días, hablando por teléfono, verificando envíos, visitando hoteles y un largo etcétera. Me parece que mis días de detective quedaron muy atrás.
Esa mañana mi secretaria me pasó una llamada. Generalmente a los nuevos clientes les interesa hablar con el gerente. Se trataba de una mujer.
–¿Trevor Ortiz?
–Así es. Gerente general de Mar Azul.
–Me gustaría hablar con usted.
–Eso estamos haciendo.
–No, me refiero a poder hablar de forma más extensa y privada. Quiero pedirle un trabajo.
–¿Un encargo? Pida lo que quiera y nosotros trataremos de cumplir. Imagino que usted ya conoce nuestra calidad. ¿Le puedo preguntar quién nos recomendó?
–No se trata de eso, sino de Iris Kempes –me quedé un instante en silencio. Hacía ocho años que no escuchaba ese nombre. Me vi caminando otra vez por esas calles de Caldera. El sol a mi espalda. Otra vez esa tarde–. Sé que usted sabe de quién estoy hablando.
–Disculpe señora, pero yo ya no trabajo en Investigaciones. Estoy retirado hace años.
–Conozco su historia. ¿Podemos conversar? Será sólo un rato.
–No sé sobre qué podríamos conversar. No hay mucho más que agregar sobre esta historia. Entiendo que es un caso cerrado.
–¿Podemos juntarnos a las doce en el café Vienés?
–¿En Mac Iver? –me di cuenta que estaba aceptando la invitación.
–Lo espero a las doce. Será sólo una conversación. No hay ningún compromiso. Gracias.
–¿Qué le hace pensar que acudiré a la invitación?
–Es sólo eso: una conversación.
Me quedé unos minutos mirando el teléfono. Las imágenes en mi cabeza seguían dando vueltas. Cada uno de los pasos que había dado durante esa jornada los pude reconstruir. Intenté distraerme revisando algunos papeles, verificando facturas y envíos. Fue imposible. Durante el resto de la mañana no pude dejar de pensar en Iris Kempes y en su asesinato. Veía su cuerpo tirado en el suelo de aquella casa. La oscura mancha de sangre. Necesitaba concentrarme en otras cosas, pero me era imposible sacar de mi cabeza ese viejo crimen ocurrido ocho años atrás.
A las doce ingresé al café Vienés. Un local de los que a mí no me gustan. Mucha torta y cosas dulces. Me senté en una de las mesitas. Aún no terminaba de acomodarme cuando se sentó a mi lado una mujer.
–Gracias por venir don Trevor, pensé que en algún momento se arrepentiría –se notaba una mujer educada y con recursos. Tenía un acento extraño. Una mezcla difícil de precisar.
–Estoy un poco confundido. No sé qué desea saber de ese asunto. Ya está todo dicho. El caso se cerró hace años. Yo estoy fuera de la institución. No tengo acceso a nada ni a nadie.
–Por eso decidí buscarlo. Sé que usted estuvo a cargo de la investigación durante las primeras semanas.
–Vamos muy rápido. Usted sabe mucho de mí y yo no siquiera sé su nombre.
–Tiene toda la razón. Me llamó Hilda Fernández. Fui amiga de Iris. Durante mucho tiempo trabajamos juntas. Cuando la mataron yo estaba fuera de Chile.
–¿Por qué aparece ahora?
–Quizás deba explicarle todo desde el principio.
–No sé lo que se propone, pero si quiere puede intentarlo.
–Cuando sucedió lo de Iris, ella estaba investigando algo muy especial.
–Lo sé. Investigaba el asunto de las aguas que estaban siendo extraídas ilegalmente desde el río para desviarlas a predios particulares, predios de gente muy influyente, y también creo que el agua era desviada para algunas faenas mineras. No pude ahondar mucho en el tema. Sé que Iris se reunió en esos días con vecinos de varias localidades, juntó antecedentes, pero todo eso se perdió. Nunca encontramos nada.
–Veo que investigó de verdad. Pero hay algo más.
–¿Algo más?
–Lo que usted dice es cierto, pero Iris en realidad buscaba a los responsables del asesinato de una joven ocurrido hace más de treinta años. El caso Spencer. ¿Le suena? Gladys Spencer se llamaba la chica.
–Vagamente.
–Fue a principios del año ochenta. En marzo.
–No estoy seguro.
–Su cuerpo apareció a orillas del río, con señales claras de haber sido violada. Se resolvió rápidamente. Se dijo que el culpable era un hombre que estaba de paso en la ciudad en busca de faenas mineras. Se responsabilizó a un sujeto que tenía antecedentes de robo y que viajaba por distintas regiones haciendo trabajos menores. Fue un juicio rápido. Falleció en la cárcel, apenas dos semanas después de haber ingresado. Aún no se había dictado la sentencia. Si cree que eso no es suficiente, le cuento que además el forense que realizó la autopsia se suicidó camino a Puerto Viejo y el inspector que llevaba la investigación desapareció de la faz de la Tierra apenas cuatro días después de haber visitado el regimiento de la ciudad.
–Me acuerdo, yo recién estaba entrando a la Escuela. Se dijo que había huido con algo de dinero de un banco y con una bailarina de algún club.
–Así es. Veo que aún la memoria no le falla.
–Leí sobre el asunto y parece que usted es una experta. ¿Adónde quiere llegar?
–Iris estaba en medio de todo esto.
–¿Podría ser más clara?
–Iris era hija del inspector Gutiérrez –me quedé mudo. La mujer me miraba como si me hubiese disparado directo a la frente. Sus últimas palabras me quedaron dando vueltas.
–¿Estamos hablando del mismo inspector Gutiérrez?
–El mismo –nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos, pendientes a quién haría el primer gesto, la primera movida de piezas–. Era una niña cuando ocurrió todo. El mundo se les vino abajo a su madre y a ella. Regresaron a Santiago y después se fueron a Buenos Aires. Usted comprenderá que fue una situación traumática, por decir lo menos.
–Nunca me lo hubiera imaginado. Eso del inspector Gutiérrez era un mito, una leyenda. Se decía que se había escapado con una tipa fenomenal y que habían tenido que huir de noche porque la mujer también estaba metida con un importante empresario minero de la zona. Un tipo con mucho poder. Se dijo que Gutiérrez logró llevarse varios millones de pesos.
–Eso fue lo que se rumoreaba. En realidad al inspector Gutiérrez lo hicieron desaparecer.
–¿Qué?
–Lo que escucha –nos quedamos mirando con la mujer.
–Yo oí acerca del inspector como todos los que entramos a la Escuela por esos años. Después me enteré de algunos detalles, pero nunca pensé en esta posibilidad. ¿Está segura?
–Completamente. ¿Cree que estaría jugando con algo tan serio como esto?
–Durante algunos años se decía que Gutiérrez estaba en una isla del Caribe. Yo escuché rumores sobre eso, que se había ido hasta allá porque ese sitio no tenía tratados de extradición con Chile. Se decía que alguien lo había visto en una playa. Creo que se hablaba de una isla llamada Santa Lucía o algo así. Lo de Gutiérrez era un mito. Nunca imaginé que podía tener otro desenlace. Me ha dejado perplejo. No sé qué decirle. Usted aparece de improviso y saca estas historias así como si nada.
–No, se equivoca. Así como si nada no ha sido. Me ha costado mucho trabajo llegar hasta usted. Me he preguntado muchas veces si debía hacerlo o no. Para mí tampoco ha sido fácil, pero no creo que esto tenga que ver conmigo. Yo no soy el centro de esta historia –la mujer