John C. Lennox

¿Puede la ciencia explicarlo todo?


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en estos tiempos que corren, ¿es que es posible ser científico y creer en Dios?”

      Este es un punto de vista que he oído expresar a muchas personas con el transcurso de los años. Pero sospecho que a menudo las dudas no expresadas son lo que impide a muchas personas tratar el tema de la ciencia y Dios con pensadores serios.

      Como respuesta, me gusta formular una pregunta muy científica: “¿Por qué no?”. Y me responden: “Bueno, porque la ciencia nos ha proporcionado unas explicaciones maravillosas del universo y nos ha demostrado que Dios no es necesario. La creencia en Dios está anticuada. Pertenece a aquellos tiempos en que las personas no entendían el universo y optaban por la vía fácil diciendo que «lo hizo Dios». Esa concepción del «Dios que explica lo que ignoramos» ya no funciona. De hecho, cuanto antes nos libremos de Dios y de la religión, mejor”.

      Entonces suspiro para mis adentros y me dispongo a mantener una larga conversación en la que intentaré desenredar las numerosas conjeturas, malentendidos y medias verdades que la gente ha absorbido, sin aplicarles un pensamiento crítico, de la sopa cultural en la que nadamos.

      UN PUNTO DE VISTA HABITUAL

      No es de extrañar que este punto de vista sea tan frecuente que se haya convertido en la postura por defecto de muchas personas, por no decir de la mayoría; es un paradigma que sostienen algunas voces importantes. Stephen Weinberg, por ejemplo, ganador del Premio Nobel de Física, dijo:

       Este mundo necesita despertar de la larga pesadilla de la religión. Los científicos deberíamos hacer todo lo que esté en nuestra mano para debilitar la influencia de la religión, y esta podría ser, de hecho, nuestra mayor contribución a la civilización.1

      Espero que no hayas pasado por alto el siniestro elemento totalitario de esta afirmación: “todo lo que esté en nuestra mano…”.

      Esta actitud no es nueva. Me encontré con ella por primera vez hace cincuenta años, mientras estudiaba en la Universidad de Cambridge. En cierta ocasión me encontré en una cena oficial del colegio mayor, sentado junto a otro ganador del Premio Nobel. Yo nunca antes había conocido a un científico tan prestigioso y, para aprovechar al máximo la conversación, probé a formularle algunas preguntas. Por ejemplo, le pregunté cómo moldeaba su ciencia la cosmovisión que tenía, su imagen global del estatus y el sentido del universo. En concreto, me interesaba saber si sus amplísimos estudios le habían inducido a reflexionar sobre la existencia de Dios.

      Enseguida me di cuenta de que aquella pregunta le hacía sentirse incómodo, y de inmediato di marcha atrás. Sin embargo, cuando acabó la cena me invitó a ir a su estudio. También había invitado a dos o tres de los estudiantes más veteranos, pero a nadie más. Me invitó a que tomara asiento y, por lo que recuerdo, los demás se quedaron de pie.

      Me dijo:

      —Lennox, ¿usted quiere hacer carrera en la ciencia?

      —Sí, señor —respondí.

      —Entonces — prosiguió— delante de estos testigos, esta noche, debe renunciar a esa fe infantil en Dios. Si no lo hace, su fe le convertirá en un paralítico intelectual, y al compararse con sus colegas siempre saldrá perdiendo. Sencillamente, no llegará lejos.

      ¡Toma presión social! Nunca en mi vida había pasado por nada semejante.

      Me quedé sentado en la butaca, paralizado y atónito frente a la desfachatez de aquella agresión que no me esperaba. Lo cierto es que no sabía qué decir, pero al final conseguí balbucear:

      —Señor, ¿qué puede ofrecerme usted que sea mejor que lo que tengo?

      Como respuesta, me ofreció el concepto de la “evolución creativa” que expuso en 1907 el filósofo francés Henri Bergson.

