Sea´n Patrick O'Malley

Se buscan amigos y lavadores de pies


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quedan en casa de Pedro. El paradigma para la Iglesia es siempre la familia que incluye la familia del cónyuge, los fuera de la ley y siempre la suegra 1. La casa de Pedro viene equipada con una suegra que cocina para Jesús.

      Cafarnaún muestra la predilección de Jesús por los enfermos y afligidos. Un pastor que quiera parecerse a Cristo ve siempre como una prioridad de su ministerio un especial compromiso con los que sufren. Nuestra misión es ser mensajeros de la Buena Noticia a los pobres, es liberar a los oprimidos de las duras circunstancias de su vida.

      Nuestro plan pastoral debe subrayar la importancia de tejer comunidades que sean de hecho la familia de Cristo. Un pastor tiene que ser aquel que construye la unión en la vida de comunidad haciendo la unión de las personas con Dios y de unos con otros.

      Cafarnaún es también el lugar para entrenar a las personas para el ministerio. Los apóstoles recibieron mucha de su formación en casa de Pedro. Una parte importante de nuestra tarea en Cafarnaún es la de promover tanto las vocaciones sacerdotales como los ministerios laicales, de manera que la Iglesia sea de hecho una comunidad que evangelice, que llame a las personas a ser evangelizadoras y animadoras de discípulos. La cultura del encuentro y el arte del acompañamiento de los que tanto habla el papa Francisco deben caracterizar nuestra experiencia de Cafarnaún.

      Gran parte del esfuerzo de reclutamiento vocacional de Jesús se centra en la región de Cafarnaún. Fue allí donde llamó a Pedro, Andrés, Santiago, Juan y Mateo. Una parte de nuestra experiencia pastoral de Cafarnaún debe ser también la preocupación constante por promover vocaciones, desafiando a los jóvenes a considerar la hipótesis de una vocación.

      Hace algunos años fui a la parroquia de mi infancia a celebrar su 70º aniversario. Había cuarenta sacerdotes concelebrando, todos ellos vocaciones surgidas de esa parroquia. En la archidiócesis tenemos las cenas de San Andrés, que se celebran cinco o seis veces al año, reuniones vocacionales donde reunimos a jóvenes para visitar el seminario, rezar Vísperas, escuchar el testimonio de seminaristas y participar en un diálogo conmigo. La idea viene del evangelio, que cuenta la vocación de Pedro en la que es Andrés quien lleva a Pedro hasta Jesús. A pesar de todos los problemas que tenemos, este mes vinieron cincuenta y un universitarios a un retiro vocacional en Boston, dispuestos a considerar una vocación. Los retiros vocacionales muestran claramente que hay comunidades que se toman muy en serio proponer a los jóvenes el sacerdocio y, por otro lado, hay otras parroquias que nunca mandan a nadie. Nuestra esperanza es que el proceso de planificación pastoral ayude a ver lo importante que es el ministerio vocacional para el futuro de la Iglesia.

      Para un obispo tiene que ser una prioridad pastoral invitar a los chicos a considerar la vocación sacerdotal. Todos los estudios indican que una invitación tiene un enorme impacto cuando es realizada por parte de un cura o un obispo. Como esa llamada era una de las principales preocupaciones de Jesús en Cafarnaún, así también debe ser una prioridad de nuestro ministerio diario en Cafarnaún. De esta manera, nos ocupamos no solo de las necesidades pastorales presentes de nuestros feligreses, sino también de las necesidades futuras de la comunidad de fe.

      Nazaret y Cafarnaún tienen que ser constantes en la vida de un obispo. A medida que vamos viviendo, recibimos nuevas oportunidades para pasar más tiempo en Nazaret y dedicar más tiempo a la adoración y oración para que, como hicieron Aarón y Hur, podamos sostener levantados los brazos de Moisés. Nuestra oración nos permite seguir contribuyendo a la vida de fe de la Iglesia. En el bonito episodio de la presentación en el Templo vemos a María con el Niño y con José y las tórtolas, pero también vemos a los ancianos en oración, dando testimonio y ánimo.

      Ellos son también protagonistas en la misión actual de la Iglesia. Simeón y Ana son signo de esperanza y fuente de fuerza espiritual para la Iglesia. Muchos de nuestros obispos y sacerdotes reformados me cuentan cuán fervorosamente rezan por la Iglesia. Su servicio sacerdotal continúa al modo del ministerio de Nazaret. Muchos de nuestros padres reformados, cuyo infatigable trabajo construyó las parroquias y los ministerios de nuestra archidiócesis, a medida que el centro gravitacional de su vida vuelve de Cafarnaún a Nazaret, son ahora los prayer warriors –guerreros de la oración–, cuya intercesión es fuente de vigor y de fuerza para nuestro presbiterio y nuestro pueblo.

