Alberto Vazquez-Figueroa

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII


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en la isla, que aunque en un principio no tenía nombre había acabado llamándose «La Escondida», dado que la principal preocupación de sus habitantes se concretaba en mantenerla lejos de la mirada de unos extraños de los que nada bueno cabía esperar, había pasado a convertirse en auto-suficiente con el transcurso del tiempo.

      No obstante, una vez cada dos años, la nave que les había traído hasta allí y que por lo general permanecía desmantelada y camuflada en una quieta ensenada zarpaba rumbo a Santo Domingo en busca de todo aquello que los isleños no se sentían capaces de fabricar por sí mismos, aunque Cienfuegos pretendía que tales viajes se fueran espaciando cada vez más en el tiempo.

      Y es que les constaba que el Caribe se estaba volviendo un mar harto peligroso.

      Supuestamente nadie podía viajar a «Las Indias Occidentales» sin un permiso especial sellado y rubricado en Sevilla, pero portugueses, franceses, holandeses, y especialmente los ingleses, solían hacer caso omiso a tal mandato buscando la forma de establecerse en unos territorios que según el controvertido «Tratado de Tordesillas» pertenecían en exclusiva a la Corona española.

      La mayoría de tales intrusos no eran en realidad más que piratas en busca de un buen botín, y andaban siempre al acecho de una presa fácil en las proximidades de las costas dominicanas.

      Y una pequeña nave desarmada que regresaba de adquirir pertrechos en una concurrida Santo Domingo repleta de espías constituía sin duda un bocado muy apetecible para un pirata, un corsario o un simple bucanero.

      Los habitantes de «La Escondida» habían aprendido por tanto a valerse cada vez más por sí mismos.

      La luna inició su lento descenso en el horizonte, por lo que los arrecifes del fondo comenzaron a difuminarse.

      Durante casi media hora Cienfuegos mantuvo un emocionante tira y afloja con una rebelde dorada que en buena lógica se negaba a abandonar el paraíso en que había nacido para pasar al otro lado de la mortal línea que significaba la superficie del agua, y cuando al fin consiguió izarla a bordo y abrirla en canal con el fin de despojarla de unos intestinos que solían pudrirse con gran rapidez, el gomero se tomó un merecido descanso tumbándose en el fondo de la barca decidido a fumarse, tranquilo y relajado, uno de los gruesos, frescos y aromáticos cigarros que su hija mayor solía prepararle con infinito mimo.

      Al darlo por concluido, cebó de nuevo el anzuelo y se dispuso a reanudar el trabajo que más le gustaba, pero en el momento de extraer de las oscuras aguas su nueva captura sintió un inesperado pinchazo en la muñeca, tan brutal que le obligó a lanzar un grito de dolor, se tambaleó peligrosamente y suerte tuvo de caer en el interior de la embarcación porque de haberse precipitado por la borda habría muerto irremediablemente.

      Apenas tardó un par de minutos en perder el sentido.

      El gomero jamás logró averiguar qué clase de animal le había inoculado de un solo golpe tan virulenta ponzoña, pero lo cierto fue que le paralizó como si hubiera sufrido de improviso el impacto directo de un rayo al tiempo que el brazo se le hinchaba hasta alcanzar el grosor de uno de sus muslos.

      La embarcación quedó al pairo.

      El agresor, cualquiera que fuese su forma, tamaño o la extraña familia a la que pertenecía, regresó a las profundidades arrastrando tras de sí el anzuelo y el largo sedal, cuyo extremo permanecía por precaución atado siempre a la proa, por lo que al cabo de un rato la frágil embarcación comenzó a desplazarse muy despacio en dirección a mar abierto.

      La bestia no debía sentirse a salvo en un arrecife poblado de hambrientos depredadores, por lo que evidentemente buscaba la protección de aguas más profundas y por lo tanto menos concurridas.

      No obstante, el cabo al que se mantenía unida no daba más de sí, por lo que se vio obligada a mantenerse nadando entre dos aguas hasta que, con la primera claridad del día, un hambriento tiburón que vagabundeaba por los alrededores la eligió como suculento desayuno.

