Dr. Juan Moisés De La Serna

Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral


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llamada.

      Aun sin saber cómo, traté de dirigirme hacia donde provenían aquellos gemidos, que a pesar de que no se viese demasiado, tenía claro que debía de estar próximo para poderlo oír con tanta claridad.

      Andando con sumo cuidado, tanteando en la espesura, tal y como se hace cuando no se puede ver, conseguí encontrar algo que era áspero y duro, quizás una roca. Aquello era buena señal, pues significaba que lo que oía podía provenir de algún refugio próximo y por tanto era un lamento de desesperación por la continua tormenta sin fin.

      Seguí palpando hacia un lado, procurando no tropezar, pues es sabido que dónde hay una roca, hay muchas más. Además, aquellas piedras me servían de barrera natural contra el viento que venía de frente, por lo que mi visión mejoró en sobremanera, apoyando mi espalda con las rocas, traté de adivinar de dónde provenía aquel sonido continuo.

      Sin separar mi espalda de aquella sólida y hosca pared de arenisca prensada, seguí dirigiéndome hacia lo que parecía la entrada a una cueva, la cual no había podido advertir en la distancia, pues nada se veía, de hecho, no recordaba haber visto ninguna montaña, desde donde me encontraba, antes de que empezase la tormenta.

      Por fin llegué al origen de aquel incesante griterío, en donde vi a un pequeño, que no tendría ni cumplido los ocho años, asustado, llorando a pulmón abierto, intentando que sus padres le sacasen de allí, pero ellos parecen ser que le habían abrazado con la esperanza que fuese más fuerte su cobijo que la tormenta, aun exponiéndose ellos mismos a perder la vida, como así había sucedido.

      Una dramática imagen que no dejaba dudas de lo que debía de hacer a continuación. Cualquier prófugo perseguido por una sentencia de muerte, ante mi situación, habría tratado de poner su propia vida a salvo antes de exponerla por un desconocido, pero se trataba de un niño y eso cambiaba mucho la situación. Los padres entregaron sus vidas arropando al pequeño, pensando que eso le protegería, pero si nadie lo sacaba de allí su sacrificio sería en vano, pues las arenas terminarían de enterrar sus cuerpos ya casi consumidos por los abrasadores granos.

      A él en cambio, le cogí entre los brazos y le saqué de aquel improvisado refugio que se había convertido en una trampa mortal, pues si no salía de allí pronto acabaría como sus progenitores. Como pude intenté tranquilizarlo, y tapándolo con parte de mi vestimenta lo llevé con prisas lejos de allí.

      Aunque no sabía hacia dónde dirigirme, tenía claro que era demasiado arriesgado quedarnos cerca de aquellas montañas, pues a pesar de que frenaba el avance de las arenas, permitiendo cierto grado de visibilidad, hacía que ésta se acumulase con rapidez, y que cayese sobre quien allí se encontrase debajo, sepultándolo en vida.

      Tanteando llegué hacia el final de la pared de aquella montaña, y echándome a aquel pequeño entre los brazos corrí en dirección contraria a las rocas, alejándome de ellas lo más posible.

      Ahora, por extraño que pareciese, debía de pensar también en aquel pequeño, que aun cuando nos estábamos alejando del peligro, no hacía más que gemir y quejarse. Nunca había tenido que asumir una carga tan grande como la vida de otra persona, pues, aunque había tenido que asistir a muchos enfermos, y había tratado de salvar a alguno en circunstancias extremas, esto no era lo mismo.

      Aunque él no había acudido a mí, solicitando mis servicios, ni tan siguiera lo habían traído sus familiares, desesperados por no encontrar cura alguna de sus males, solamente había hecho lo único que pudo en esos momentos, llorar.

      Un llanto que había roto es estruendo rugir de las arenas chocando entre sí y contra todo lo que se le interpusiese, que, como león furioso, persigue y acaba con cualquier presa que se le ponga cerca, únicamente por el placer de cazarla. Pero no estaba dispuesto a ser capturado, ni a dejar que se cebase con aquel pequeño, así que seguí y seguí, sin detenerme, con aquel pequeño, que cada vez me pesaba más en mis brazos y no me detuve ni un instante.

