Эдгар Аллан По

Edgar Allan Poe: Novelas Completas (MyBooks Classics): Berenice, El corazón delator, El escarabajo de oro, El gato negro, El pozo y el péndulo, El retrato oval... (MyBooks Classics)


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tiene alguna relación con su expedición a las colinas?

      —La tiene.

      —Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tan absurda empresa.

      —Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos que intentar hacerlo nosotros solos.

      —¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se propone usted estar ausente?

      —Probablemente, toda la noche. Vamos a partir en seguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuelta al salir el sol.

      —¿Y me promete por su honor que, cuando ese capricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa y seguirá con exactitud mis prescripciones como las de su médico?

      —Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tenemos tiempo que perder.

      Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pareció, por temor a dejar una de aquellas herramientas en manos de su amo que por un exceso de celo o de complacencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras, "condenado escarabajo", fueron las únicas que se escaparon de sus labios durante el viaje. Por mi parte estaba encargado de un par de linternas, mientras Legrand se había contentado con el escarabajo, que llevaba atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un lado para otro, con un aire de nigromante, mientras caminaba. Cuando observaba yo aquel último y supremo síntoma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenas contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era preferible acceder a su fantasía, al menos por el momento, o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas más enérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto de la expedición. Habiendo conseguido inducirme a que le acompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversación sobre un tema de tan poca importancia, y a todas mis preguntas no les concedía otra respuesta que un "Ya veremos".

      Atravesamos en una barca la ensenada en la punta de la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilla del continente, seguimos la dirección Noroeste, a través de una región sumamente salvaje y desolada, en la que no se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzaba con decisión, deteniéndose solamente algunos instantes, aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía de haber dejado él mismo en una ocasión anterior.

      Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse el sol, cuando entramos en una región infinitamente más triste que todo lo que habíamos visto antes. Era una especie de meseta cerca de la cumbre de una colina casi inaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base a la cima, y sembrada de enormes bloques de piedra que parecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubieran precipitado a los valles inferiores sin la contención de los árboles en que se apoyaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias direcciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubre al paisaje.

      La plataforma natural sobre la cual habíamos trepado estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuenta muy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a despejar el camino hasta el pie de un enorme tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a los árboles que había yo visto hasta entonces, por la belleza de su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ramaje y por la majestad general de su aspecto. Cuando hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él. El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y durante unos momentos no respondió. Por último, se acercó al enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo examinó con minuciosa atención. Cuando hubo terminado su examen, dijo simplemente:

      -Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbol al que no pueda trepar.

      -Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pronto habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.

      -¿Hasta dónde debo subir, massa?-preguntó Júpiter.

      -Sube primero por el tronco, y entonces te diré qué camino debes seguir… ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo este escarabajo.

      -¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro!-gritó el negro, retrocediendo con terror-. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!

      -Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad de abrirte la cabeza con esta azada.

      -¿Qué le pasa ahora massa?-dijo Jup, avergonzado, sin duda, y más complaciente-. Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el escarabajo.

      Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, manteniendo al insecto tan lejos de su persona como las circunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.

      II

      En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum, el más magnífico de los árboles selváticos americanos tiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuencia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuando llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y desigual, mientras pequeños rudimentos de ramas aparecen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultad de la ascensión, en el caso presente, lo era mucho más en apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor que podía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas asiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus pies descalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber estado a punto de caer una o dos veces se izó al final hasta la primera gran bifurcación y pareció entonces considerar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, el riesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunque el escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies de la tierra.

       —¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will?—preguntó él.

      —Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.

      El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sin la menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, hasta que desapareció su figura encogida entre el espeso follaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana gritando:

      —¿Debo subir mucho todavía?

      —¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.

      —Estoy tan alto—replicó el negro—, que puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.

      —No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasado?

      —Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ramas por ese lado, massa.

      —Entonces sube una rama más.

      Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anunciando que había alcanzado la séptima rama.

      —Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran agitación—, quiero que te abras camino sobre esa rama hasta donde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.

      Desde aquel momento las pocas dudas que podía haber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se disiparon por completo. No me quedaba otra alternativa que considerarle como atacado de locura, me sentí seriamente preocupado con la manera de hacerle volver a casa. Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.

      —Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama: es una rama muerta en casi toda su extensión.

      —¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—gritó Legrand con voz trémula.

      —Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.

      —¿Qué