Juan Ignacio Colil Abricot

Un abismo sin música ni luz


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qué no me dijo nada?

      –Son las condiciones, señora. También es por su propia seguridad. Lo mejor que usted puede hacer es irse de la ciudad por un tiempo. He dispuesto que mañana la pase a recoger uno de mis hombres –Núñez le hizo un gesto con la mano señalando hacia la calle.

      –No entiendo. ¿Por qué no me puedo quedar?

      –La operación en la que está trabajando su marido le llevará tiempo y es altamente peligrosa. Además la jefatura ha creado una situación que puede que no sea agradable para usted. De hecho no es agradable, pero era la forma de sumergirlo sin sospechas.

      –No entiendo. –dijo la mujer y se sentó en la punta de un sillón. Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. En ese instante vio a su hija que miraba la escena desde el pasillo, apenas asomada a la luz del living. El hombre se mantenía de pie frente a ella.

      –Es algo común en este tipo de procedimiento. En unos cuantos días comenzará a decirse que su marido huyó con una joven. De esa forma él puede trabajar más tranquilo.

      –No entiendo. Él me lo habría dicho.

      –No. No lo juzgue a él. Son órdenes. Su marido sólo las cumple como el buen inspector que es. Le vuelvo a repetir que usted debe estar tranquila. Tome sus cosas y no vuelva a este lugar. Él las ubicará después, cuando todo esto concluya. Créame.

      –Preferiría esperarlo acá. Están nuestras cosas. La niña va al colegio.

      –No hay tiempo. Lleve todo lo que pueda. Hágalo por usted y por su hija. Es lo que su marido hubiese querido. No es una situación normal. Sabemos que es una exigencia quizás desmedida a la familia, pero el deber nos impone rigores, nos impone sacrificios. Será sólo un tiempo. Pronto se acostumbrará.

      –¿Por qué habla de él como si hubiese muerto?

      –No. No se imagine cosas. Pero es una situación peligrosa. Hágame caso –el hombre sacó de su bolsillo un sobre y se lo extendió–: acá hay un poco de efectivo con el que podrá mantenerse un primer tiempo.

      –¿A qué se refiere?

      –Sólo acéptelo. No hay mucho tiempo.

      –¿Cuánto va a demorar la misión de mi marido?

      –No lo sé. Esas cosas pueden extenderse. Me imagino que usted comprenderá que la situación del país es complicada. Hay grupos que no entienden que lo que todos queremos es la paz, paz para trabajar, paz para nuestros hijos. La única forma de vencer al terrorismo es declarándole la guerra directamente. Su marido es un gran hombre y está dispuesto a realizar algunos sacrificios… y otra cosa.

      –¿Qué cosa?

      –Yo nunca he venido a visitarla. Si usted en algún momento sostiene frente a alguna autoridad o frente a algún tribunal que yo he estado acá, sepa que negaré tal afirmación. No espero que lo entienda, quizás con el tiempo pueda hacerlo. Mañana en la mañana un vehículo vendrá a buscarla. En Santiago trate de no visitar a sus parientes ni amistades comunes. Es sólo un consejo.

      –Pero él me hubiese dicho algo. No entiendo este cambio tan repentino, él trabajaba en Homicidios y ahora resulta que lo llevan a la CNI. No entiendo.

      –Nadie ha hablado de la CNI. Es una misión especial que la Jefatura Central ha dispuesto. No le puedo dar más detalles. Ahora me debo retirar. Recuerde: mañana a eso de las doce las pasará a recoger uno de mis hombres. Confíe en él y por ningún motivo se le ocurra ir a despedirse de conocidos o al colegio de su hija. La institución realizará los trámites correspondientes.

      El tipo le dio la mano y se retiró. La mujer se quedó unos segundos bajo el umbral de la puerta viendo cómo el hombre se subía al vehículo y partía. Comprendió que estaba sola y que se abría bajo sus pies un abismo.

       10

      Ahora en el bus pensaba en las palabras del gordo, pensaba en su silla de ruedas y se sintió atado, amarrado como un animal peligroso al que poco a poco se lo deja sin fuerzas ni ganas para mirar el mundo, pero el gordo seguía siendo un animal de presa, la silla de ruedas no lo limitaba.

