Jorge Ayala Blanco

La orgánica del cine mexicano


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Délano y la actriz Mineko Mori basado en una idea argumental de ésta, la desaforada mirreyna quinceañera supuestamente acabando la prepa y de figura rechonchita pero con dobleapellido poderoso Camila Pérez-Meyer (Danae Reynaud desinhibida a rabiar tras haber sido la encantadora puberta Jazmín del Club sándwich de Fernando Eimbcke) regresa de hacer shopping cargada con veinte bolsas inútiles al lado de su amigota Andrea Andy García-López (Constanza Andrade) y del chofer irónico con sumisa paciencia de santo Arturo (Ezequiel Cárdenas) se enfrenta a su histerizada madre Fátima (Azela Robinson) que le tijeretea furiosa sus tarjetas de crédito en vista (“¿Qué clase de shopping mortal fue éste?”) porque el consentidor padre millonario Jorge ( Juan Carlos Colombo ya calvo cual bola de billar) hace concha como siempre (“Se le va a pasar”), pero la incorregible chava se burla esa misma noche del supuesto castigo recibido al largarse de fiesta con su secundadora cómplice habitual Andy a una discoteca donde goza humillando al mirrey que la corteja Rodrigo ( Manu Avellaneda) y de paso a su amigo anónimo (Iván Echeverri), baila como chiflada, se embriaga en forma inicua, sale cayéndose de ebria, hace que su chofer-custodio baje a comprarle un café en una tienda de conveniencia, se roba su propio camionetón, es detenida por la policía en un restaurante Jocho abierto las 24 horas al negarse a soplar el alcoholímetro reglamentario antes de arremeter a patadas pichagui de taekwondo contra dos oficiales femeninas, cae en prisión, debe dormir aterida con Andy junto a una presa malencarada en una estrecha celda y es liberada muy de mañana gracias a las influencias de papito sólo para enterarse de que un quemante video con sus insultos a la autoridad fue subido para escarnio público a los medios electrónicos y a las redes sociales bajo el archiclasista hashtag LadyJocho (“¿Oye Cami, ¿no te da pena tratar a todos como tus gatos?”), por lo que se hace, ahora sí, merecedora de un severo correctivo por parte de su progenitor, quien la deja abandonada en un rancho de su propiedad (heredado de su padre de origen rural) donde la chava está obligada a pasar sus vacaciones, sometida a las reglas impuestas por el canoso pero bondadoso administrador bigotón por añoso Don Eulalio (Jorge Victoria) y su severo vástago implacable Juan (Hoze Meléndez), de acuerdo con las cuales “el que no trabaja, no come”, aunque la de repente infeliz Cami se niega a usar trapeador y cubo para expulsar los bichos y tarántulas que infestaban su cuarto de dormir, nada práctico sabe hacer, le da asco hasta ordeñar una vaca y decide huir como sea a bordo de la camioneta de acarreo familiar, si bien sólo consigue dañarla, para desgracia de la pequeña y empobrecida comunidad ranchera a la que ahora pertenece, reaccionando de pronto contrita, avergonzada y resuelta a colaborar, pero la riega de todas todas, cocinando a regañadientes una comida nauseabunda debiendo y teniendo que aprender incluso las labores más rudimentarias, por fortuna de la mano de la solidaria dieciochoañera a punto de celebrar tardíamente sus quince años Beatriz (Renata Vaca linda sencillota) y contando con la comprensión de la generosa patrona Doña Chona (Delia Casanova redondamente oronda), la seductora mirada militante del jefe foráneo de un avanzado proyecto para el desarrollo regional Diego (Mario Moreno) y en forma preeminente los recuerdos del mismísimo Don Eulalio que no desperdicia oportunidad para evocar a su amigo el primitivo dueño del rancho y abuelo de la ahora fierecilla domada Camila ni para iniciar a ésta en los secretos de una artesanal elaboración del mezcal que se toma a sorbos que son besos, antes de fallecer súbitamente el buen anciano, tras enterarse de que el rancho va a ser rematado por apenas autosuficiente e improductivo, y ser enterrado en presencia de los contritos progenitores Pérez-Meyer que ya han perdonado a su desbalagada Cami y le permiten regresar con ellos a Ciudad de México, pero ella es hoy la que no se adapta, babea sobre la selfi tomada en comunidad gastronómica, impide la venta del rancho, sacrifica su camionetón para poner en marcha una empresa productora de mezcal y regresa con Andy al pequeño terruño entrañable para comunicarle a toda la comunidad sus fabulosos planes, tras organizarle su fiesta a la entusiasta Beatriz, quien ya podrá ablandar amorosamente el duro corazón de Juan en el transcurso del festejo, mientras Cami conquista de paso al irresistible emprendedor benéfico Diego, merced a los buenos oficios conclusivos de una bulliciosa y concertante orgánica neorranchera.

