Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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que no cualquiera habría podido responder: “¿Y vos para qué querés ser presidente con este quilombo?”. En un gesto que no era fácil de descifrar, Alberto les contaba la escena a sus íntimos. O pensaba que Cristina exhibía las mejores credenciales para volver a pelear por el sillón principal de la Casa Rosada o jugaba con la idea de que otro nombre pudiera irrumpir, sin que nadie lo imaginara. En su razonamiento permanente, Fernández dejaba abierta esa posibilidad para cualquiera. “Si ella no va, todos tienen chances. Sin el semidiós, estamos en una discusión entre mortales”, decía. Esa tabla rasa de pretendientes del poder, en la que nadie se destacaba como para considerarse número puesto, podía darle una chance incluso a un peronista porteño que jamás había ganado nada y tenía un puñado de antecedentes grises como candidato.

      Con dolor, el propio Solá reconocía en sus conversaciones privadas el cortocircuito persistente que lo alejaba de su mayor ambición. Algo le faltaba para llegar a la expresidenta. Algo que también le había faltado con Kirchner. O algo que quizá no faltaba, sino que sobraba. Hace más de diez años yo mismo fui testigo de cómo Kirchner le hacía a Magdalena Solá, la hermana de Felipe que vive en Mar del Plata, otra pregunta retórica de esas que no tienen respuesta favorable. Mientras la tomaba del brazo, en la recorrida por un hotel que acababa de inaugurar Hugo Moyano en La Feliz, el todavía presidente le preguntaba por qué “malcriaban” tanto los Solá al entonces gobernador. Así lo veía Kirchner a Felipe. El trato con Fernández, en cambio, era muy distinto: Alberto había entrado al corazón del matrimonio Kirchner y su rol se había convertido en esencial para la toma de decisiones. Según recuerda Rafael Bielsa, al santacruceño le había dolido la partida de Fernández, no tanto por su volumen político, que lo tenía, sino por la confianza que habían depositado en él. A Cristina, en cambio, la pérdida le pegaba doble. Lamentaba más la renuncia del jefe de Gabinete que había exigido como condición para asumir el desafío de ser candidata a presidente y que se había ido, en un escenario impensado, apenas ocho meses después de que iniciara su mandato. Mientras le facturaba la deserción, sentía su ausencia en la gestión.

      Más allá de la chicana, la pregunta de CFK a Solá era crucial. No solo valía para quienes se le acercaban en busca de una carambola que les abriera la puerta de la Historia. Corría para ella misma, después de ser dos veces presidenta, de perder las últimas tres elecciones con su espacio y de conservar un caudal de votos que, aunque resistía hasta el ácido nítrico, resultaba insuficiente. Administrar la carencia con la soja a mitad de precio, la deuda como guillotina y una oposición encarnizada podía resultar tan ingrato como el futuro entre rejas que le deseaban sus obsesivos detractores. Más fácil era ceder su capital a un delegado de confianza que garantizara un pacto de convivencia y se hiciera cargo de las enormes dificultades que se advertían en el horizonte.

      Más allá de las diferencias, Fernández y Solá eran dos políticos con características similares en el mosaico de un peronismo en el que la renovación no emergía con la fuerza de los años ochenta. Los dos eran dueños de una larga experiencia, con una ambición de poder indisimulable, una pretensión de trascender y un techo político asfixiante, producto de una coyuntura que los desbordaba. En el subibaja de la historia, sus trayectorias se cruzaban.

      Felipe tenía el plus de haber gobernado una provincia inviable y solo se había quedado sin reelección por decisión de un Kirchner que eligió hacerle pagar los platos rotos de una derrota ajena. El exsecretario de Agricultura de Menem pensó en ser candidato a presidente por primera vez en 2008, cuando el conflicto con el campo lo puso en la cima de su carrera y se convirtió en uno de los mejores expositores contra la Resolución 125. Cuando Solá estaba en la cúspide, Fernández saltaba por los aires como el fusible más expuesto de la crisis intestina en el gobierno. Los años que siguieron los mantuvieron en la vereda de los críticos, lejos del poder, y también cometiendo errores, como el que reconoce el exgobernador: haber sido socio de Macri en 2009 en una alianza sin perspectivas que, sin embargo, le sirvió al egresado del Cardenal Newman para derrotar a Kirchner de la mano de Francisco de Narváez. A partir de 2015, los caminos de uno y otro volverían a cruzarse. Mientras Felipe comenzó a alejarse de Massa y acercar posiciones con el kirchnerismo, Fernández reincidió en un proyecto de lo más verde con Randazzo. Mientras Solá hizo un esfuerzo extraordinario para volcar su historia política en un libro, Peronismo, pampa y peligro, Fernández volvió a charlar con su amiga Cristina. Pese a sus diferencias, había algo fuerte que los unía. Fernández tenía a Solá como uno de los candidatos que exhibía el Grupo UMET, en el que se codeaba con Agustín Rossi, Daniel Arroyo, Fernando “Chino” Navarro, Daniel Filmus y Víctor Santa María. En esa alfombra, que tenía el récord de presidenciables sin chances por metro cuadrado, estaba el propio Alberto, el único que lo pensaba pero no podía ni decirlo. El hombre de la convergencia hacía falta, pero no aparecía. En ese viaje interminable por los hoteles y restaurantes donde opera el PJ, quizá sin saberlo plenamente, Fernández hablaba del eslabón perdido y se buscaba a sí mismo. Otra vez, al lado de Cristina.

