Sarah MacLean

Grace y el duque


Скачать книгу

otra parte del mundo eran bienvenidas para explorar sus deseos más profundos.

      El célebre acontecimiento, al que llamaban Dominio, era en parte baile de máscaras, en parte juerga salvaje, en parte algo así como un casino y, sobre todo, algo completamente confidencial. Diseñado para ofrecer a los miembros del club y a sus acompañantes de confianza una velada dedicada exclusivamente a su placer… Fuera este cual fuera.

      Dominio tenía un único propósito: las damas eligían.

      No había nada que le gustara más a Dahlia que proporcionar a las mujeres acceso al placer. En el mundo real, el sexo débil no recibía la más mínima consideración, y su club se había creado para darle la vuelta a esa situación.

      Desde que había llegado a Londres, veinte años atrás, había ganado dinero de muchas maneras. Había trabajado como camarera en pubs y teatros. Había picado carne en carnicerías y doblado metal para hacer cucharas, y nunca había ganado más de un penique o dos por jornada. Enseguida descubrió que el trabajo diurno no era rentable.

      Lo cual le parecía bien, ya que nunca se había adaptado a los horarios diurnos. Después de que los orinales y los pasteles de carne le revolvieran el estómago, y que trabajar con el metal le dejara las palmas de las manos en carne viva, había encontrado un trabajo como florista y se había esforzado por conseguir vaciar la cesta de unos ramilletes que se marchitaban rápidamente antes del anochecer. Pasaron dos días antes de que un vendedor ambulante del mercado de Covent Garden notara su buen ojo para los clientes y le ofreciera trabajo vendiendo fruta.

      Eso había durado menos de una semana, hasta que él la había golpeado cuando, accidentalmente, se le cayó una manzana roja brillante en el serrín. Cuando se puso en pie, ella misma lo rebozó a él en serrín antes de salir corriendo del mercado con tres manzanas en la falda que valían más que su sueldo de una semana.

      El suceso había sido lo suficientemente sorprendente como para atraer la atención de uno de los mejores luchadores del barrio del Garden. Digger Knight siempre andaba buscando chicas altas con caras bonitas y puños poderosos. «Los brutos son una cosa», solía decir, «pero las bellas se ganan al público». Dahlia resultó ser ambas cosas.

      Le había enseñado bien.

      La lucha no era un trabajo diurno. Era un trabajo nocturno y se pagaba como tal.

      Se pagaba bien. Y se sentía mejor, en especial para una chica que no era nadie y estaba llena de rabia. No le importaba el dolor de los golpes, se recuperaba pronto del mareo que experimentaba a la mañana siguiente de un combate… Y en cuanto aprendió a anticiparse a los golpes y a evitar los que hacían daño de verdad, no miró atrás.

      Dejó las flores y la fruta, y vendió sus puños en su lugar, en peleas justas y también en las sucias. Y cuando vio la cantidad de dinero que ganaba con las últimas, vendió su cabellera a un peluquero de Mayfair que compraba en el Garden al por mayor. El pelo largo era una debilidad para una chica que peleaba sin guantes.

      Con casi quince años, pelo corto y piernas largas, se había convertido en una leyenda de los rincones más oscuros de Covent Garden. Era una chica delgada y fibrosa, y con un puño duro como el roble con el que ningún hombre deseaba encontrarse en una calle oscura. Sobre todo cuando iba flanqueada por los dos chicos que la acompañaban, y que luchaban con una rabia adolescente y feroz capaz de acabar con cualquiera que se enfrentara a ella.

      Juntos habían ganado dinero a espuertas con los puños y habían levantado un imperio. Dahlia y los chicos, que rápidamente se convirtieron en hombres —sus hermanos de corazón y de alma, no de sangre—, los Bastardos Bareknuckle. Y el trío vendió los puños hasta que ya no tuvieron que hacerlo. Hasta que, finalmente, se tornaron imbatibles. Irrompibles.

      Los reyes.

      Y solo entonces la reina Dahlia construyó su castillo y reclamó su lugar, ya no en el negocio de las flores ni de las manzanas ni del cabello ni de las peleas.

