Latina: el cine quirúrgico, que nos acerca a uno de los usos iniciales del cinematógrafo, a saber, la educación y, al mismo tiempo, compartiendo un afán científico, enmarcado en las tendencias positivistas de la época. A partir de allí llama la atención sobre el filme más antiguo hoy conservado en Argentina: Operaciones del Doctor Posadas (1899). Es aquí donde la autora enfatiza que, además, «este tipo de películas se convirtió en un redituable espectáculo en las primeras décadas del siglo XX». Nos interesa destacar, entonces, esa doble dimensión del cine temprano: por una parte, su uso con fines científicos y educativos, como «auxiliar pedagógico», según indica la investigadora, y por otra, como un espectáculo masivo que formaba parte de la industria del entretenimiento desde los mismos orígenes del medio.
Andrea Cuarterolo ha realizado un aporte relevante en el estudio del precine y del cine silente latinoamericano, investigando exhaustivamente a partir del archivo fílmico argentino y desde fotografías, fuentes documentales, bibliográficas y hemerográficas, cuya amalgama nos permite acercarnos al momento fundacional de nuestras cinematografías latinoamericanas, como ocurre en su libro De la foto al fotograma: Relaciones entre cine y fotografía en la Argentina 1840-1933 (2013) y en la revista Vivomatografías, que codirige junto a Georgina Torello. Temas tan diversos como el cine científico, la pornografía temprana o los travelogues y las tecnologías traídas desde Europa o Estados Unidos, abren una ruta a seguir por otras latitudes del continente.
«Documentales chilenos silentes: experimentación técnica y desarrollo del oficio (1897-1932)», de Ximena Vergara, Antonia Krebs, Marcelo Morales y Mónica Villarroel (Chile), da cuenta de un trabajo colectivo que permitió reconstruir la filmografía documental del periodo chileno silente. Más de 450 materiales –catastrados en su mayoría a partir de una pesquisa hemerográfica, incluyendo los sobrevivientes que, hasta el momento del cierre de esta edición, alcanzaban los 62, superando levemente la estadística mundial que indica que apenas un 10% de lo filmado en la era silente ha logrado ser conservado– permiten construir un panorama claro respecto a los inicios del cine en Chile. Junto con ello, es posible dar cuenta de las experimentaciones tecnológicas que incluyeron avances en la búsqueda del cine sonoro y vislumbrar las trayectorias de directores emblemáticos. Un tercer aspecto abordado es el papel que jugaron las regiones en la producción fílmica documental silente y, por ende, en la historia del cine chileno.
El texto enfatiza algunas claves de una investigación mayor, que contribuye al levantamiento definitivo del corpus de lo filmado en Chile durante el periodo 1897-1932, que abre nuevos derroteros para el estudio del patrimonio fílmico, marcando las principales tendencias temáticas, estéticas y de condiciones de producción que han sido escasamente investigadas en nuestro país. Aquí destacan publicaciones de Eliana Jara, relacionadas con la ficción; de Mónica Villarroel, a partir del documental sobreviviente en comparación con la producción brasileña; de Ximena Vergara y Antonia Krebs, sobre los noticieros cinematográficos; de Pablo Corro, desde la técnica; y de Wolfgang Bongers, desde el rescate de crónicas y críticas.
Este aporte se suma a otros existentes en países como México, Brasil, Perú y, recientemente, Ecuador y Uruguay. A los primeros investigadores del periodo –como Aurelio de los Reyes, en México; Eliana Jara, en Chile, y Vicente de Paula Araújo, en Brasil–, hoy se agregan nombres como Eduardo Morettin (Brasil) y Ricardo Bedoya (Perú), que, entre otros, han contribuido al desarrollo de los estudios del cine silente en el continente.
«Los chicos solo quieren divertirse. Gestualidades desmesuradas en la cinematografía amateur uruguaya (1920-1930)», de Georgina Torello (Uruguay), se asoma con una rigurosa mirada a los años veinte y treinta a través de películas caseras y amateur, observando no solo el material producido más allá de los registros familiares, sino también el contexto de producción. Así, se identifica una práctica común en la época: «la fiesta/reunión exclusivamente de hombres en casas o ranchos de las afueras de Montevideo, donde la postura familiar y codificada de las películas caseras dejaba paso a la euforia y la desmesura masculina».
