Francisco Ugarte Corcuera

Mexicano de corazón


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con las virtudes de sus hijos». En otro momento de aquel rato de convivencia, nos mostró el crucifijo de bolsillo que llevaba siempre consigo, dejó que fuera pasando de mano en mano y que quienes quisieran lo besaran. Era un gesto con el que fomentaba, en nosotros, la piedad y el amor a Jesucristo. Habló también de dos sacramentos a los que se referiría con mucha frecuencia en los días sucesivos, durante los diversos encuentros que tendría con personas de todos los ambientes: la Eucaristía y el sacramento de la Confesión.

      Por la tarde recibió individualmente a algunas personas, entre ellas a Ignacio Lomelí, notario de Culiacán, que era agregado del Opus Dei y se encontraba en la Ciudad de México por asuntos profesionales. Nacho padecía una diabetes que no le impedía hasta aquel momento trabajar con plena intensidad. El Padre lo trató con tal cariño que, al salir de la entrevista, las lágrimas le corrían por las mejillas. Aquella conversación supuso para él un fuerte impulso para su vida espiritual y para que arraigara en él la enseñanza de san Josemaría de dar prioridad al trato con Dios en la oración.

      Años después, don Javier recordaría —en el viaje a Monterrey, en el verano de 2009—, que antes de pasar Nacho a la sala de operaciones para cortarle la pierna por la diabetes, en el año de 1985, había comenzado a hacer la media hora de oración mental que acostumbraba, y debió interrumpirla porque llegaron a recogerlo. Y que, al despertar de la anestesia después de la operación, lo primero que comentó había sido que deseaba terminar la oración que había suspendido.

      Poco después de las seis de la tarde, el Padre pasó a Goya, la administración de la comisión regional y del CIES. En la sala de estar se reunió un número de mujeres muy superior a la capacidad del lugar, para la primera tertulia que tendrían con el Padre. Nada más entrar, les anunció: «Os traigo unos dulces y, para la asesoría, un cáliz de esmaltes», y entregó a Cristina Ponce —secretaria regional— un cáliz de copa ancha, envuelto en una funda de lino muy blanca.

      Las asistentes comenzaron a intervenir espontáneamente. Una de ellas comunicó a san Josemaría que, aquel mismo día, varias mujeres habían pedido su admisión a la Obra. El Padre comentó:

      Pero vosotras no les habréis dado facilidades, ¿eh? No deis facilidades jamás, hijas mías. La vocación es un tesoro que hay que ganárselo a pulso. En el Opus Dei tenemos muchas vocaciones, pero necesitamos muchas más; cuantas más vengan, mejor, porque el mundo no es tan pequeñito, y hemos de ir a muchos sitios.

      Se refirió al trabajo del hogar y, concretamente, a las numerarias auxiliares, que realizan una labor muy valiosa cara a Dios, y que la fuerza de sus palabras deriva de la vida que llevan:

      Os aseguro que producen un gran efecto las palabras sinceras, sencillas, eficaces de una hija mía auxiliar. ¿De qué hablan? De lo que viven. Y ¿qué viven? ¡Una vida divina en la tierra! Por eso convencen, porque se ve que allí, en lo que dicen, no hay ninguna cosa de teatro, que todo está lleno de sinceridad.

      Se notaba cómo el Padre disfrutaba con sus hijas, a las que veía y oía con tanto cariño. En un momento dado comentó que el jugo de naranja que le habían dado estaba muy azucarado; don Pedro aclaró que no le habían puesto nada de azúcar, ante lo cual el Padre se dirigió a las asistentes: «Entonces las naranjas de aquí son tan dulces como vosotras. ¡Cómo habláis! Es una delicia oíros».

      Julio Ortiz cuenta que don Antonio Rodríguez Pedrezuela, consiliario entonces en Guatemala, al enterarse el mismo día 15 que el Padre estaba en México, intentó hablar con don Pedro, pero la sorpresa fue mayúscula porque quien se puso al teléfono fue don Álvaro, que con mucha gracia le dijo: «Antonio, ¿qué deseas?». «Nada, don Álvaro, solo quería confirmar que el Padre está en México». Don Álvaro le indicó que no hacía falta que fueran de Guatemala a México, porque el Padre tenía planeado ir en ese viaje a Guatemala. Y le dio algunas indicaciones para que prepararan su llegada. La alegría de todos en la región de América Central —en esa época integrada por tres países: Guatemala, El Salvador y Costa Rica— fue indescriptible.

      Y concluye Julio, con cierta nostalgia:

      Se empezó a preparar todo para recibir al Padre, pero a fines de mayo don Álvaro llamó a don Antonio para decirle que la estancia en México se prolongaría más tiempo y que ya no sería posible que, en esta ocasión, el Padre fuera a Guatemala como era su deseo.

      Sobre esta primera jornada de san Josemaría entre nosotros, don Pedro escribió:

      La síntesis de cuanto ocurrió aquel día 15 de mayo puede hacerse diciendo que todos y todas, especialmente quienes no lo habían visto nunca cara a cara, estaban impresionados con el Padre. El inmenso cariño que demostraba a sus hijos, su visión sobrenatural, el alma contemplativa que se traslucía en todas sus conversaciones, junto con su espontaneidad y oportuno sentido del humor, dejó a todos deslumbrados.

      Y añadió una consideración —que comparto plenamente— sobre el modo como aquella presencia del Padre repercutía en quienes teníamos la suerte de estar con él, así como la reacción que provocaba:

      Pude observar que los que le conocieron en aquel día —aun los menos comunicativos—, lejos de sentirse inhibidos, se convertían en personas locuaces y extrovertidas. En aquellos ratos de tertulia con el Padre, cada uno se sentía el centro de su predilección y aun de toda la conversación. Tal fue como una vez más se manifestó aquel maravilloso don de gentes que el Señor concedió a nuestro fundador.

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