Rosa Allegue Murcia

RRetos HHumanos


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somos sapiens. El que se comporta como un mono no debería salir de la selva, el que se comporta como un sapiens tiene mucho que aportar. Aportar en una familia, en la escuela, en un grupo de amigos o en una empresa. Os traigo al zoo para que aprendáis a distinguir a los monos de las personas con las que os gustaría trabajar.

      Ver por primera vez un elefante me pareció inolvidable, y el oso hormiguero que está bien cabrón. Lo que más me impactó fue nuestra enorme semejanza con los gorilas y pensé que no somos más que monos versión superior. El recinto de los gorilas era sombrío, silencioso y olía mal. Olía a caca, a perro mojado, a pedo de frijoles con veneno. Era de esos olores que se huelen desde la garganta, que cuesta acomodar varios minutos. Una vez adaptado a la penumbra y al olor pude descubrir que los gorilas no estaban en silencio, sino que compartían gemidos y murmullos, y se comunicaban entre ellos. Intuí que había cierta organización en aquel murmullo, pero no la supe comprender. Pensé en comentarle a Irene que pasa lo mismo con los humanos, que al principio no los entiendes y todo parece un caos, pero cuando pasa el tiempo ves que siempre están organizados. Sentado en mi silla, mientras observaba a los gorilas, me percaté de la parte más penosa del espectáculo: un montón de presos en un recinto aparentando normalidad durante su cautiverio. Los más cercanos al cristal de protección eran los más sociables, hacían muecas a los espectadores, sonreían ampliamente y se desparasitaban unos a otros mientras se hacían cariñitos. Uno me sonrió y le devolví la sonrisa. Entonces leí la incomodidad en sus ojos y comprendí que la sonrisa era parte de un papel que alguien le había asignado. En verdad tenía ganas de llorar. Otros más alejados parecían perturbados; uno miraba a la pared, otro comía su propia mierda y un tercero no paraba de comer y reír. Eran los inadaptados y distintos del grupo, puestos allí para poder sospechar de ellos y para encontrar un culpable cuando se necesitara. También pensé en comentarle a Irene que siempre hay un grupo de raros entre los humanos, que se utilizan para echarles la culpa si algo sale mal. Son los sospechosos. Lo pensé porque me recordó lo que ocurría en el patio de mi escuela, donde siempre había alguien dispuesto a echar la culpa al distinto. Más al fondo estaban las hembras con sus crías, ocupadas en protegerlas y en atender al gran macho de espalda plateada que presidía toda la situación. Para ellas era importante no molestar y atender a sus crías, no molestar y evitar mirar frente a frente al espalda plateada, no molestar para mantenerse en la organización.

      El espalda plateada no era el más grande, ni siquiera parecía ser inteligente, pero se notaba que era quién tenía el control. Estaba en lo más alto del recinto y observaba con una mueca de desconfianza al resto de gorilas. Vigilaba a las hembras y a las crías, aunque con distancia y desapego. En la cara de los otros gorilas se leía que era él quien mandaba, que debían conseguir su aprobación para efectuar cada movimiento, y evitar que se pudiera enfadar. Me miró tan penetrante que temblé. Su mirada dejaba claro que él mandaba allí, y que solo el cristal de protección me salvaba de ser despedazado, simplemente por ser un extraño, simplemente por observar y darme cuenta de la situación. Sostuvo su mirada de esa forma autoritaria que la sostiene el que manda, ordenando que bajara la mía. Un escalofrío me hizo notar el miedo, como si el cristal no estuviera entre los dos, y bajé la mirada mientras me rascaba la cabeza, un pretexto que permitió disimular mi acción cobarde. De reojo me pareció ver que el muy cabrón sonreía, porque los dos sabíamos quién mandaba. Supe que todos los gorilas de la jaula sentían lo mismo que yo.

      Ya no notaba el hedor del recinto, ni notaba la penumbra, ni el cristal de protección. Me sentía como si fuera un gorila más en medio de aquel grupo. Percibía la desconfianza del resto de los compañeros y la obligación de pasar inadvertido con el temor a ser descubierto en mis pensamientos. Aquella sensación duró un momento, un instante, lo justo para pensar en si este era el mensaje que quería mandar Irene: el miedo en la empresa mantiene al grupo unido, unido para que nada cambie.