      La orgánica neorranchera se divide claramente en dos partes, tratadas en tonos y con ritmos muy diferentes, casi como si fuesen dos películas distintas: la primera referente a las fechorías irresponsables de Cami hasta quedarse dormida durante la boda de rancho, en tono provocador y con ritmo chispeante de comedia ligera, libre y aérea, llena de travesuras y deliciosas incorrecciones hawksianas (La adorable revoltosa / La fiera de mi niña, 1938), sofisticada e innovadora, indomable y desafiante, descriptiva de nuevas costumbres y mentalidades juveniles, e inventivo a partir de mínimos elementos y pocas situaciones bien aprovechadas, como el frenético regreso del shopping bestia, la descompuesta regañiza impotente de mamá, la avasallante borrachera colosal, el erizado enfrentamiento con las mujeres policías, o el ridículo inclemente en las redes sociales, y una segunda parte referente a la reeducación de Camila a partir de su despertar abandonada en el rancho, en tono didáctico y a ritmo pastoso de comedia forzada e insufrible, llena de torpezas, tropiezos sangrones, culminantes aplausos a la cenicienta capitalina que ya sabe preparar un guiso regional (“Los hombres son como bebés”), y gags ineficaces no tanto por previsibles sino por su prefabricada ejecución chabacana, como la inutilización del celular, o la caída al fango, o los quasi atropellamientos al intentar escapar en la camioneta rural y así.

      La orgánica neorranchera dicta una moralina amansadora y edificante que logra imponerse a trompicones, al tiempo que sabotea la efervescencia temprana del relato y asfixia tanto el gracejo como los arrebatos vitalistas extremos de esa inasible Cami / Danae Reynaud que de esa manera deja por desgracia y por completo de ser la última heredera de Katherine Hepburn o Jean Arthur o Barbara Stanwick, la excéntrica en estado de gracia que se agitaba entre la mofa y la ternurita, la heroína habitada por una “dulce locura” (según la afortunada expresión perenne de los historiadores fílmicos Maurice Bardèche y Robert Brasillach), la brillante reencarnación de una vitalidad anárquica entre la alegría y el atropello que instintivamente destruía a su paso toda lógica o solemne seriedad en una imparable vorágine endemoniada, para convertirse en una humilde corderita sometida y enamorada y bienhechora, más cerca de la altiva Tigresa de María Félix (aunque le triplicara la edad a Danae) en Canasta de cuentos mexicanos (B. Traven visto por Julio Bracho, 1955) que de la heroína arquetípica de William Shakespeare, adiós a la efímera Cami inconsciente y etérea, ahora sólo existirá cuando mucho una apagada Cami que abomina del desechable vestido rosado pastel colgante en el tendedero para la inminente celebración de Beatriz y lo sustituye por uno inconsútil y descotado sexy que le provocará a la rancherita celestial un irreprimible pudor tembloroso.

      La orgánica neorranchera se magnifica al magnificar la verba petulante y tribucitadina (“¡O sea...!”) de esa irresistible Cami chocantísima (“El vaquerito no va a tocar las bubis de las vacas”) de repetitivo léxico lo que sigue de limitado (“Equis, ¡ya! Equis”) o que campechanea en cada desternillante frase espontánea y por alícuotas partes iguales el español mamila con el inglés rebuscadazo (“Hoy es top one: shots mil” / / “La manteca es megatóxica, superunhealthy” / / “Voy a ser tu matchmaker”), siempre formidablemente sostenida y valorada por un exquisito diseño de producción de la excuequera Lorenza Manrique, una refinada fotografía superdinámica de Alejandro Pérez Gavilán, una edición precisa aunque sea con base en cortes inmisericordes de Óscar Figueroa Jara, un insinuante diseño sonoro atmosférico de Miguel Ángel Molina Gutiérrez y last but not least la música esquizofrénica de los jovencísimos Diego Benlliure Conover, Héctor Ruiz, Juan Andrés Vergara y Carlos Vértiz Pani, que mezcla sin piedad auditiva cualquier folclor con toda especie de alucine posroquero-pospunk.

      La orgánica neorranchera se descubre finalmente como una nueva estrategia y un novedoso rodeo para redefinir al rancho en sí como un espacio idílico neofeudal-neoencomendero-neoporfiriano donde los habitantes viejos viven extrañando la amistad de sus patrones (¿un solo patrón nos falta y todos los ranchos están despoblados?) y los rudos nuevos rancheros aprovechan cualquier oportunidad para imponer su derecho a ser infelices (“Se va a quedar en la cabaña imperial”) y hacerse de un programa social que los civilice y reeducar a cualquier malcriada muchacha citadina para que los rescate de una ignominiosa desaparición y les resucite la sabiduría fabricante de su atávico mezcal bendito (con piña machacada y demás, añorando la nostalgia del ya imposible triángulo amoroso con el caporal apuesto