como por las calles Hautefeuille y Pierre-Sarrazin. En cambio, las filiales adquiridas desde 1954 —Grasset, Fasquelle, Fayard, Stock, Calmann-Lévy, entre otras— permanecieron como parte del grupo y esto aun a pesar de que la privatización de tf1 condujo al fracaso de La 5, cadena asumida por Jean-Luc Lagardère y Silvio Berlusconi en 1990, dos años antes de su desaparición.
Aunque la lógica industrial y de conglomerados en estas reestructuraciones parece haberse mantenido, se observa, al mismo tiempo, una financiarización de los grupos que va a contracorriente de dicha orientación. Basta, en este punto, mirar la estructura del capital del grupo Pearson —que poseía en 1991 la séptima compañía petrolera del mundo (Camco-Reda Pump) así como la fábrica de cerámicas Royal Doulton y 50 % del banco Lazard Bros, más 10 % de Lazard Paris y otro tanto de Lazard New York64— para darse cuenta de que en este holding financiero los intereses de las firmas Addison, Longman o Penguin estaban supeditadas a las decisiones estratégicas de los accionistas.
Así mismo, cuando, en 1986, se constituyó el embrión de lo que sería dos años más tarde el Groupe de la Cité, encontramos otro holding financiero, la Générale Occidentale, propietaria de la fábrica de dulces La Pie qui Chante y de mostaza Amora, al lado de las antiguas Presses de la Cité que habían estado dominadas hasta el momento por la familia Nielsen65. Dirigida entonces por Jimmy Goldsmith, hombre de negocios británico con reputación sulfurosa, la Générale Occidentale volvería a venderse rápidamente a la Compañía General de Electricidad de Ambroise Roux, para luego, diez años más tarde, volver a venderse a la Compañía General de Aguas, lo que ilustra bien las mutaciones observables en la edición desde los inicios de la década de 1990 y la retirada progresiva de los grupos industriales de este sector66.
André Schiffrin lo dirá con firmeza durante su conferencia de prensa en Nueva York, en 1990: la edición estaba cambiando de naturaleza y, como los nuevos propietarios de Random House —los hermanos Newhouse— exigían una rentabilidad inmediata superior al 10 %, ya no era posible conservar las mismas políticas editoriales de los años anteriores67. El ejemplo de la firma Paramount, que en sus orígenes se llamaba Gulf and Western y poseía en los años sesenta acciones en las fábricas de tabaco, las refinerías de caña de azúcar, las minas de zinc y muchos otros sectores68, confirma esta evolución. Para comprar la gran editorial Simon & Schuster —que lleva el nombre del inventor del libro de bolsillo en Estados Unidos, lo cual ocurrió en 1939— e intentar una opa agresiva en Time en 1989, Paramount debió vender más de ciento cincuenta empresas y algunos millones de dólares de participaciones diversas69. Su fracaso y su incapacidad para impedir la fusión entre Time y Warner en 1989 confirmaron la financiarización acelerada presente en los grupos de comunicación entre 1980 y 1985. Warner, propietario de Christ-Craft Industries, había invertido de manera considerable en la industria musical y en la industria cinematográfica, lo que lo llevó a querer tener una estructura editorial más sólida de la que poseía. Tomando este rumbo, que conduciría a la nueva entidad Time Warner a unirse con aol diez años más tarde, el grupo demostraba a quien quisiera interesarse en su porvenir que había llegado la hora de la batalla de la comunicación a escala mundial.
La financiarización y la precarización de las empresas editoriales
Para intentar comprender estas mutaciones hay que detenerse en el cambio que representó la financiarización en la vida económica hace unos veinte años. Poco teorizado, aunque subyace al surgimiento de figuras tan ambivalentes como la del financista estadounidense de origen húngaro, George Soros, capaz de realizar ofertas de compra devastadoras en moneda británica y de abrir una red de universidades en Europa del Este, este movimiento de fondo de la economía del planeta se opuso radicalmente a la lógica de los conglomerados70. De esto se tuvo una visión caricaturesca en Francia con el nombramiento de Bernard Tapie en el cargo de ministro de Ciudades en el segundo septenio de François Mitterrand, mientras que el jefe del grupo La Vie Claire había comprado y luego revendido con una cómoda plusvalía la empresa Adidas. En ningún momento el impetuoso dirigente del Olympique de Marsella había soñado con hacer entrar la firma especializada en equipamientos deportivos al núcleo de activos que debían imprimirle una identidad a su grupo. Como puede verse, entre la compra de Citroën por parte de Peugeot para constituir la marca psa, o la de Grasset y de Fasquelle por parte de Hachette para hacer de su filial Grasset-Fasquelle el puente necesario para dar la embestida a los precios literarios que hasta el momento se le escapaban71, se abrió una brecha entre dos visiones de empresa y dos épocas, si es que no entre dos universos.