Este trabajo forma parte del libro La conquista del espacio. Cine silente uruguayo (1915-1932) (2018), donde Torello despliega su pluma examinando el campo silente con el detalle de un delicado y cuidadoso bordado, incluyendo tanto las películas sobrevivientes como aquellas de las cuales solo es posible tener referencias desde el archivo fílmico y hemerográfico, y desde la ephimera, es decir, otras huellas que la autora recolecta y utiliza para recomponer un territorio aparentemente lejano. La idea de archivo adquiere entonces distintos sentidos, desde el escaso fragmento, incluso el fotograma rescatado, o la película recuperada y digitalizada en el proceso de investigación, hasta el objeto mínimo, efímero: el afiche, la fotografía de alguna diva. Si en un primer momento el surgimiento de la línea Pathé-Baby llegada al Río de la Plata generalizó el cine casero en la década de los veinte, la prensa promocionaba prontamente las cámaras filmadoras «que “cualquiera” podía usar para “registrar sus recuerdos en cinematografía”».
Desde las películas caseras en pequeño formato, continuamos este periplo adentrándonos en tierras sureñas hacia un cine al mismo tiempo amateur y experimental, que transita en el registro de la historia pública y privada. «Aportes para una descentralización del patrimonio audiovisual nacional: historia y memoria desde los márgenes en el cine de Armando Sandoval Rudolph», de Paola Lagos (Chile), da cuenta de un importante rescate fílmico emprendido desde lo local. La puesta en valor del archivo de este cineasta riobuenino enfatiza las prácticas del cine amateur, materia que la autora ha profundizado desde otros contextos y análisis.
Si bien asumimos el salto temporal respecto a los otros textos de este segmento del libro, principalmente enfocado hacia el periodo silente, incluimos esta última investigación porque su foco se sitúa en el archivo fílmico, con la particularidad de lo local. Con la productora AS Cine Sur, Sandoval Rudolph, fotógrafo y cineasta autodidacta, realiza una serie de películas que fueron reunidas en las compilaciones Panoramas Sureños (desde 1951) y Noticieros Regionales (a partir de 1952), editadas por la Municipalidad de Río Bueno, en la Región de Los Lagos. Estas constituyen un hallazgo y un testimonio visual desde el margen, desde lo amateur, pero al mismo tiempo desde la memoria colectiva plasmada en un material imprescindible del patrimonio audiovisual chileno, que no solo es archivo fílmico, sino un fragmento donde se representan unas identidades locales y regionales y, al mismo tiempo, una identidad chilena y latinoamericana.
Cierra este apartado «Los sonidos del cine silente: aspectos de la exhibición cinematográfica en Río de Janeiro hasta 1916», de Danielle C. Carvalho (Brasil). Aquí se presenta parte de una investigación que la autora ha desarrollado en distintos artículos y espacios académicos, donde aborda de manera transdisciplinar la música en el cine desde los orígenes hasta 1922, entrelazándola con otras manifestaciones artísticas como el teatro y la ópera. En esta ocasión, se detiene en los usos de los sonidos en los cines de Río de Janeiro, desde la construcción de los primeros cinematógrafos hasta la llegada de los primeros Films d’Art franceses. Analizando fuentes primarias, no solo revisa prácticas cinematográficas que apenas aparecen mencionadas en los registros de prensa, sino que propone el cruce intertextual entre el cine y la música en diversas modalidades, que fueron desde cuidadosos acompañamientos musicales (incluyendo partituras para orquesta y manuales que circularon desde otras latitudes) hasta los «filmes o cintas cantantes», interpretadas en vivo por elencos escondidos tras la pantalla.
Si Río de Janeiro, con su Avenida Central y sus salones, constituyó uno de los principales polos de la exhibición cinematográfica en el continente –promovido por una incipiente industrialización del cine–, también fue un espacio de vitrina para las elites, la modernidad y el progreso. El cinematógrafo adquiría un papel fundamental, registrando el espacio urbano «practicado», con acontecimientos, eventos sociales y ritualidades, lo que incluye su dimensión de espectáculo e innovación. Eso permitió el desarrollo de unas producciones locales que fueron de la mano con otras expresiones artísticas, desde la literatura hasta el teatro y, por cierto, la música. No deja indiferente la reflexión final de Danielle C. Carvalho sobre el dilema constante del investigador: «el deseo, siempre fracasado, de acceder a la totalidad de los materiales referentes a su objeto