Carmen Guaita Fernández

Dame tiempo


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«conviértete en el dueño de tu día», se nos dice que debemos vivir como si cada día fuera el último, es decir, en la agonía. Las preguntas clásicas –¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?– se convierten en absurdas para quien puede saberlo todo, hacerlo todo, esperarlo todo. Y, en cuanto a la pregunta clave –qué es el ser humano–, la respuesta contemporánea es: un adolescente eterno.

      Si el espacio deja de ser un límite y ya no percibimos el tiempo como un proceso, no hay sitio para las virtudes. Aunque la palabra suene antigua, sigue significando «comportamiento valioso que conduce a una vida buena y feliz», como la definió Aristóteles. La ética es el resultado de una toma de decisiones y, por tanto, precisa de tiempo por delante: hacer una promesa y cumplirla, por ejemplo. La crisis moral que todos percibimos proviene de nuestra obediencia a lo inmediato y, en consecuencia, al olvido de lo que es o no es bueno, un «músculo» que percibe las consecuencias de los actos.

      Sin embargo, aunque tal vez no pensemos en ello, seguimos necesitando mirar lo que nos rodea, pensar en lo que nos sucede, preguntarnos quiénes somos. Todos intuimos que el vértigo de la actualidad no es la plenitud y que necesitamos una dimensión interior. Intuimos, por ejemplo, que desempeñar bien la tarea de la paternidad obliga a realizar un viaje hacia el corazón con decisión personal y consciencia.

      Y, si saboreamos estas palabras –viaje, consciente, ser–, nos daremos cuenta de que estamos hablando de la dimensión psíquica del hombre: el tiempo. De nuevo lo tenemos aquí. Aun hoy, bajo la tiranía del reloj, el tiempo permanece como categoría esencial de la existencia humana, y continúa asociado de manera indisoluble a la educación de los hijos.

      Todo tiempo es tiempo de vivir.

      Tiempo y oportunidad

      El secreto para entender el tiempo es profundizar en su dimensión de oportunidad. Así es como lo toma la infancia. Los niños se desenvuelven en un presente absoluto –solo aquí y ahora puedo afirmar que estoy vivo–, por eso nunca se compadecen de sí mismos ni se agobian con las incógnitas del mañana. Juegan un partidillo de fútbol y lanzan el balón con la intensidad de una final de campeonato; dibujan un árbol –un león, un dinosaurio, una mariposa– pleno de mil detalles que han observado; los niños más golpeados por la adversidad son capaces de aprender cosas nuevas cada día, como saben bien quienes los acompañan en hospitales o casas de acogida. La infancia, con su curiosidad insaciable, nos dice que hay una manera más consciente de vivir. Nos hace saber que es posible comprender mejor el privilegio de la existencia, disfrutarlo con la mente más abierta, controlar mejor el tiempo y sus tiempos. Más allá del reloj existe una dimensión que espera nuestra capacidad de estima.

      ¿Somos aquello en lo que trabajamos?

      Esta reflexión comenzaba aludiendo a los platillos de una balanza: trabajo y familia. Puede ser importante reconocer y expresar nuestras certezas sobre ellos. Por ejemplo, nuestra relación con el trabajo.

      La vida profesional es importantísima por la cantidad de horas que le dedicamos y la calidad del espacio –prioritario– que ocupa en nuestra vida, así que merece la pena preguntarnos qué nos aporta.

      Puede deslumbrarnos la certeza de ejercer una profesión llena de sentido que por sí misma produce felicidad aun a costa de enorme exigencia. Esto sucede si se pueden poner en juego todas las cualidades personales. Cuando hablamos de vocación, nos referimos a ese punto en el cual lo que uno hace se conjuga bien con lo que desea y piensa, y con aquello para lo que vale. Dichosos quienes tienen la fortuna de realizarse profesionalmente de esa forma.

      Por otra parte, podemos reconocer que no desempeñamos una tarea épicamente satisfactoria, pero la cumplimos sin mayor problema. Seguramente esto sucede porque encontramos cada día al menos un aliciente: un servicio prestado, un problema que pudimos solucionar. Entonces el tiempo dedicado al trabajo también nos ofrece oportunidades. No nos maltrata.

