WOOLF
1. RAÍLES CHIRRÍAN. 1941. 1939
No puede ser. No puede ser.
Se ha levantado muy temprano. Algo nerviosa, quizá excitada. Ha elegido un vestido sastre color granate oscuro, unos zapatos de tacón alto, un bolso de piel de tonos marrones. Después de ducharse, con mucho cuidado de no mojarse el pelo que ayer peinó en la peluquería hasta convertirse en esa melena de reflejos caobas llena de suaves ondas, se maquilla con esmero. Se mira satisfecha en el espejo de su cuarto y sale.
En la cocina ya están Cony y Valeriano tomando el desayuno. A un lado reposa el saco de viaje, un enorme bolsón de piel que se cierra por arriba con un artilugio metálico. Lo mira con aprensión. «Eso debe pesar un mundo. No voy a poder con ello». «Habrá que intentarlo, yo te lo pondré en el portaequipajes de tu departamento en el tren y en Madrid tienes que tratar de llevarlo hasta el taxi tú sola. Luego será más fácil». «¿No hubiera sido mejor que me fueran a recoger a la estación directamente?». «Resulta muy peligroso, es mejor hacerlo como hemos acordado. ¿Tienes claro la dirección del bar y todo lo demás, no?».
Lo tiene claro. Tiene perfectamente estudiado el lugar donde está esa cafetería y todo lo que tiene que hacer para llegar a ella, entregar el saco de la mejor manera, salir a salvo. Y regresar a San Sebastián. El plan que ha habido que improvisar de repente lleva pensándolo horas con Valeriano. Preciso, determinado. Si luego hay imprevistos, confía en su suerte. En su suerte y en la experiencia. En su suerte y en la sagacidad que la clandestinidad aporta.
Toma el café con avidez. No es café, es achicoria con algo de café. Y leche. Con sopas de pan, como le gusta. Revisa de nuevo su bolso con sus cosas personales, se pinta los labios, se levanta y coge el saco de viaje, para probarlo. «Puedo con él, pesa mucho pero puedo, no te preocupes, Valeriano. Vamos».
El departamento de primera que tiene asignado en el tren correo a Madrid está aún vacío. Suben, mientras la gente revolotea por el andén, y se coloca en su sitio, donde indica el billete. Afortunadamente junto a la ventana. Mientras Valeriano coloca el saco de viaje en el portaequipajes sobre el asiento, Manoli mira por la ventanilla, en una mezcla de simple curiosidad y también de comprobación, aunque está segura de que nadie está sobre sus pasos.
—Me voy. Como máximo seréis seis aquí en este departamento, que para eso esto es primera. Te queda un buen rato para descansar.
—¿Para descansar? No estoy cansada, pero en ocho horas me leeré de cabo a rabo una novela. Eso me mantendrá con la cabeza ocupada.
—No estés nerviosa. Todo irá bien.
—Sí. Lo sé. Todo irá bien. Y, no creas, me hace mucha ilusión volver a Madrid después de dos años. Ver la ciudad, aunque no pueda ver a nadie conocido. Sentir cómo huele.
—No se te ocurra salirte de lo planeado.
—Que sí, hombre, pesado, me sé muy bien todo. Para ya.
Se abre la puerta del departamento y entra una pareja. Un hombre y una mujer de unos cincuenta años. Se saludan. Él coloca su maleta también sobre el portaequipajes y se sienta a su lado. Valeriano y Manoli salen entonces al pasillo y se dirigen a la puerta del vagón. «Ve tranquilo, atiende bien a tu mujer, que está muy nerviosa con el embarazo. No te preocupes, en un par de días estoy aquí». Le da un beso en la mejilla y él la abraza. La abraza como un padre despide a una niña. Ella se ríe por dentro pensándolo. Se desase y lo mira divertida. «Yo sé lo que os cuesta creerlo, pero las mujeres podemos. Podemos solas, no sufras. Saldré viva de esto, y tú también. No pongas esa cara…».
Cuando entra de nuevo a su departamento ya está todo el mundo sentado. Avanza hasta su sitio junto a la ventanilla y se acomoda. Pone su bolso sobre las piernas, saca un pañuelo y una novela. La montaña mágica, el primer tomo. Entonces levanta la vista y lo ve. Frente a ella.