      Llegué muy temprano a Copiapó. Tomé un café y comí un par de huevos revueltos en un local cerca del terminal de buses. En las noticias de la tele hablaban de fútbol. Hice tiempo en ese lugar hasta que el Sol comenzó a alumbrar con fuerza. Sin pensarlo más fui a la dirección que me había dado el gordo.

      Se trataba de un local nocturno de dudosa categoría. Se llamaba «El Socavón». A esa hora de la mañana sólo se veía la cortina metálica cerrada y unas letras de neón apagadas. «El Socavón», un nombre horrible. Comprobé la dirección con la del papel que me había entregado el gordo. Coincidían.

      Luego busqué un hotel. Encontré un lugar no muy caro y relativamente decente a un par de cuadras. Una vieja chica me atendió y me dio las llaves. Descansé por algunas horas. Si tenía suerte, el encargo podría llevarme algunas horas de trabajo. Quizás podría alcanzar a escaparme hasta Bahía Inglesa.

      A media tarde volví a «El Socavón», pero permanecía cerrado. Un tipo que cuidaba autos se me acercó y me dijo que a eso de las ocho comenzaba el movimiento.

      No estaba entre mis planes meterme en la vida nocturna de la ciudad. Siempre termino perdiendo plata y arrepintiéndome de cada una de mis palabras. Hice tiempo caminando por la ciudad, mirando las vitrinas, fumando en las plazas.

      A eso de las once me encaminé nuevamente hacia el local. Pude distinguir sus luces encendidas. El sitio tenía una entrada estrecha, pero a los pocos metros se extendía en un espacio más amplio. Me acomodé en un rincón y me quedé mirando a las muchachas. Le pregunté al tipo que vendía los tragos dónde estaba Cameron. Me indicó a una morena que se movía en el escenario al ritmo de Bon Jovi. Una vez que terminó su show, le hice un gesto para que me acompañara.

      –Me llamo Cameron. Ese es mi nombre artístico, me bauticé así cuando acá estaba lleno de periodistas gringos. Tú no eres de acá, ¿cierto?

      –No, estoy de paso. ¿Tú eres de acá?

      –No, yo soy de Valparaíso, vine para acá por lo de los mineros. Una amiga me dijo que esto se iba a llenar de gringos y plata y así nomás fue. A ellos les encantan las chilenas y lo mejor es que pagaban en dólares. ¿Tú también pagái en dólares?

      –No, sólo en pesos chilenos. ¿Supongo que para los compatriotas hay una atención?

      –Depende de lo que quieras y depende de cómo seas. ¿Estái trabajando en las minas? –me preguntó con un doble sentido no muy escondido.

      –Algo así… en realidad te busco a ti.

      –¡Qué misterioso y para qué sería? ¿Me invitái otra bebida?

      –Necesito que me digas dónde puedo ubicar a Iris.

      –¿Qué Iris? –me preguntó mientras se arreglaba el cabello.

      –No tengo mucho tiempo, si quieres algo de plata dime cuánto necesitas.

      –No sé de quién hablas. ¿Me vái a invitar otra bebida o sólo querí hablar? ¿Iris? No sé nada de ninguna Iris. Por acá pasan muchas minas, ¿quedaste enamorao?

      –Me dijeron que hablara contigo –saqué uno de los billetes, lo enrollé y lo coloqué en su sostén, entre sus pechos.

      –Voy a ver, no te prometo nada. Espérame un poco –Cameron se arregló el cabello, se acomodó su diminuto sostén, tomó el billete y dio un último trago a su vaso. Dio media vuelta y caminó hacia el fondo. La vi perderse por una estrecha escalera caracol.

      Me quedé unos minutos observando a mi alrededor. La clientela era variada, se veían jóvenes y viejos. Algunos en grupos, otros solitarios como yo. La mayoría con un vaso en la mano, fumando y mirando con ganas a cualquiera de las chicas que bailaba sobre el pequeño escenario. Vi de improviso