      Pero puede surgir, por el contrario, la certeza de que vivimos para trabajar en algo que no tiene sentido. Entonces somos infelices. No encontramos el «para qué» de nuestro esfuerzo o es exclusivamente el dinero. La vida laboral puede ser entonces una fuente de frustración e incluso de amargura. Quien llegue a esta certeza tiene profundas preguntas que responder y serias decisiones que plantearse.

      Pero, además, mamá y papá tienen hijos. Por tanto, se hallan también ante otra dimensión, la familiar, que es aún más esencial y duradera.

      La memoria puede recorrer de nuevo el camino de aquellos jóvenes que entraron en la vida profesional y luego tomaron la decisión de crear una familia. Seguramente, de aquel período intenso solo podrán evocar fragmentos sueltos, como si la memoria no deseara revelar sus secretos. Sin embargo, desde un lugar más profundo les llega la seguridad de que ese hijo modificó su escala de valores. Hubo un momento sin fecha en que el miedo a lo desconocido se convirtió en valentía; otro en que renunciaron a lograr todos los propósitos de su adolescencia; otro en que la mirada del hijo sobrepasó los estándares anteriores de la felicidad; un momento en que terminó eso de dormir a pierna suelta; en que comenzaron a mostrar el mundo a un pequeñuelo y compartieron su asombro. En esos instantes, su hija o su hijo les abrió su corazón, los convirtió –de alguna manera– en omnipotentes, los amó profundamente. Casi siempre pensamos en cuánto queremos a los hijos y en los sacrificios que les ofrecemos; muy pocas veces somos conscientes de lo mucho que nos quieren y nos necesitan ellos, de todo lo que nos perdonan, de cuántas oportunidades nos ofrecen. Por eso es importantísimo comprender que cada segundo de convivencia familiar es una oportunidad real de felicidad.

      Así que, ¿somos aquello en lo que trabajamos? Somos lo que somos, y eso incluye el trabajo, por supuesto, pero, sobre todo, la vida privada, que es nuestra faceta interior.

      El decálogo de los niños

      Para comprender mejor lo que significa el tiempo en la vida de familia conviene distinguir lo superfluo de lo importante; o al menos lo importante de lo esencial.

      A veces planificamos el horario de los hijos hasta el último detalle: de nueve a cuatro, al colegio, y después deportes, idiomas o clases particulares, deberes, baño, cena, pantalla y a la cama. Es una apretada agenda, a veces condicionada por el propio horario laboral, que lleva a algunos padres a desear que el niño aprenda a leer a los cinco años, domine el inglés antes de terminar Primaria, el mandarín en Secundaria, y a la vez destaque en algún deporte o actividad artística. Estas competencias no son banales, de acuerdo, pero ¿y lo esencial? Nuestros hijos nos lo señalan. Si escribieran para nosotros un decálogo, sería parecido a este:

      1) Edúcame bien, con sentido común, teniendo en cuenta lo que quieres para mí, aunque en ocasiones coincidan tu cansancio y mi rabieta.

      2) Piensa en mí de mayor. ¿Te gustará que sea una persona fuerte? ¿Que sea independiente y autónoma? Pues no me sobreprotejas, no me concedas todos los caprichos para regañarme después por ser caprichoso.

      3) Mírame más. El juego de nuestras miradas es muy importante para mí. Yo te estoy mirando constantemente, me das ejemplo incluso cuando no te das cuenta. Y, a la vez, necesito saber lo que piensas de mí: si me quieres, si estás orgullosa. La respuesta la encuentro en cómo me miras, no en lo que me dices.

      4) Pasea conmigo despacio, sin tu móvil en la otra mano. No te imaginas lo importante que es para mí ese ratito que me dedicas en exclusiva.

      5) No me llenes todos los momentos «vacíos» con actividades planificadas, sé más flexible y libérame del estrés. Yo no puedo seguir tu ritmo adulto. ¡Si ni siquiera puedes seguirlo tú!

      6) Escúchame, pregúntame por mis sentimientos y no solo por mis deseos y actividades. ¿Conoces mis «biorritmos»? ¿Estoy más tranquilo y comunicativo por las mañanas? ¿Por las noches? Si en esos momentos me dedicas un rato, obtendrás lo mejor de mí: mis confidencias y secretos. Me abrazarás en horas diversas y no solo en la mañana del domingo. Cuando yo sea adolescente, agradecerás estos momentos.

      7) Vive con un ritmo más lento cuando estés conmigo, no te levantes a atender