Miguel Ángel Martínez del Arco

Memoria del frío


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mientras yo limpio escaleras. Esconderse no es vivir. Hay que seguir, hay que intentar, no desistir». «Ay, hija…».

      El miedo es vecino de la culpa. «No te preocupes, madre, nada va a pasar».

      Vuelve de Artxanda inquieta. No por seguridad, sino porque ha percibido que el camarada al que ha visto no ha terminado de fiarse de ella. Allí refugiado, en aquel caserío, no ha terminado de darle tareas. Le ha hecho muchas preguntas y la ha dejado ir, encomendándole que regrese la próxima semana. Pero sabe que todo son suspicacias, que él se siente inseguro, que no sabe qué pensar. Él, Realinos, un alto cargo del partido en el País Vasco, quizá el más, pero está ahí oculto en medio del monte, a tres pasos de la ría. No sabe cómo asegurarle que ella es quien dice ser. Por eso, saltándose la seguridad, le ha dicho que no se llama Dolores García, que no se llama Lolitxu. Le ha dicho su nombre real para que él compruebe.

      Pero está incómoda. Entra en casa, saluda a su hermana y a su padrastro y pregunta por su madre. «Ha ido a la ría, a rebuscar…». Baja de nuevo la escalera y va a su encuentro. Camina por las calles hasta la ría, la busca y no la ve. Observa a su alrededor y por primera vez se siente insegura. Se sienta en un poyete frente al cauce, mira los humos que salen por un lado, los humos de la Babcock Wilcox, las aguas rojas, anaranjadas, el color oscuro del cielo, un cielo sin nubes, azul cobalto. Un cielo casi negro. Alguien la toca en el hombro y se asusta. Su madre, que le sonríe desde detrás.

      Han pasado horas frente a la ría. Su madre hablaba y ella escuchaba en silencio. Tragaba, sin digerir. Parecía una película soviética, de las que ha visto en guerra en la Gran Vía, una película sobre una mujer pobre, la madre de Gorki, pero sin épica. Una película que es su historia. La deglute sin orden para poder ordenarla luego. Se da cuenta de que es una historia como tantas, que es la historia de una pobre mujer vasca, de una campesina de Carranza, una historia corriente. Solo que es su madre la que habla. Habla para que ella escuche.

      Alicia no había cumplido diecinueve años cuando parió a Manoli. El joven con el que había pecado no debía ser mucho mayor. El padre de su madre, su abuelo, Manuel, la echó apenas se dio cuenta de que estaba embarazada: «Vete de aquí con tu bastardo». Y ella se fue. En realidad ya se había ido, había emigrado a Bilbao a los trece años para colocarse en una casa sirviendo. Aprendió a cocinar, aprendió a escribir su nombre en un papel, a ahorrar dinero, a mandarlo a su casa e ir una vez cada seis meses al caserío. Como sus hermanas, muchas hermanas en el caserío y pocos hermanos. Conoció a ese chico ferroviario, ese chico de la margen izquierda, que la llevó a un mitin de Facundo Perezagua. Le gustaron las palabras de ese hombre, que eran como las de ese chico: tenemos derecho a una vida mejor, los ricos nos quitan los derechos. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada se le vino el mundo encima. No sabía qué hacer. Regresó a Carranza buscando amparo de su padre, o de sus hermanas, o de sus tías.

      Cada vez más gorda, la echaron de la casa en la que servía. Y se puso a asistir de casa en casa, a limpiar suelos, a limpiar escaleras, a cocinar en tabernas del puerto. Dice que el novio se había ido, ese ferroviario, que no había pensado casarse. Se había ido, la había dejado. Pariría sola. No era la primera, ni la última. Le dijeron que fuera a la parroquia de San Francisco, que allí la aconsejarían. La llamaron pecadora, pero eso ya lo sabía. Que iba a ser una desgraciada, y su hijo también. Que lo dejara en el hospicio, que lo dejara en la casa cuna de Santander, que allí nadie la conocía. Que se fuera a Santander, que pariera allí, que fuera a la inclusa.

      Se dispuso a hacerlo. Dice que, poco antes de irse, el novio regresó y le dijo que quería apoyarla. Manoli procesa el dato: el padre vuelve, ese padre desaparecido vuelve para atenderla. Eso dice su madre. Eso dice. El parto llegó antes. La madre parió a su hija en el hospital de Bilbao, un martes de abril, y llovía. El jueves cogió a su niña y se fue a la estación. Tomó el tren con su hija en brazos, la amamantó para que no llorara y fue viendo pasar las estaciones. En Santander le fue fácil buscar la casa cuna. No sabe lo que firmó, no lo sabe porque no lee, pero le dijeron que la niña estaría bien, que la darían en adopción, que se la veía sana. Dejó el dinero que había ahorrado durante meses de miserias a la monja de la inclusa y tomó el camino de vuelta. De nuevo el tren, pero esta vez se bajó en Carranza.

