Como bien señala Henry Kissinger (7), todo orden está basado en dos componentes centrales: un conjunto de reglas comúnmente aceptadas que definen los límites de acción permisible y un equilibrio de poder que lleva a cabo la restricción cuando las reglas se rompen. En otras palabras, todo orden internacional se sustenta sobre una naturaleza de acuerdos (legitimidad) y una particular distribución del poder.
Los acontecimientos sistémicos justamente impactan de lleno en el poder y la legitimidad del orden. Esta afirmación no implica sostener que se trate necesariamente de puntos de inflexión o que marquen un parteaguas hacia un mundo totalmente distinto, sino que interpelan al orden vigente en aspectos fundantes y basales. Si se observan los eventos citados con una perspectiva histórica se podrá percibir que todos ellos generaron impactos en las dos dimensiones referidas. La magnitud de los ajustes y cambios en la actual crisis dependerá de la gestión que puedan lograr los diferentes actores.
La Gran Guerra (1914-1918) y la posterior humillación a Alemania fueron el germen del nacimiento del nazismo. La Gran Depresión del 29 condujo a la crisis del liberalismo –político y económico–. La Segunda Guerra Mundial configuró un escenario de bipolaridad y dio origen a la denominada Guerra Fría entre los EE. UU. y la Unión Soviética. La crisis petrolera de los años setenta mostró la sensibilidad de la potencia hegemónica, trastocó el mapa energético mundial e inauguró una prolongada recesión global. Por último, la implosión de la Unión Soviética no solo modificó el mapa europeo sino que además –y sobre todo– implicó la emergencia de un momento de excepcionalidad histórico en relación a la abrumadora asimetría de poder vigente entre la ahora única superpotencia del sistema –EE. UU.– y el resto (momento unipolar).
Ahora bien, aunque para un observador desprevenido pueda parecer que los acontecimientos con impacto sistémico siempre generaron cambios abruptos y bien marcados, lo cierto es que en realidad fueron más bien grandes dinamizadores de tendencias ya existentes y en curso. Por ejemplo, luego de la Primera Guerra Mundial, y de la famosa gripe española que produjo casi el doble de fallecidos que el conflicto, las tendencias observables fueron la profundización de un malestar social creciente, una marcada inclinación hacia el militarismo entre las grandes potencias europeas y el auge de las ideologías antiliberales (8).
El debate sobre el impacto de la pandemia del COVID-19 sobre las tendencias y desequilibrios preexistentes en el contexto internacional actual será abordado en el siguiente capítulo. Antes de meternos de lleno en dicho análisis, es menester señalar que la pandemia del coronavirus representa el tercer acontecimiento con impacto sistémico en lo poco que llevamos recorrido del siglo XXI. Los otros dos eventos que completan la lista fueron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EE. UU. y la crisis financiera internacional iniciada formalmente con la quiebra del banco Lehman Brothers, declarada el 15 de septiembre de 2008, claro que sus efectos resultaron mucho más prolongados y se extendieron además a lo largo y a lo ancho de todo el globo.
Las nuevas amenazas
Los episodios señalados tienen al menos dos elementos en común. El primero de ellos, similar a casi todos los acontecimientos con impacto sistémico, es que golpearon fuertemente a la potencia hegemónica. Resulta poco probable la ocurrencia de una crisis sistémica sin algún tipo de afectación del poder global. En este sentido, es interesante analizar el caso de la denominada Primavera Árabe, un episodio ciertamente disruptivo para las relaciones internacionales, pero que no alcanzó per se a tener un impacto sistémico. Más aún, el origen de aquellas revueltas sociales bien puede encontrarse en la alteración del tablero geopolítico provocado en la región de Medio Oriente como consecuencia del intervencionismo estadounidense luego de los atentados de 2001. Observando la historia reciente, la Primavera Árabe parece ser más bien un subproducto indirecto de las respuestas del hegemón a un acontecimiento anterior con impacto sistémico, que sacudió su estructura y alteró su agenda de políticas.
