en términos estrictamente monoteístas: «Yo y el Padre somos uno». La teología nicena hace lo mismo. El Padre y el Hijo no son dos seres (ousiai); son un único ser (homoousios). Para esta línea de pensamiento era fundamental trazar una distinción entre persona y esencia. Existía una diferencia entre el modo en que Dios era uno y el modo en que era tres: era uno en esencia, tres en Personas. Mientras se mantuviera esa distinción, no había ninguna contradicción en afirmar las tres en una. Es cierto que la iglesia sabía que a la hora de intentar expresar esa distinción usaba el término persona no para hablar, sino para guardar silencio.58 Sin embargo, esto no debe llevar a una orgía de humildad por parte de los teólogos. Otras disciplinas, incluyendo las ciencias exactas, se enfrentan a problemas parecidos. En la Física, igual que en la Teología, muchas cosas contradicen el sentido común. Paul Davies escribe:
Por supuesto, los físicos, como todo el mundo, tienen modelos mentales de átomos, ondas lumínicas, el universo en expansión, electrones, etc.; pero esas imágenes a menudo son muy inadecuadas o tendenciosas. De hecho, sería lógicamente imposible que una persona pudiera visualizar con precisión determinados sistemas físicos, como los átomos, porque tienen características que, simplemente, no existen en nuestro mundo empírico.59
Lampe también afirma que la preexistencia debilita la creencia en la encarnación: entonces a quien vemos en Jesús no es a Dios, sino a su socio. Resulta complicado ver la fuerza de esta idea. El Hijo no podía asumir carne si nunca existió. Un ser inexistente no puede adoptar la forma de siervo. El sujeto de la encarnación, fuera quien fuese, debía existir previamente. Tampoco es nada justo decir que la preexistencia debilita la creencia en la encarnación erradicando de la vida de nuestro Señor todo condicionamiento cultural y social. Es cierto, sin lugar a dudas, que Cristo vino al mundo como Persona divina con un carácter y una identidad bien definidos. Sin embargo, no tenemos derecho a descartar su experiencia humana como si no hubiera incidido en su personalidad. Tampoco podemos estar de acuerdo con Lampe cuando escribe: «Es una naturaleza humana que no debe nada esencial a las circunstancias geográficas; no se corresponde con nada del mundo real y concreto; después de todo, Jesucristo no ha “venido en la carne”».60 La naturaleza humana de Cristo no fue una mera abstracción metafísica. Tuvo una marcada individualidad que la distinguía radicalmente, por ejemplo, de las de Pedro y Juan, Judas y Caifás. Era suya. Aparte, esta individualidad no le fue dada meramente, una vez por todas, en el misterio. Se desarrolló como resultado de su experiencia. Creó su propio vocabulario distintivo y sus propios métodos docentes. Tuvo su propio círculo social definido. Tuvo sus propias experiencias individuales. No tenemos derecho a confiar tales cosas a su naturaleza humana. La Persona (el Hijo de Dios) queda modificado por las experiencias de la vida terrenal. El Hijo de Dios aprende la obediencia, el Hijo de Dios es tentado, padece y muere. El Hijo de Dios aprende la compasión del único modo en que se puede aprender: por experiencia. En Cristo, la personalidad divina se ve envuelta en el proceso de aprender y de llegar a ser. Podríamos decir incluso que sus experiencias forman parte del significado de la propia deidad. Getsemaní forma parte de la memoria del Dios trino.
De la crítica de Lampe podemos extraer otra idea adicional. Él sostiene, aunque no con tantas palabras, que la doctrina de la preexistencia hace que la encarnación sea prácticamente un mito: Jesús se convierte en «una especie de invasor del espacio exterior»; se le entiende básicamente como «un superhombre que desciende voluntariamente al mundo de los mortales ordinarios»; es «un luchador del espacio omnipotente que lucha, por así decirlo, con una mano atada a la espalda».61
La réplica a esto debe ser que la doctrina neotestamentaria de la encarnación en realidad no puede defenderse frente a la acusación de que parece un mito. La propia idea de ser enviado sugiere, inevitablemente, un viaje, y la idea de regresar al Padre sugiere, ineluctablemente, una huida. La única manera de evitar esto es abandonar toda idea de encarnación, y retraer al cristianismo del mundo de la carne al de las ideas. Entonces dispondríamos de una encarnación ideal (un hombre inspirado), una expiación ideal (en el corazón de Dios), y una resurrección ideal (la supervivencia de unos recuerdos preciosos). Estas ideas no pueden ser objeto de burla ni de caricatura, pero tampoco constituyen el cristianismo, al menos no el del Nuevo Testamento. En él, Cristo vino en la carne, resucitó en ella y ascendió ante la mirada atónita de sus discípulos. Ese Cristo no puede ser más invulnerable a la profanidad («¡Ahora tenemos el despegue!») de lo que lo fue a la crucifixión.
Pero si hay objeciones teológicas a la doctrina de la preexistencia también existe un poderoso respaldo teológico para ella. Esto viene particularmente de las dos afirmaciones más básicas del cristianismo.
La primera es la posterior existencia de Cristo. Según el Nuevo Testamento, Cristo resucitó de los muertos y los propios apóstoles consideran esta doctrina como el fundamento mismo del cristianismo (1 Co. 15:14 y s.). Sin ella, todo lo demás es en vano, y el mensaje cristiano es una falsedad monstruosa. Además, para los primeros cristianos el Jesús resucitado tenía una importancia absoluta. Vivían por la unión con Él. De Él derivaban gracia y paz. Sus vidas estaban construidas en torno a Él, y enraizadas en su persona. Era la fuente e incluso el contenido de su salvación. Como señala C. F. D. Moule: «Experimentaban al propio Jesús como en una dimensión que trascendía lo humano y lo temporal».62 Al ser esto así, Moule tiene todo el derecho del mundo a preguntar: «Si Jesús de Nazaret retiene así su identidad después de su muerte, en una dimensión distinta y en una en la que es difícil negar el epíteto eterno, ¿qué hemos de decir de Él antes de su nacimiento y su concepción? ¿Acaso se puede negar la existencia posterior a la encarnación a una personalidad eterna previa a ella?».
La segunda es la deidad de Cristo. A primera vista, la escasez de referencia a la preexistencia de Cristo en el Nuevo Testamento es notable. Lo mismo sucede en la reflexión cristiana posterior. Pero hay una explicación evidente. La preexistencia no era una doctrina independiente. Estaba inserta en la deidad de Cristo (que la eclipsaba). La vida y la devoción cristianas se basaban en la deidad, y es sobre ella, como es lógico, donde los oponentes concentraron sus ataques. Por consiguiente, en este frente la iglesia debe reunir sus fuerzas, centrándose en el tema principal (la deidad de Cristo) y refiriéndose sólo de paso a los asuntos como su preexistencia. Sin embargo, la verdad mayor sin duda incluye la menor. Es imposible que una persona divina no sea preexistente. Su divinidad demostró que no pudo nacer en el año 4 a. C.
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