Sarah MacLean

Grace y el duque


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levantó la barbilla. La idea de que no hubiera destruido Londres para vengar su muerte le arrancó una risa amarga.

      —Tienes razón. No fue suficiente. Lo fue todo. —Se encontró con su mirada, cálida y dorada, una mirada que había envejecido como el resto de ella. En ese instante, estaba llena de conocimiento y poder—. Lo haría de nuevo. Desátame.

      Ella lo observó durante un buen rato en silencio.

      —¿Sabes?, pensaba en ti cuando caminaba por esos adoquines y aprendía a amarlos. Cuando aprendía a protegerlos, como si hubiera sido yo quien hubiera nacido en una alcantarilla de Covent Garden y no tú.

      —Desátame. Déjame…

      «Deja que te abrace».

      «Deja que te toque».

      —Pensaba en ti… hasta que dejé de pensar en ti. —Ella lo ignoró y permitió que las palabras lo golpearan—. Porque ya no eras uno de nosotros. ¿Verdad, duque?

      Grace blandió el título como un cuchillo y lo clavó tan profundamente como para tocarle el hueso, pero Ewan no mostró dolor alguno.

      En cambio, hizo lo único que se le ocurrió. Lo único que creía que la mantendría cerca de él. El único regalo que ella aceptaría de él.

      —Desátame y te daré la pelea que deseas —le prometió mientras la miraba a los ojos.

      Capítulo 6

      Lo que quería era una pelea.

      Estaba en el último piso del edificio que poseía, en el mundo sobre el que reinaba, un mundo que tiempo atrás había sido de Ewan; había mirado a sus hermanos a los ojos y les había dicho que anhelaba venganza. Era lo único que anhelaba, si era sincera. Todo lo demás, lo que tenía y lo que era, era un medio para ese fin. Al fin y al cabo, era lo único que le pertenecía solo a ella. Todo lo demás —su casa, su negocio, sus hermanos, la gente de la colonia— lo compartía. Pero la venganza era solo suya.

      Desde el momento en que nació, nada había sido suyo. Le habían robado el nombre. El futuro. Una madre que la quería. Un padre que nunca conocería. Y luego, cuando descrubrió las cosas buenas que había en el mundo, también se las robaron. La felicidad. El amor. La comodidad. La seguridad. Todo desapareció. Se lo arrebataron.

      Y él había sido la única persona a la que había amado, pero la idea de una vida con ella no había sido suficiente para Ewan. No cuando podría tener un ducado.

      Era la promesa que su padre le había hecho cuando convocó a sus hijos, los tres medio hermanos, a su finca del campo. Competirían como perros por un título que no le pertenecía a ninguno. Un título que llevaría consigo fortuna y poder sin medida, suficiente para cambiar muchas vidas.

      Al principio, la competición había sido fácil. Bailes y conversaciones. Geografía y latín. Luego, tomó un cariz peor. Los desafíos dejaron de versar sobre el aprendizaje y empezaron a implicar sufrimiento. Lo que el duque llamaba «fortaleza mental».

      En ese momento, la separaron de los chicos, que fueron trasladados a cuartos oscuros, fríos. Aislados.

      Y luego se habían visto obligados a luchar entre sí. Todo por la promesa del poder. De la fortuna. Del futuro. De un nombre que había sido el de ella en el bautismo: Robert Matthew Carrick, conde de Sumner. Futuro duque de Marwick.

      Pocos supieron que el bebé en los brazos de la niñera era una niña, y el duque los tenía tan aterrorizados que ni se les pasó por la cabeza denunciar aquel incumplimiento de las leyes de Dios y del país.

      Y a la larga no importó, ya que al final un chico usó el nombre. El que había ganado, a pesar de que Grace, Diablo y Whit habían huido antes de que completara su último cometido.

      Habían intentado olvidar, construyendo una familia y un imperio sin él. Pero ninguno de ellos encontró la paz, aunque Diablo y Bestia lo habían conseguido al enamorarse de sus esposas.