Un hombre de unos cuarenta años, quizá alguno más, vestido con su camisa azul de la Falange, con el rojo bordado en el bolsillo con el yugo y las flechas. Ese bordado que parece una alimaña, una araña venenosa. En los hombros lleva galones, debe ser un gerifalte del régimen. Él la mira e inclina la cabeza levemente, ella hace una mueca que quiere parecer una sonrisa.
«Pero no puede ser. No puede ser…».
El tren se desplaza lentamente entre los valles. Mantiene el libro en las manos mientras mira por la ventana el torpe discurrir del vagón. Mira sin ver, pensando qué va a pasar. Qué va a pasar en unas horas, cómo va a discurrir el viaje con ese hombre frente a ella y la multicopista oculta en el saco de viaje de cuero sobre su cabeza. ¿Y si se bajara en la primera estación, o en alguna otra antes del destino? ¿Pero no resultaría sospechoso que fuera en primera clase y se bajara de repente, tan rápido? ¿Y si se bajara, qué haría? Todo el dispositivo se vendría abajo, tendría que buscar hotel, esperar otro tren, avisar antes mediante telegrama y que se montara otro operativo para recoger el aparato en Madrid.
Busca alternativas mientras sigue mirando por la ventana, como si no hubiera nadie frente a ella. Como si estuviera sola, o pudiera ocultarse en medio de la multitud, un soplo de viento que no se percibe. Tan abstraída está en su propio paisaje que no se da cuenta de que el tren se para, el chirrido del frenazo la saca de sí y mira el andén lleno de gente, gente que camina para entrar en los vagones de segunda y de tercera, mujeres con cántaros y con cestones de mimbre. Tolosa. Regresa con la vista ahora hacia delante y observa cómo él la mira fijamente, y cómo distrae rápido la mirada cuando ella lo mira. Se lleva de manera automática la mano al pelo, como queriendo evitar algún incordio no previsto, o un mechón fuera de su peinado en cascada. ¿Por qué la mira, le ve algo sospechoso? ¿Qué le ve? Aprovecha que él ha vuelto su atención hacia el pasillo por donde pasan algunos viajeros nuevos para fijarse mejor. El pelo engominado hacia detrás, oscuro, sobre unas facciones sin señales: la cara de un hombre moreno, bien afeitado pero con la sombra oscura casi azul sobre sus mejillas, la nariz recta y grande, los labios finos que no están apretados, sino entreabiertos, sin tensión. Un señor vasco del barrio de Aiete, un señor con dinero. Pero no va vestido de requeté, lo mismo no es vasco, estará de viaje. Algo en su gesto la tranquiliza, quizá los labios que no se aprietan entre sí, o una sensación de cuidado algo impostada, como no natural. Tan planchado, tiene la cara tan planchada como la camisa.
De repente, él se vuelve y la descubre mirándolo. Ella no retira la mirada, algo le dice que debe fijar el campo de juego. Cuando él sonríe, ella continúa observándolo sin más. Escudriña su sonrisa y no es capaz de decidir qué hay en ella, ni en esos dientes cuidados que se intuyen. Ese hombre podría ser su padre, por edad, seguro. Más que le dobla sus veinte años. Pensando en cómo debe protegerse, en qué hacer, no escucha lo que le dice.
—Perdone… no le he oído.
—Le preguntaba si iba usted también a Madrid.
Ha sido lenta, tiene que responder ya. ¿Se baja antes, dónde, en Valladolid, en Miranda, dónde?
—Sí voy también a Madrid, a ver a mi tía.
—¿Va para muchos días?
—Apenas tres o cuatro. Luego tengo que volver. Tengo permiso en mi trabajo.
La suerte está echada. A Madrid, jugarse el todo por el todo. Tanto meditar y la pregunta ha llegado de improviso. A Madrid, a ver a su tía. A su tía que en realidad murió en el 38, en plena guerra. Ya hace casi tres años. La tía Mariana. Su anillo aún está puesto en su dedo. Lo toca con la otra mano. Como aquel día.
Se toca el anillo que no le han quitado, que pensó que desaparecería en la celda. Mira a su alrededor como si fuera una forastera. Hace un esfuerzo por recordarse, por rememorar quién es y cómo era la vida hace apenas tres semanas. Contempla de nuevo y se ve rodeada de mujeres como ella que salen todas en fila india de la cárcel de Ventas, por la calle Marqués de Mondéjar. Escrutan su camino porque les resulta otro y huelen que todo ha cambiado. Observan a sabiendas de que la ciudad está llena de quintacolumnistas. Caminan hacia Manuel Becerra para tomar