      Y a sus súbditos les ofrecía algo magnífico: podían elegir. No era el tipo de elección que se le había concedido a ella —el menor de los males—, sino el que permitía a las mujeres alcanzar sus sueños. Fantasías y placer hechos realidad.

      Lo que las mujeres querían, Dahlia se lo proporcionaba.

      Y Dominio era la forma de hacerlo.

      —Veo que te has vestido para la ocasión —dijo Zeva.

      —¿Ah, sí? —respondió Dahlia con una ceja arqueada. El corsé escarlata que llevaba por encima de unos pantalones negros, perfectamente ajustados, acariciaba sus exuberantes curvas bajo un largo y elaborado abrigo bordado en negro y oro, forrado con una rica seda dorada.

      Rara vez llevaba faldas. Los pantalones le permitían mayor libertad de movimientos para trabajar, por no mencionar que eran un valioso símbolo de su papel como propietaria de uno de los secretos mejor guardados de Londres y de reina de Covent Garden.

      —Sé dónde has estado los últimos cuatro días. Y no ha sido envuelta en terciopelo y seda, precisamente. —Su lugarteniente la miró de arriba abajo.

      Una estruendosa ovación surgió de la ruleta, salvando a Dahlia de tener que responder. Se giró para observar a la multitud y vio la amplia y feliz sonrisa de una mujer enmascarada, anónima para todos menos para la dueña del club, que atrajo a Tomas, su compañero de esa noche, para darle un beso de celebración. Tomas se mostró muy dispuesto a festejar, y el abrazo terminó entre silbidos y aplausos.

      Nadie creería que para todo Mayfair ella era una florero que había perdido toda oportunidad con los hombres. Las máscaras tenían un poder infinito cuando se usaban bien.

      —¿La dama está en racha? —preguntó Dahlia.

      —Tercera victoria consecutiva. —Por supuesto, Zeva llevaba la cuenta—. Y Tomas no es lo que se dice una influencia negativa.

      —No se te escapa nada. —Dahlia le ofreció una media sonrisa.

      —Me pagan muy bien por ello. Me entero de todo —dijo—. Incluyendo tu paradero.

      Dahlia miró a su factótum y amiga.

      —Esta noche no —dijo en voz baja.

      —La votación de mañana fracasará. —Zeva tenía más cosas que decir, pero calló. En su lugar, hizo un gesto con la mano en dirección al extremo de la sala, donde un grupo de mujeres enmascaradas se apiñaban en una conversación privada.

      Aquellas mujeres eran esposas de aristócratas, la mayoría más inteligentes que sus maridos, y todas tan cualificadas (o mucho más) para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores. Sin embargo, el hecho de carecer de las vestimentas apropiadas no impedía a las damas legislar y, cuando lo hacían, lo hacían allí, en los aposentos privados, a espaldas de Mayfair.

      Dahlia dirigió una mirada de satisfacción a Zeva. La votación podría ilegalizar la prostitución y otras formas de trabajo sexual en Gran Bretaña. Dahlia había pasado las últimas tres semanas convenciendo a las esposas en cuestión de que esa era una votación en la que ellas —y sus maridos— debían tomar partido para asegurarse de que no se aprobara.

      —Bien. Es inconveniente para las mujeres en general y, para las pobres, todavía más.

      Era inconveniente para Covent Garden, y ella no iba a permitirlo.

      —También lo es para el resto del mundo —dijo Zeva secamente—. ¿Tienes tu propio proyecto de ley?

      —Dame tiempo… —respondió Dahlia mientras atravesaban la sala hasta llegar a un largo pasillo, donde varias parejas aprovechaban la oscuridad—. Nada se mueve tan despacio como el Parlamento.

      —Tú y yo sabemos que no hay nada que te guste más que manipular al Parlamento. Deberían darte un escaño. —Zeva soltó una carcajada.

      El pasillo se abría a un espacio amplio y acogedor, lleno de juerguistas, con una pequeña banda de músicos en un extremo, que tocaba una animada melodía; buena parte del