      Mientras pensaba en los gorilas y los humanos, en el zoológico y en la empresa, mi mirada se perdía entre los gorilas. Entonces un macho joven regaló un plátano a una hembra, quizá por congraciarse, quién sabe si con otra intención. Rápidamente otra hembra celosa avisó al espalda plateada, quien de un salto llegó hasta el mono joven y le golpeó con furia. Golpeó, golpeó y golpeó. Todos miramos absortos y atemorizados. Humanos y simios vimos el escarmiento paralizados por el miedo. Incluso los cuidadores contemplaron sin intervenir. Pasado el castigo todo volvió a la calma. Las crías volvieron a jugar, las hembras a cuidarlas y los inadaptados a simular ser idiotas. El espalda plateada, con mirada desafiante, mostraba su autoridad. Me alegré de notar entonces el cristal de protección, que me mantenía a salvo de cualquier agresión. Salimos del recinto de los gorilas mientras los cuidadores llevaron al macho joven al veterinario para evaluar su estado. El resto de gorilas supieron qué pensar.

      Allí acabó la visita al zoológico, para Irene fue suficiente y al resto no nos quedaron ganas de más. En el camino de vuelta Irene se hizo dueña del micrófono del autobús.

      –¿Qué habéis visto?

      La pregunta no era fácil. No habíamos visto monos sino a nuestros primos los gorilas, que me habían recordado mi infancia en el patio de la escuela y quizá un futuro que no quería vivir. Una chava contestó:

      –Está claro que ha habido un mono que algo ha hecho mal. Supongo que habrá quebrado una norma y el jefe lo ha castigado. ¿Qué se podía esperar?, son monos.

      –El problema no es ese –me apresuré a intervenir yo–, sino que el resto ha visto lo injusto del castigo, y nadie ha movido un dedo por pararlo, ni tan siquiera los cuidadores. Si nadie hace nada ante la injusticia, esta sigue para siempre. Sí, son monos, pero no los veo muy distintos a nosotros.

      Mi compañera insistió en su punto de vista:

      –Lo que está claro es que alguien debe mandar y que hay que obedecer las normas porque, ¿en quién vas a confiar? ¿en el que regala un plátano dentro de una jaula apestosa?, ¿en aquel tonto que no para de sonreír?, ¿en el que se come su mierda? Al frente se necesita quien sepa mandar, y el resto debe obedecer, que es la única manera de proteger al grupo.

      Irene sonrió, había conseguido su propósito: hacernos pensar. Yo me preguntaba cómo aquella chava podía decir que tener uno al mando es la única manera de proteger al grupo. Irene dio por concluida su lección en el mismo autobús de vuelta:

      –No olvidemos que somos homo, y que por tanto nos paraliza el miedo, la amenaza y la sinrazón. No olvidéis que somos sapiens, y que queremos ver a nuestro grupo mejorar. Para mañana os mando una tarea, que vamos a llamar «Si no eres la solución eres el problema». Se trata de exponer cual debería haber sido vuestro comportamiento en caso de que hubierais sido gorilas dentro de la jaula.

      «Si no eres la solución eres el problema». Esa frase me acompaña desde entonces. «Si no eres la solución eres el problema», es un principio que te obliga a actuar. Expliqué en mis deberes que quien calla ante la injusticia merece estar en la jaula de los gorilas. Sin embargo, no podía olvidar que, cuando me sentí en la jaula, mi reacción fue bajar la mirada y callar.

      ***

      Irene llegó puntual a nuestra primera reunión en Green, donde entré a trabajar gracias al curso Segunda Oportunidad. Tenía la suerte, al menos eso pensé en un principio, de conocerla, pues había sido una profesora muy fregona. Decía que con la puntualidad se demuestra el respeto, y que a partir del respeto se construye todo lo demás. Como ya la conocía del curso de formación con los Salesianos, no me sorprendió la limpieza de sus zapatos, una limpieza sin reflejos ni brillo, una limpieza funcional. La suela era de hule para caminar sin hacer ruido, sin querer perturbar a quien no quiere ser molestado. No tenían agujetas enceradas ni hebilla, sino un elástico para ponérselos sin esfuerzo, dispuestos a meterse y quitarse fácilmente. El color era mate, elegido para no deslumbrar. Yo diría que eran zapatos hechos para alguien centrado en los demás.

      –Hola, Irene, de lejos creí que eras mi compañera becaria, pero cuando acercaste te he reconocido. Te ves espectacular.

      Irene sonrió, pues estaba claro que era un piropo desmedido, pero también una declaración de mis ganas de agradar.

      –¡Qué amable eres, Chucho!