      En el caserío, nadie preguntó nada. Nadie habló. Bajó a la cuadra, ordeñó a las vacas y se ordeñó a sí misma, el pecho hirviente de la leche que su hija no tomaría. Con su primo Félix regresó a Bilbao. Él no indagaba, ella no decía. Cuando llegaron a la habitación que ella tenía alquilada en Zabala, la patrona le dijo que su novio andaba buscándola cada día. Esa noche llegó, esa noche ella lo miró y le dijo que sí, que había parido, pero que el niño murió al nacer. Eso le ha dicho su madre a Manoli. Que su padre fue borrado con esa mentira. ¿Por qué? ¿Qué dijo él, se dio la vuelta y se fue? ¿Así acabó todo, con un hijo muerto? Así acabó, eso dice ella. Eso dice. Dice que se llamaba Ángel. Que era un buen mozo, que ella tiene sus ojos. Y su nariz de vasca. Que aún lo sueña.

      Pero su primo Félix la escucha. «¿Estás loca, has dejado a la niña en la inclusa de Santander? Pero si tú estás sana, llévala a Carranza». «Mi padre no quiere, me ha echado de casa, no me quiere allí, sin niña o con niña». Félix tenía dinero ahorrado para emigrar a México. Su madre le dice a Manoli que entre los dos lo pensaron. Eso dice. Decidió irse a México con él, en el barco que él había reservado, en tres semanas. Entonces hizo lo que tenía que hacer. Tomó el tren de vuelta a Santander, regresó a la inclusa y habló con la monja. Quiero a mi niña, me la llevo de vuelta. Eso no se puede hacer. Quiero llevarme a mi hija. Traigo dinero. Y se llevó a su hija de vuelta. Tomó el tren en Santander, con Manoli en un hatillo. Y se la llevó a Gallarta. Eso le cuenta su madre a Manoli.

      En Gallarta negocia con un ama de cría. ¿Cómo se llamaba? No me acuerdo. Allí la deja, le da un dinero y le promete que le mandará más cada dos meses. Le enseña ahora una foto. Su primo y ella en el puerto a punto de coger el barco, ella con grandes sayas negras, como una campesina sin edad. Una joven de diecinueve años que se va a Veracruz. Parece una anciana. De luto. Iba de luto, eso le cuenta su madre frente a la ría.

      No duró en Veracruz. Se regresó, con lo poco ahorrado. Manoli tiene el recuerdo del recuerdo. Su primer recuerdo, su madre que llega, el ama que se lo dice. Recuerda. Dice que recuerda. La niña se va a Carranza, la madre sigue en Bilbao sirviendo, ahorrando para mandar dinero, cocinando.

      La tía Mariana, otra sirvienta, una sirvienta con suerte, llega a Carranza. Desde Madrid. Y se lleva a la niña con ella. Pone una única condición: esta niña me la llevo, pero no volverá a cruzarse con su madre. Es mi condición. Eso dice su madre, por eso nunca supo, nunca habló, nunca estuvo. Era su condición. Manoli lo recuerda, es su vida, es Madrid. ¿La salvó su tía? ¿Y ahora quién me salva, quién nos salva?

      Eso dice su madre, que la salvó. A su madre no la salvó casarse con Maxi, un nuevo peso, tres nuevos partos, dos hijos muertos, una niña a la que criar, un alcohólico en casa. Una hija ausente, una señorita lejana en Madrid. ¿La salvó? ¿A quién salvó?

      Está digiriendo. Está digiriendo al padre ausente. Ese hombre que siempre la ha acompañado, ese hombre sin apellido. Está rumiando, porque rumiar es más que digerir. Ha escuchado, ha tragado y ahora lo escupe sola, en la oscuridad de su cama. Se acuerda otra vez de ese hombre al que no conocerá y que llevaba a su madre a ver al comunista Facundo Perezagua. Que decía que los pobres tienen que pelear, que la vida está para vivirla feliz y sin miserias. Eso dice su madre.

      ¿Quién las salva a ambas? Rumia como las vacas, pensando en que no hay salvación. Porque no se puede construir la identidad desde el olvido.

      El tren va entrando en la estación del Norte. Observa por la ventanilla y ve la estación tomada, un montón de policías de uniforme en el andén. ¿Qué pasa?

      —Un control especial —dice el falangista frente a ella—. Algo malo que viaja en este tren. Habrá que tener paciencia.

      —¿Un control especial?

      —Sí, no se preocupe. Es lento, pero no pasa nada. Mirarán los equipajes y ya está, esté tranquila. Es por el bien de todos, los sediciosos no descansan.