podemos remontarnos a los años a caballo de la caída del Muro de Berlín, que arroja a los comunistas a un abismo existencial del cual no se han recuperado aún completamente, al comienzo casi contemporáneo del escándalo político más grave en la historia de Italia, con toda la clase política de sello centrista y socialista acusada de ser estructuralmente corrupta e inadecuada para dirigir el país. La condena, sin apelación posible, que vendrá después afectará también de modo determinante al «gran desmantelamiento» de las empresas públicas, que han estado en dificultades financieras durante algún tiempo y se liquidan con un proceso que seguirá vías poco transparentes, acelerado por la ansiedad de tranquilizar a los inversores y las instituciones europeas. Estos son también los años en los que, mientras en Francia estalla el nacionalpopulismo en la variante lepenista, en Italia se abre camino una combinación de movimientos regionalistas y xenófobos que responden al atávico atraso del sur de Italia y que se tomará el nombre de Lega Nord (Liga del Norte).

      Profundizando aún más, el proceso de formación nacionalpopulista encuentra sus raíces incluso a finales de los años setenta, cuando quince años de profundos trastornos sociales y económicos, que involucran a la Iglesia y a los partidos políticos, terminan de manera catastrófica, dando paso a un declive de cuarenta años. El milagro económico y las esperanzas reformistas de centro-izquierda habían vuelto a fluir dolorosamente. Con la explosión del movimiento estudiantil y el «otoño caliente», los aparatos del Estado desviados reaccionan con los años sombríos de la «estrategia de tensión», mientras que los movimientos más radicales responden con una ofensiva terrorista sin parangón en Europa. Un armisticio estratégico histórico entre los dos gigantes políticos de la época, la Democrazia Cristiana (Democracia Cristiana [DC]) y el Partido Comunista, se verá con­denado al fracaso, dando comien­zo a un proceso de decadencia y degeneración de cuarenta años en las instituciones, la clase empresarial y la política. Hay un mundo entero en proceso de derrumbe y las partículas primitivas del populismo italiano se dispersan en las multiformes corrientes de la marginalidad o integrándose completamente en la sociedad. Pero será solo un retiro temporal, que en realidad acumula, entre frustración y desesperación, un resentimiento que más tarde estallará.

      Así pues, la historia del populismo italiano no empezó el 4 de marzo de 2018, ni siquiera en el lustro anterior (cuando Lega y M5S adquieren las formas y las peculiarilades que todos conocemos hoy), sino que es el resultado de fracturas de décadas: algunas específicamente italianas, como la gran división entre el norte y el sur o el pesado legado del Partido Comunista más fuerte de Occidente, y otras compartidas con otras democracias en crisis en Europa y el Atlántico, como la volatilidad del electorado, la creciente desconfianza hacia los partidos políticos o la sensación