Santiago López Petit

Tan cerca de la vida


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de las que no podía salir. Digo que no podía salir, aunque tampoco sabía exactamente cómo había entrado. Las escaleras mecánicas subían y bajaban impertérritas, animadas por un hilo musical que nunca descansaba. Quien se ve viviendo su vida está condenado a la soledad tarde o temprano. Yo me di cuenta de que estaba atrapado dentro de mí. ¿Dónde están mis amigos? El eco del grito moría lentamente en el interior de la vida soñada. Obligado a respirar vacío, el cuerpo desangra melancolía y asco.

      El pensamiento crítico que enseñaban en la Facultad de Filosofía no me sirvió de mucho. Simplemente, cambié las galerías comerciales por una torre de marfil. Una hermosa torre de marfil dentro de la cual estudiábamos sistemáticamente a los grandes filósofos. Un mar de mierda golpeaba con obstinación la base de la torre, pero nosotros estábamos demasiado ocupados para poder percibir la llamada del oscuro malestar. Además, Ulises nos había ordenado ponernos unos tapones de cera con el fin de evitar que oyéramos las lamentaciones de los ahogados. De esta manera, la función de la facultad quedaba perfectamente definida: contener y entretener. ¿Qué mejor para ello que apelar al pensamiento crítico? La estrategia empleada fue sutil e inteligente. En poco tiempo los rescoldos del incendio se extinguieron. En verdad, no sé quién fue nuestro Ulises, pero, fuera quien fuese, supo organizar muy bien la sumisión y extender el desengaño. Puedo asegurar que la universidad cumplió acertadamente el objetivo asignado: propagar la tristeza en todas sus acepciones. El miedo, la impotencia y el cansancio formaron un amplio cortafuegos cuyo propósito era frenar el avance de la desesperación. Terminada la tarea encomendada, no es de extrañar que la Facultad de Filosofía y también las demás facultades en las que se impartían especialidades cercanas, fueran desmanteladas. Su obsolescencia estaba perfectamente programada. Quedaron, eso sí, departamentos universitarios dedicados al estudio de la lógica y a la redacción de informes sociológicos. Pero cuando esta transformación tuvo lugar, yo ya estaba muy lejos.

      El pensamiento crítico congelado me pareció siempre un cuento para niños y se me hacía muy difícil soportar la quietud decadente e hipócrita allí reinante. La rabia que sentía me golpeaba como el martillo al yunque. Vivir el mundo de la fábrica enseña a odiar. ¡Cómo encontraba a faltar aquel maravilloso odio de clase que sentía tan nuestro! Se acabó. Si no puedo llevar el caos al interior del orden, jugaré a competir en su propio campo. Seré un infiltrado y esa será mi venganza. Un infiltrado no es un intruso. El intruso es alguien que se introduce en un lugar sin tener derecho para ello. De ahí que no pueda desembarazarse de una cierta imagen de superfluo y, en el fondo, de perdedor. Su destino más probable es ser expulsado sin pena ni gloria. En cambio, el infiltrado —porque su presencia implica un desafío— es directamente eliminado sin necesidad de juicio alguno. Un infiltrado verdaderamente eficaz tiene que saber mimetizarse con su entorno hasta el punto de distanciarse por completo de la figura del intruso. Evidentemente, esta mímesis implica una comprensión sin fisuras del enemigo y de cuáles son sus objetivos. Es así como el infiltrado, sin apenas darse cuenta, se adentra por un camino inesperado. Se acerca tanto a su enemigo que… Bien, eso es lo que creo que a mí me sucedió. No se trata de ninguna justificación. Tampoco me arrepiento de nada. Mi paso por la Facultad de Filosofía me sirvió por lo menos para aprender palabras e imágenes útiles con las que pelearme y no aburrirme demasiado. Por ejemplo, la dichosa caverna platónica. Cuando pienso en este sol radiante que nos está esperando fuera, me parto de risa. De hecho, escuchar esas peroratas fue lo que me convenció de que tenía que dar un giro a mi vida.

      Como dice A, todos merecemos una segunda oportunidad. La mía llegó cuando me hablaron de una escuela especializada en fomentar las potencialidades creativas de sus alumnos. La frase empleada para anunciarse me llamó la atención: «Si tú sabes lo que vales, ven y consigue lo que mereces». Me gustó la idea. No tenía que competir con nadie sino conmigo mismo. Yo quería centrarme, no digo «buscarme a mí mismo», lo que sencillamente es ridículo. En esta escuela tenía la oportunidad de hacerlo. Intuía que una época histórica había terminado. Si no quería convertirme en un fósil nostálgico tenía que creer en la vida. Sí, yo creo en la vida. Me propuse entrar, aunque enseguida me advirtieron del duro proceso de selección. La Escuela de la Vida, ya he dicho que así se llamaba el instituto, afirmaba también en su programa de estudios: «Lucha siempre por tu felicidad y deshazte de todo lo que te impida salir adelante». Aunque me costaba creer en una promesa de felicidad, me gustaba la pasión que había en esta llamada a seguir adelante. Un rostro feo es mil veces más bello que la escultura más perfecta. Por eso, la pasión solo puede provenir de la vida. De la lucha por la vida. Ciertamente, este instituto no es la caverna platónica. Pero a veces me asalta una duda. Tengo la impresión de estar en un túnel de metro interminable del que ya no podré salir. Me he expresado mal. Tengo la impresión de que la Escuela de la Vida es un vagón de metro y que las estaciones en las que el tren se detiene son los diferentes talleres que realizamos.

      Pasan los días y nos han reprochado poca implicación. El equipo multidisciplinar no está satisfecho. Los ejercicios de trabajo bioenergético para desbloquear el cuerpo han producido expresiones verbales de dolor muy limitadas. No somos capaces de gritar. Reprimimos nuestras emociones y ni llegamos a sentir nuestro propio cuerpo. Permanecemos como burbujas ensimismadas sobre la superficie del agua. Estamos atrapados cómodamente en una situación de frustración y preguntamos todo el tiempo: «¿Qué hacer?». Un miembro del equipo multidisciplinario ha sugerido que quizás la selección ha sido errónea. Supongo que lo ha dicho para provocar alguna reacción por parte nuestra. No lo ha conseguido, ya que nadie se ha atrevido a responderle. Entonces, él nos ha dirigido una pregunta que, tal como ha sido pronunciada, tenía mucho de afirmación: «Pobres diablos. Sabéis muchas cosas. Pero ¿sois capaces de creer en algo?». Esta frase resuena aún en mi cabeza. Tengo que reconocer que no la entiendo muy bien. Nos reclaman una valentía cuyo origen está en la fe y la esperanza. Pero una valentía que tiene estos fundamentos: ¿no conlleva necesariamente una actitud de humildad? Y si toda humildad remite, en última instancia, a alguna forma de obediencia, me pregunto entonces dónde queda la valentía. No sé muy bien lo que digo. Sí, yo creo en la vida. Lo repito. Sí, yo creo en la vida. Y, por eso, estoy aquí. El tren se ha detenido en un rincón de la sala. Allí nos esperan enormes armarios llenos de juguetes a nuestra disposición. Podemos escoger los juguetes que más nos gusten. A ha elegido una muñeca y está intentando arrancarle la cabeza. Un compañero cuya letra no recuerdo acaricia interminablemente una bola de billar. N se ha cubierto con una capa azul y trata de volar. Pronto el tren emprenderá de nuevo la marcha. He decidido que no quiero mirar por la ventana para que el tiempo no se demore.

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