      Y como había aparecido, de improviso, en un abrir y cerrar de ojos, aquel asfixiante estruendo de polvo y viento se detuvo, y volvió a la más absoluta calma. Los impetuosos aires cesaron y las arenas cayeron suavemente, cual roció mañanero, y una ligera y agradable brisa apareció, dando así por finalizada aquella furiosa tempestad.

      Me detuve complacido y miré en todas direcciones y solo vi dunas a mí alrededor, y ni rastro de aquellas rocas, ni de la familia de este pequeño. Las siluetas del paisaje habían cambiado, por lo que me tuve que guiar por el sol para orientarme de nuevo.

      Después de deshacerme de gran cantidad de arena que se había acumulado entre mis ropajes y de dar de beber a aquel niño, recuperé el curso que seguía hacia mi destino, el cual estaba en el nacimiento del gran río, donde acababan las fronteras del gran imperio, desde donde salir de estas queridas tierras, que con tanto entusiasmo me había acogido y del cual tenía ahora que huir para que no acabasen conmigo.

      Mi nombre había sido borrado de cualquier texto sobre piedra en que estuviese escrito y castigado aquel que pronunciase mi nombre en presencia de algún alto cargo. Condenado a muerte, exiliado al olvido, un extraño final para quien no tuvo mayor ambición que la de servir fielmente al faraón, cuidando de su pueblo y de su familia, que siempre estuvo agradecido del trato de favor que le habían mostrado, y que tenía claro que algún día éste se podía acabar. Pero todo había sido tan repentino, tantos cambios en tan poco tiempo. Bueno, quizás fuese mejor así, de esta forma, no me había dado tiempo a decepcionarme, simplemente a aceptar la nueva realidad, como era, un nuevo faraón.

      Lo había visto en otros pueblos, que el nuevo regente, acababa con toda la familia del anterior, para evitar así rencillas y traiciones, pero que tratasen de acabar también con el personal de confianza del anterior, era nuevo para mí.

      Pero todo había cambiado tanto y tan rápido, los antiguos sacerdotes, quienes fueron desterrados con la llegada de mi faraón, alejados por aprovecharse del pueblo, cercenar su fe y doblegar su esperanza, ahora habían vuelto al poder, de la mano del jefe del ejército convertido ahora en nuevo faraón. Un acto de alta traición que estaba castigado con la pena de muerte, por lo que sólo habían tenido una oportunidad para hacerse con el poder, y lo habían conseguido.

      Supongo que llevarían mucho tiempo planeándolo y que habían esperado hasta el último momento para ponerlo en marcha, pues la eficacia de aquel golpe de estado se había basado en una acertada suma de circunstancias, en el que había intervenido hasta el nivel del cauce del sagrado río, conocimiento sin duda reservado sólo para unos pocos sabios, capaces de predecir los movimientos cíclicos de aquel colosal caudal.

      Una extrema sequía, que se producía cada cierto número de lunas, había provocado el desaliento del pueblo que veía como se acumulaban las desgracias en los últimos años, y a todo ello, se le sumaba una posible guerra. Una acumulación de desgracias usadas inteligentemente para atacar la imagen del faraón, presentándolo como alguien débil y de actuación errática, dañando así su imagen, preparando con ello al pueblo para el cambio que ellos mismos tenían previsto.

      Quizás ahora en la distancia puedo verlo claro, pero no me imagino cómo pudieron condenar a tantos al hambre y la desesperación, con la única intención de forzar la salida del faraón. Y resulta que la amenaza de guerra por parte de nuestros enemigos más feroces, no era sino una estratagema de distracción, pues al poco de subir éste nuevo faraón se anunció un acuerdo de paz, que por supuesto ya tendrían previamente pactado.

      Todos fuimos víctimas de sus conjuras, las mismas que los llevaron a alcanzar su objetivo, el poder, sin tener en cuenta las penurias provocadas, las vidas cercenadas, ni las familias desechas. Una extraña victoria para quienes se supone, deben velar y cuidar por el pueblo.

      Unas artimañas con las cuales no puedo estar más en desacuerdo, no sólo por la parte que me toca como perdedor en una contienda que nunca existió, sino por haber hecho rehén al pueblo, que lejos de llegar a comprender lo que sucedía, sufría la amarga agonía del hambre, y todo por una ambición sin límites, que se vio colmada sobre cualquier otro fin.

      Quizás el pueblo perdone e incluso olvide, pero me parece de las peores formas posibles de conseguir