      Evidentemente aquella no había sido su noche.

      Aunque sí fue, probablemente, la peor noche en la vida del causante de todas sus desgracias.

      El insoportable dolor, que le llegaba desde el nacimiento del cuello hasta los pies con especial incidencia en el brazo, mantenía al gomero tendido boca abajo, incapaz de moverse, semiinconsciente a ratos y a ratos totalmente fuera de este mundo, juguete de un millón de pesadillas que correteaban por su mente como una jauría de perros rabiosos.

      Colores, docenas de brillantes colores de una variedad como nunca había visto en la realidad, estallaban de continuo en su cerebro al igual que un castillo de fuegos artificiales que se elevaran para chocar irremisiblemente contra las paredes de su cráneo. Sentía que se ahogaba, pero cada vez que abría la boca en busca de aire fresco, lo único que conseguía era expulsar un chorro de amarillentos vómitos que le quemaban la garganta.

      La muerte navegó a menos de una milla de distancia.

      Andaba tras su pista, pero tal vez el hecho de que la luna se ocultara sumiendo el mar en profundas tinieblas le obligó a desistir de su empeño quedando a la espera de ocasión más propicia.

      Sabía por experiencia que pronto o tarde aquel a quien ahora perseguía acudiría en su busca.

      El fugitivo, ¡tanta costumbre tenía el gomero Cienfuegos de huir de la muerte!, continuó tumbado sobre un lecho de vómitos y peces muertos, sin que ni siquiera el violento sol caribeño que le abrasó la desnuda espalda le obligara a reaccionar.

      El activo veneno con la que aquel maldito pez se defendía de sus enemigos o inmovilizaba a sus presas corría libremente por sus venas y tan solo el hecho de que se tratara de un hombre excepcionalmente corpulento, fuerte y saludable, impidió que acabara matándole.

      Cualquier otro de menor envergadura o resistencia no hubiera llegado vivo al mediodía.

      Cienfuegos consiguió soportar el suplicio por más que fuera harto cruel y lacerante.

      Era como si una corriente de plomo derretido fuera y viniera de su corazón a los riñones y de allí al hígado para ascenderle de improviso hasta el cerebro.

      Aulló de insufrible dolor en cuatro o cinco ocasiones pero la inmensidad del mar convirtió en inútiles sus quejas.

      Estaba solo puesto que incluso los delfines se habían alejado tiempo atrás.

      A los delfines les suelen gustar las naves veloces y la gente que canta.

      Aborrecen los barcos al pairo y los lamentos.

      En eso se parecen a los seres humanos.

      Volvió la noche y volvió la luna.

      Y con ella una suave brisa que llegaba del este.

      La barca, sin nombre, puesto que en «La Escondida» todo pertenecía a todos y por lo tanto nada necesitaba un nombre que la distinguiera del resto, comenzó a desplazarse lentamente dejando definitivamente atrás lo poco que se distinguía ya de las costas de Cuba.

      Incluso un par de gaviotas que a la caída de la tarde habían acudido a picotear los ya hediondos dorados que se desparramaban por el fondo de la embarcación optaron por alzar el vuelo y regresar a sus nidos de tierra firme.

      El herido gimió lastimeramente y acabó por hundirse de nuevo en un sopor que le mantenía alejado del resto del mundo.

      Al tercer día una corriente suave pero firme y constante se apoderó de la embarcación y comenzó a desplazarla hacia el nordeste.

      Un enorme tiburón de alta aleta se aproximó para golpear con su fuerte cola el frágil casco de madera.

      Pareció oler o presentir que al otro lado de las delgadas tablas se encontraba un apetitoso almuerzo, por lo que giró una y otra vez a su alrededor intentando encontrar la forma de satisfacer su hambre, pero al cabo de un par de horas se alejó de lo que se le debió antojar una gigantesca tortuga de inabordable caparazón que dormitaba dejándose arrastrar por la corriente.

      Probablemente aquel tiburón