      Considero que la llamada del papa Francisco a abrazar una cultura del encuentro, así como el arte del acompañamiento, se refleja en la virtud de la hospitalidad, común a Nazaret y Cafarnaún. El Santo Padre nos anima a ser abiertos y acogedores. Una vez, el papa mencionó que cierta secretaria parroquial de la archidiócesis de Buenos Aires era conocida como la tarántula. Andrew Greeley, en su libro Catholic Revolution, sugería que los obispos, curas y personal de los servicios parroquiales hiciesen un curso en la cadena de hoteles Four Seasons para aprender con ellos cómo acoger, ser simpático y cautivar a quienes pretenden recibir los sacramentos. Según el padre Greenley, parece que, en lugar de eso, fuimos a pedir consejo a los burócratas de los servicios postales americanos –no sé cuál es el problema con nuestro Correos ni sé si en Portugal también tiene mala fama...–.

      En sus cartas pastorales, Pablo describe los atributos necesarios de aquellos llamados al ministerio, y la hospitalidad es uno de esos atributos esenciales. Las epístolas están salpicadas de la urgencia de ser acogedor. La carta a los Hebreos dice: «Que el amor fraterno sea duradero. No olvidéis la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Heb 13,1-2). Se trata sin duda de una alusión a Abrahán y Sara, que tan gratuitamente hospedaron a los tres desconocidos en el oasis de Mambré.

      En la parábola del Juicio final, Jesús dice: «Fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35b). Esos benditos ni siquiera sabían que estaban acogiendo a Jesús bajo un angustiante disfraz, por usar la expresión de la Madre Teresa.

      Cuando invitamos a Cristo a venir a nuestra vida, y es de eso de lo que trata la hospitalidad de Nazaret, Cristo –que es el invitado– se convierte en el anfitrión, como hizo con los discípulos del camino de Emaús.

      En la última cena, la primera eucaristía y la primera ordenación son precedidas por el más absoluto gesto de hospitalidad cuando Jesús lava los pies de sus discípulos. Nuestro planeamiento pastoral y nuestro esfuerzo de evangelización tendrán éxito en la medida en que nosotros, pastores, vivamos el espíritu de hospitalidad, ya sea de Nazaret, ya sea de la casa de Pedro en Cafarnaún.

      La hospitalidad del Evangelio tiene que ver con acoger al extranjero y, como buen samaritano, hacer del extranjero objeto de nuestro amor, parte de nuestra comunidad, un auténtico hermano. La hospitalidad del Evangelio es siempre desinteresada. Cuando demos un banquete, dice Jesús, no invitemos solo a los vecinos ricos y a los amigos que pueden retribuir, sino invitemos a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Al invitarlos estamos invitando a Cristo, y seremos recompensados en la resurrección de los justos.

      La hospitalidad tiene que ver con tejer relaciones y formar comunidad. En nuestras parroquias, la hospitalidad tiene que ser contagiosa, y debería comenzar por el espíritu de apertura y actitud acogedora del clero –que enseña más con el ejemplo y testimonio que con las palabras–.

      Un fantástico sacerdote dijo una vez: «Las dos preguntas más gratificantes que un cura puede oír de alguien son: “Señor cura, ¿puede escuchar mi confesión?”, y: “Señor cura, ¿cómo puedo hacerme católico?”».

      Cuando se visita un convento de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, encontramos siempre, junto al crucifijo de la capilla, las palabras: Sitio («Tengo sed»). Cristo tiene sed de almas. El sacerdote, como el buen pastor, tiene prisa por traer a las ovejas de la periferia hacia el centro, donde puedan convertirse en protagonistas.

      El sacerdote es siempre el hombre de la hospitalidad, acogiendo al hijo o la hija pródigos, vendando las heridas del extranjero abandonado a la orilla del camino medio muerto, alimentando a los hambrientos con pan, perdón y esperanza.

      La hospitalidad de Nazaret, acogiendo a Cristo, dejando que la Palabra se haga carne en nuestros corazones, es lo que nos prepara para la hospitalidad de Cafarnaún, la hospitalidad del hospital de campaña.

      No estamos solos, nuestro sacerdocio nos une a Cristo y unos a otros en