      Pero ella nunca había tenido paz.

      Sin embargo, la experimentaría esa noche, cuando cumpliera la promesa que había hecho a sus hermanos y enviara al hombre que estaba de rodillas ante ella a la calle con la certeza de que nunca más iría a por ellos. Ewan se había pasado años buscándolos. Diablo y Whit se habían pasado años escondiéndola de él. Había llegado la hora de que comprendiera de una vez que lo que buscaba no existía, algo que en veinte años no había entendido.

      Los recuerdos acudieron a su mente. Diablo y Whit gritaron mientras Ewan avanzaba hacia ella, espada en mano. No se había movido lo bastante rápido. Se había quedado helada al darse cuenta de que iba a atacarla de verdad. No importaba lo que el monstruoso duque le hubiera prometido: Ewan le había dicho que la amaba. Y había jurado protegerla. Todos habían jurado protegerse mutuamente. ¿Cuántas veces habían luchado los tres hermanos como uno solo? ¿Cuántos planes habían trazado los cuatro en la oscuridad de la noche?

      ¿Cuántas promesas se habían hecho los dos?

      Futuro. Familia. Seguridad. Amor.

      Nada de eso importó aquella noche, cuando se jugaron el ducado. Cuando Ewan lo tuvo en la mano. Él ganó ese día el título, el poder y los privilegios. Los demás resultaban ya, en el mejor de los casos, inútiles y, en el peor, peligrosos.

      Y Grace era la más peligrosa de todos, porque era la prueba de que Ewan, ahora Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, duque de Marwick, era un farsante.

      A medida que Grace, Diablo y Whit se hacían más fuertes; a medida que construían su propio imperio a partir del hollín de la colonia, donde aún vivían y desde donde dirigían negocios que daban empleo a cientos de personas y les hacían ganar cientos de miles de libras, sabían que estaban construyendo algo más que un cargo o un título. Habían estado acumulando el poder que necesitarían para protegerse de lo inevitable: de la llegada de ese hombre, su enemigo, que sabían que un día vendría a por ellos, las únicas personas del mundo que conocían su secreto. Un secreto que podría llevarlo directo a la horca por traición.

      Esa noche todos los años de preparación tocaban a su fin. En ese instante. En las manos de Grace mientras sus hermanos la observaban.

      Pero, antes de castigarlo, lo había tocado.

      No sabía por qué.

      No fue porque quisiera.

      Tampoco había querido besarlo.

      «Mentira».

      Ella no había querido amarlo.

      Pero allí, en la oscuridad de aquella habitación subterránea, con los sonidos de la fiesta que se celebraba arriba amortiguados por el serrín, no había podido resistirse. Era un hombre apuesto, más alto que la mayoría, delgado como un fideo, con unos ojos ámbar que lo veían todo y una sonrisa pausada que podía tentar a cualquiera a seguirlo hasta el fin del mundo. Como todos habían estado dispuestos a hacer.

      Ewan. El niño rey.

      Ahora no había sonrisa alguna. Había desaparecido de su magnífico rostro. Los tres —Diablo, Bestia y Ewan— llevaban los genes de su padre en los ojos y en la mandíbula, pero Diablo se había vuelto alto y desgarbado, y Bestia era ahora en un peligroso armario con cara de ángel. Ewan no era ninguna de las dos cosas. Se había convertido en todo un aristócrata: facciones marcadas, larga nariz aguileña, mentón hendido, mejillas hundidas, frente noble… y unos labios que eran pura tentación.

      Grace era la dueña y señora del número 72 de Shelton Street, el burdel para damas más discreto y de más alto nivel de Londres, y un lugar que era conocido por ofrecer a una clientela exigente un selecto grupo de hombres, cada uno de ellos era un modelo de perfección masculina. Se consideraba a sí misma una gran conocedora de la belleza. Comerciaba con ello.

      Y él era el hombre más atractivo que jamás había visto, incluso en ese momento. A pesar de estar demasiado delgado para su