      La expresidenta lo descubrió. Pero no fue la única. El grupo del albertismo porteño también lo advirtió. Corría febrero de 2018 cuando Jorge Argüello compartió en el chat de una dirigencia experimentada y cesante que era hora de sacar a Fernández de su rol de operador y vocero para transformarlo en algo más. Peronistas curtidos en el fuego del menemismo y el kirchnerismo, albertistas del corazón, la mayoría con su destino atado a las chances del exjefe de Gabinete, todos hubieran embargado sus bienes con tal de que Alberto tuviera chances de ser lo que el exembajador en Washington fabulaba para el fernandismo de WhatsApp: “Vamos a tener que hacerlo presidente”, escribió. Lo leyeron, entre el cinismo y la ilusión, Julio Vitobello, Eduardo Valdés, Alberto Iribarne, Guillermo Oliveri, Claudio Ferreño, Carlos Montero y el único radical aceptado, Miguel Pesce.

      Poco tiempo después, Oliveri me avisó de un plan que sonaba disparatado. “Tenelo presente, quiere ser presidente”, me dijo. No se podía contar. No porque estuviera prohibido o porque hubiera plata para callar, de la que hay tanta. La razón era más sencilla: decir que Fernández se anotaba a sí mismo en esa lista aspiracional del PJ no cumplía los requisitos mínimos de posibilidad. Como Miguel Ángel Pichetto, al otro extremo del peronismo, Fernández era un actor del poder, sabía moverse en las sombras y era ágil para tomar decisiones, pero anotarlo en una carrera por los votos resultaba inverosímil. Para el periodismo del rubro, tan acostumbrado a leer la política con los ojos de lo previsible, sonaba entre ridículo e inviable, mucho más cuando se insinuaba desde la intemperie y sin recursos de ningún tipo. Como fuente inagotable de declaraciones, Alberto había sido útil a los medios antikirchneristas durante una década, pero ya no medía. Cansaba. Había agotado todo su capital externo y, sin capacidad de generar algo nuevo, se había quedado sin crédito. Los editores de diarios y portales, que más tarde competirían por cubrir hasta el más nimio de sus movimientos, se hermanaban en la queja: “¡Otra vez Alberto Fernández! Matémoslo”. Publicar el vaticinio de Argüello era casi imposible. Pero puertas adentro, el plan tenía entidad.

      Amigo de Fernández desde la Facultad de Derecho, Argüello compartía con el exjefe de Gabinete una militancia común que había crecido en la fina sintonía de los años menemistas. En busca de una alternativa al proyecto personal del riojano, los dos se movían en la extraña directriz que unía a Domingo Cavallo con Eduardo Duhalde. Ya en 1999, hace más de dos décadas, el actual embajador en los Estados Unidos había sido el primero en ver en el entonces vicepresidente del Grupo Bapro condiciones para rendir en el terreno electoral. Lo que nadie advertía, Argüello lo adivinaba detrás de algunas características singulares de su amigo. Fernández lo acompañó en su aventura como precandidato a jefe de Gobierno porteño en una interna olvidada del PJ que perdieron contra una de las dos listas menemistas, la que encabezaba Raúl Granillo Ocampo. Salieron terceros cómodos detrás de Granillo, que respondía a Carlos Corach y se quedó con doce circunscripciones, y del menemista Pacho O’Donnell, que ganó en once. La alianza Argüello-Fernández logró la victoria en cinco: su mejor resultado fue en la circunscripción 17, pleno Palermo.

      Salvo por su puesto décimo primero como candidato a legislador porteño, al año siguiente, en la lista de la alianza del partido de Cavallo –Acción por la República– con Gustavo Beliz,