El segundo elemento en común es en cambio una característica algo más novedosa, propia de la política internacional que siguió al final de la Guerra Fría. Los tres eventos fueron el resultado de la irrupción de las llamadas amenazas asimétricas (9). Los ataques a la estabilidad del orden en ninguno de los tres casos provinieron de un Estado con voluntad revisionista. No hubo ningún Pearl Harbor ni tampoco un síndrome de Vietnam. El terrorismo internacional, el sistema financiero y un agente patógeno –altamente contagioso y con significativos índices de mortalidad– sacudieron en diferentes momentos a la principal potencia mundial y pusieron patas arriba al resto de los actores del sistema. Las amenazas parecen haber cambiado y resulta difícil vincularlas directamente con estructuras estatales, todo lo cual redunda en mayor incertidumbre y complejidad.
A la hora de describir la agenda y la distribución del poder en la política internacional actual, el académico norteamericano Joseph Nye recurre a una analogía tremendamente gráfica y sugiere pensar en un ajedrez tridimensional, en el cual es posible jugar tanto horizontal como verticalmente, con un tablero militar, otro económico y, por último, un tablero transnacional. Es justamente en el tablero transnacional donde el poder se vuelve difuso, la agenda se torna difícil de aprehender para cualquier actor y los Estados tienen poco o casi nulo control sobre las dinámicas que se generan. En este tablero se incluyen aquellas amenazas que trascienden la lógica estatal tradicional, tales como el crimen organizado, el terrorismo, las amenazas a la seguridad cibernética, entre otras, al tiempo que se agregan nuevas como el cambio climático y las pandemias (10).
Durante las primeras décadas del siglo XXI es posible advertir una significativa ampliación del tablero transnacional, lo cual puso de manifiesto el carácter ciertamente entrópico del mundo actual, al tiempo que mostró su peor rostro en 2020 con la rápida propagación por todo el globo del novel COVID-19.
Ya en los años noventa, cuando afloraron los conflictos intraestatales (desintegración de Yugoslavia, disputa étnica en Ruanda, entre otros) y emergieron con fuerza las “nuevas amenazas” de carácter transnacional, muchos políticos y analistas reconocieron –y añoraron– el grado de certidumbre y previsibilidad que brindaba la denominada Cortina de Hierro durante el período de la Guerra Fría. Por aquel entonces, las dos potencias tenían un control relativo sobre las dimensiones externas, en tanto que las esferas de influencia de cada actor estaban perfectamente delimitadas. Poco quedaba fuera de ellas.
Las amenazas (el otro) estaban íntimamente vinculadas con un territorio, tenían una bandera y una conducción. En el nuevo mundo esa certidumbre se desvaneció. Ya para mediados de los noventa, el futuro armonioso de “civilidad cosmopolita multilateral” se presentaba como una quimera (11).
Asimismo, la proliferación nuclear entre las grandes potencias y la profundización de la interdependencia económica, alteraron la ecuación y dejaron en claro que en la actualidad, un conflicto estatal tradicional puede ser mucho más costoso de lo que podría haber resultado en el pasado, además de altamente peligroso. El final de la Guerra Fría no implicó la desaparición del conflicto y las tensiones entre los actores estatales, sino más bien una menor propensión al enfrentamiento bélico directo por las vías convencionales conocidas. En los últimos 20 años han ocurrido menos guerras y menos muertes en cada guerra si se lo mira desde una perspectiva comparada (12).
Un aspecto paradójico de la actual crisis global producto de la pandemia es que mientras en el interior de los EE. UU. se comenzaba a gestar un nuevo consenso en identificar a otro Estado (China) como la mayor amenaza a su primacía global, un virus con origen en ese país provocó una conmoción y un nivel de daño en todo el territorio estadounidense sin precedentes. Richard Haass argumenta que esta situación no es coyuntural y advierte correctamente que buena parte de los mayores desafíos y amenazas que enfrenta el mundo en general y EE. UU. en particular son de carácter transnacional y van más allá de China y de la lógica estatal (13). Como mostraremos en el capítulo IV, también es cierto que ninguna de las nuevas amenazas propias de un mundo entrópico pueden ser manejadas y controladas de manera efectiva sin el concurso de los actores estatales más poderosos, puntualmente EE. UU. y China.
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