al que le había dicho el fatídico te quiero .
Me juré a mi misma que, si perdía a Stefan para siempre, cambiaría y me convertiría en una adulta seria con la cabeza bien puesta sobre los hombros.
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Siete años después
«Qué depresión», suspiró Breanna, abatida, mientras observaba la sala de exposición medio desierta.
«Luigi me ha dicho que, si esto sigue así, tendrá que cerrar y volver a Italia. Las ventas han bajado, cada vez tenemos menos clientes y hay demasiados gastos», añadió Lexie con preocupación, «No puedo perder este trabajo. Tengo un hijo que mantener y un exmarido que me paga la pensión alimenticia con un cuentagotas».
«Yo tampoco. Vivo sola y no quiero ni pensar en volver a casa de mis padres», murmuré angustiada ante la idea de quedarme sin sueldo y acabar bajo la asfixiante mirada de mi madre, que aún no aceptaba que fuera vegana, o de mi padre, que todavía no me había perdonado que abandonara los estudios universitarios y prefiriera independizarme gracias a un trabajo de vendedora en una tienda de muebles.
Tenía 26 años, y esta no era precisamente la vida con la que había soñado. De niña, imaginaba a las mujeres de veinticinco como profesionalmente realizadas, felizmente casadas y, quizás, ocupadas ya con su primer embarazo.
Imaginaba una vida plena y maravillosa, no estar a un paso del desempleo viviendo sola en un estudio con dos vagabundos que me utilizaban como si fuera un albergue gratuito donde recibir alojamiento y comida según sus necesidades o el tiempo que hiciera fuera.
Ni siquiera podía encontrar consuelo en mi vida amorosa, ya que era incapaz de tener una relación sin cometer errores o acabar haciendo daño a alguien.
Y mis amigas... Hope trabajaba todo el día y seguía viviendo con su tía, mientras que Arianna se había casado y cada vez tenía menos tiempo para mí.
Resoplé amargamente.
«¡No os preocupéis! ¡Ya me ocupo yo de mantener la barraca en pie!», exclamó Laetitia detrás de nosotras, «Acabo de cerrar una negociación para amueblar toda una casa de campo victoriana con vistas al mar en West Hill», nos informó mientras se abrochaba cuidadosamente la blusa, que dejaba a la vista varios centímetros cuadrados de un vientre plano y superbronceado y un escote que cortaba la respiración.
«Déjame adivinar: ¡tu cliente es un hombre soltero!», dedujo Breanna quien ya conocía, como todas nosotras, los métodos de abordaje de nuestra compañera, que siempre usaba su cuerpo para cerrar tratos.
Estaba segura de que, en ese momento, Breanna se preguntaba qué había tenido más éxito con aquel hombre, si la barriga plana de Laetitia o su noventa de pecho, ya que ella se lamentaba a menudo de su físico de pera, con hombros estrechos y pechos microscópicos, pero con caderas y muslos en abundancia.
Todavía seguía preguntándose qué veía en ella su marido, con el que llevaba once años casada.
«Separado, con dos hijos. Tiene una villa en Rye y un ático en Londres, pero hace poco se ha comprado una casa aquí para los fines de semana. Es el director de un banco y hemos quedado para tomar una copa esta noche. ¿No os importa si salgo media hora antes? Me cubris vosotras con Luigi».
«No hará falta. Sabes que a ti te lo perdona todo», murmuró Lexie irritada por el favoritismo del jefe hacia su trabajadora predilecta, quien siempre se las arreglaba para cerrar las mejores ventas del mes.
Todos la odiábamos y ella no hacía nada para ocultar su soberbia.
«Lo sé», rio Laetitia con satisfacción.
«Yo también saldré un poco más temprano», dijo Patricia, la última empleada contratada, mientras iba a tomarse un café a la parte de atrás, «¡Esta noche Benny me llevará al Delizia's !».
«¿Otra vez?», pregunté con demasiada envidia como para poder callarme. Ese era el más caro y el mejor restaurante de la ciudad. Las críticas eran increíbles y yo me moría de ganas de ir, pero los precios quedaban fuera del alcance de mi salario. Patricia era muy afortunada por tener un novio tan dulce y rico que podía invitarla tan a menudo a cenar en ese lugar tan exquisito.
«Sí. Benny haría cualquier cosa por mí. Llevamos ya cinco años de pareja y hace dos que vivimos juntos. Los dos somos como un solo ser, y él solo quiere mi felicidad. ¿No es adorable?».
«Sí», susurré ahogando un gemido de autocompasión.
Patricia era dos años mayor que yo, pero a mi edad ya había alcanzado metas con las que yo solo podía soñar.
«Esta noche pondré todas las fotos de la cena en Instagram. ¡No te las pierdas!».
¿Cómo podría siquiera arriesgarme a perderme tu cena perfecta con el hombre perfecto, sabiendo que pasaré la hora siguiente masticando apio para drenar el exceso de líquidos (como haces tú en las pausas para el almuerzo) y llorando, lamentándo mi solitaria vida?
«¿Pensáis en trabajar algo hoy o solo habéis venido a estar de cháchara? ¿Tal vez queréis que os traiga un café con galletas, también?», comentó Iván, el vendedor más veterano de la sala de exposición, un apasionado del Autocad y las cocinas modulares.
Evité responderle que ya me había tomado dos cafés y todo el paquete de Oreo que había traído.
«Iván, ¡no hay clientes! Mira, el salón está vacío», le señaló Lexie.
«¡Eso no os da derecho a estar aquí sin hacer nada! Le he dicho a Luigi que haga un recorte de plantilla, pero es demasiado blabndo para llegar tan lejos y os aprovecháis de él».
Como siempre, en un instante se desencadenó una guerra entre Iván y Lexie. Solo la intervención de Didier, el arquitecto que se ocupaba de diseñar los dormitorios infantiles, consiguió mitigar la disputa.
Estaba tan acostumbrado al desorden y a los gritos de su sección, siempre llena de niños animados y agitados, que ya no se inmutaba antes las peleas.
Siempre creí que ese trabajo no le afectaba en absoluto, hasta que un día me confesó que, después de un mes trabajando allí, se había jurado no tener nunca hijos. Incluso estaba dispuesto a hacerse una vasectomía.
Como si la sala de descanso reservada al personal no estuviera ya bastante llena, apareció Dylan, con su andar de modelo y un cuerpo tan musculoso que la ropa ajustada dejaba poco a la imaginación.
Me puso un brazo alrededor de los hombros con despreocupación.
«Oye, pequeña, ¿no te quedará alguna Oreo por casualidad? Tengo un hambre...».
«Me las he acabado».
«¿También el paquete de reserva?».
«Me lo cogiste tú hace unos días».
«¿Y no se te ocurrió comprarme otro?», me regañó con esos aires de seductor empedernido que me hacían perder la cabeza y me irritaban al mismo tiempo.
Estaba a punto de decirle que estaba harta de sus demandas, cuando se alejó para ir a poner su brazo alrededor del cuello de Lexie.
«Cariño, ¿salimos a fumar?».
«Solo si me invitas», respondió Lexie molesta, quitándose de encima aquel tentáculo.
«He olvidado los cigarrillos en casa».
«Como siempre».
«Venga, cariño».
«Eso de cariño se lo dices a otra, ¿vale?».
«¡Dios, eres tan aburrida!».
¡Guapo, gorrón y engreído!
A pesar de que yo era su pequeña y Lexie, su cariño , él permanecía eternamente soltero y daba la sensación de que