      De hecho, gracias a C. S. Lewis, yo conocía algunas cosas de Bergson y le contesté que no entendía cómo la filosofía de Bergson era suficiente para basar toda una cosmovisión sobre ella y para ofrecer un fundamento para el significado, la moral y la vida. Con la voz temblorosa y todo el respeto que pude reunir, le dije al grupo que me rodeaba que la cosmovisión bíblica me parecía mucho más enriquecedora y las evidencias de su veracidad más atractivas, de modo que, con el debido respeto, pensaba correr el riesgo y seguir defendiéndolas.2

      Fue una situación asombrosa. Ahí tenía a un científico brillante intentando acosarme para que renunciase al cristianismo. Desde entonces, he pensado muchas veces que, si se hubiera dado la situación inversa y yo me hubiera sentado en aquella silla siendo ateo, rodeado de académicos cristianos que me presionaran para abandonar mi ateísmo, eso habría provocado un revuelo en toda la universidad y seguramente habría acabado con un expediente disciplinario para los profesores involucrados.

      Pero la cuestión es que aquel incidente un tanto alarmante fortaleció mi corazón y mi mente. Me decidí a hacer todo lo que pudiera para ser el mejor científico que pudiese ser y, si alguna vez tenía oportunidad, animar a las personas a reflexionar sobre las grandes preguntas sobre Dios y la ciencia, para que llegasen a sus propias conclusiones en vez de verse acosadas o presionadas. En los años transcurridos desde entonces he tenido el privilegio de conversar reflexivamente con muchas personas, tanto jóvenes como mayores, con una actitud amistosa y con un análisis abierto sobre estas preguntas. Lo que encontrarás en el resto de este libro son algunos de los pensamientos y de las ideas que me han resultado más útiles para compartirlas con otros, y algunas de las conversaciones más interesantes e inusuales que he mantenido.

      EL LADO OSCURO DE LA ACADEMIA

      Aquel día aprendí otra valiosa lección: la existencia de un lado oscuro en el mundo académico. Hay algunos científicos que parten de ideas preconcebidas, que en realidad no quieren analizar las evidencias, y que parecen estar obnubilados no por la búsqueda de la verdad, sino por el deseo de propagar la idea de que la ciencia y Dios no tienen relación alguna y que quienes creen en Dios son, sencillamente, ignorantes.

      En pocas palabras: eso no es cierto.

      Es más, no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que es mentira. Piensa por ejemplo en el Premio Nobel de Física. En 2013 lo obtuvo Peter Higgs, un escocés que es ateo, por su investigación pionera sobre las partículas subatómicas y por su predicción (confirmada un tiempo después) de la existencia del bosón de Higgs. Algunos años antes, el premio lo recibió William Phillips, un estadounidense que es cristiano.

      Si la ciencia y Dios no tuvieran relación, no habría cristianos ganadores del Premio Nobel. De hecho, más del 60 por ciento de los ganadores del Nobel entre 1901 y 2000 eran cristianos confesos.3 Quiero sugerir que lo que separa a los profesores Higgs y Phillips no es su física o su estatus como científicos; ambos han obtenido el Premio Nobel. Lo que los separa es su cosmovisión. Higgs es ateo y Phillips es cristiano. La conclusión es que la afirmación de aquellos eruditos que hace tantos años quisieron amilanarme en Cambridge, que decía que si quieres ser respetado dentro del mundo científico tienes que ser ateo, es obviamente falsa. No puede existir un conflicto esencial entre ser científico y tener fe en Dios.

      Sin embargo, sí existe un conflicto muy real entre las cosmovisiones que defienden estos dos hombres tan brillantes: el ateísmo y el teísmo.

      ¿QUÉ ES EXACTAMENTE EL ATEÍSMO?

      Hablando con propiedad, el ateísmo es sencillamente la ausencia de creencia en Dios. Sin embargo, esto no significa que los ateos no tengan una cosmovisión. Uno no puede negar la existencia de Dios sin propugnar toda una serie de creencias sobre la naturaleza del mundo. Este es el motivo de que el libro de Richard Dawkins El espejismo de Dios no sea un mero tratado de una página en el que afirma que no cree en Dios. Es un grueso volumen dedicado a su cosmovisión atea, el naturalismo, que sostiene que este universo/multiverso es lo único que existe, que lo que los científicos llaman “energía de masa” es el componente fundamental del universo, y que no existe nada más.

      El