Antoine Rebiscoul, director general de The Goodwill Company Saatchi and Saatchi-Groupe Publicis, resumió este movimiento de reorganización del capital en un artículo que lleva un título bastante irónico, «Le jeu de dupes autour de l’économie de l’immatériel: L’effet Moebius de la financiarisation sur les droits de propriété»72. Luego de haber recordado que hasta la década de 1980 podían verse fusiones de empresas destinadas a reforzar el tamaño de un conglomerado, esta estrategia que buscaba alcanzar el liderazgo en su ámbito de competencia cedió bruscamente el lugar a una voluntad de diversificación de los bienes, y luego al portafolio de inversiones. El posicionamiento de los fondos de pensiones y de los fondos de inversión —los primeros mayoritarios en Vivendi Universal, los segundos en Editis, por ejemplo— puso al accionista en una posición de poder. Mientras que antes debía confiar en las directrices de los grupos industriales, disponía, gracias a Internet y a las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (ntic), de los medios para gestionar directamente sus acciones y de moverlas en función de la información que le aportaba la web73. Como ya no necesitaba esperar las asambleas generales anuales o los informes de los organismos encargados de auditar las empresas, pudo dejar de depender de los resultados de las sociedades anónimas a las que confiaba sus inversiones y obtener resultados con la cotización en la bolsa, rechazando cualquier otro criterio de gestión de su portafolio74.
Por ello, la empresa debía, a su vez, modificar su estrategia y pensar en todo momento en la «creación de valor para el accionista»75, el famoso shareholder value, lo que condujo, entre el 2000 y el 2002, a Jean-Marie Messier, a entregarse a un exceso de imaginación contable —la modificación permanente del perímetro de intervención de Vivendi Universal— con el fin de mantener la cotización de títulos en un nivel elevado. La caída violenta en el otoño del 2002 no hizo más que registrar la salida inmediata de los fondos de pensión o de inversión que lo habían sostenido, antes de que se le retirara la confianza. En un ámbito cercano, la venta de la división de libros de aol-Time Warner a Hachette Livre hizo evidente no el carácter irracional de la gestión de un grupo mundial de comunicación, sino la obligación, a inicios del 2006, de generar un beneficio tal que la cotización de su acción —el barómetro de su salud— siguiera siendo atractivo para todos los que la poseían. Así se desvanecieron, sin más, partes enteras del conglomerado que años antes habían intentado constituirse, a riesgo de ser retomadas al final si la valorización de su capital lo justificaba. Como lo escribe el especialista Antoine Rebiscoul:
La búsqueda de «creación de valor para el accionista» incita a demostrar permanentemente que la empresa que reclama capitales está al menos al nivel de lo que el conjunto del mercado de las inversiones es susceptible de ofrecer. En tal sentido, el llamado capitalismo «accionarial» es quizá también y en primer lugar un capitalismo «actuarial», organiza toda la empresa, y toda la cadena de valor, en función de su capacidad para alcanzar un nivel de rentabilidad de los capitales comprometidos superior a la tasa de actualización, que no es más que la expresión del poder de comparabilidad de los accionistas76.
Siguiendo su análisis de un sistema que asegura la existencia de su grupo, el jefe de Saatchi-Publicis explicaba los beneficios del recorte de las firmas por departamentos, pues era la única manera de ofrecer al accionista ganancias rápidas que la administración industrial de una empresa sería incapaz de producir. Nos encontramos entonces ante la amarga conclusión de André Schiffrin en L’Édition sans éditeurs: el problema no es el beneficio, pues este siempre lo han buscado los mediadores culturales, en el siglo xix y en el xx; es la necesidad de generar una rentabilidad tal que obliga a orienta la administración de la firma hacia la producción de bienes estandarizados intercambiables77. En un mundo que aparentemente