relaciones con personas de su sexo, tan frecuentes como para poder ser consideradas absolutamente normales.
El joven romano era educado desde la más tierna edad para ser un conquistador: tu regere imperio populos, romane, memento, escribe Virgilio. Imponer la propia voluntad, someter a todos, dominar el mundo: esta es la regla vital del romano. Y su ética sexual no era otra cosa que un aspecto de su ética política.
Someter a sus propios deseos a las mujeres era demasiado poco para un romano. Para satisfacer y demostrar a los demás su sexualidad exuberante y victoriosa, debía someter también a los hombres: siempre que, por supuesto, estos no fuesen otros romanos. ¿Cómo un muchacho que muy joven hubiese debido soportar a otro hombre podría convertirse de adulto en un macho invencible y dominante? He aquí por qué los romanos acostumbraban a sodomizar a los esclavos (y, si se daba el caso, a los enemigos vencidos) y no a los jóvenes libres.
Pero en este punto se presenta un problema: si las reglas de la homosexualidad indígena eran estas, ¿cómo explicar, a partir de la época augustea, el florecimiento de una poesía amorosa dedicada a muchachos que no era raro que, contra toda regla, fuesen libres, cuando no de noble estirpe?
Al lado de la interpretación tradicional, según la cual en los poetas romanos el amor entre hombres no sería sino el calco de un modelo literario helenístico, en los últimos tiempos se ha abierto camino la hipótesis de que, por el contrario, estuviese inspirado por pasiones reales, que expresara tormentos amorosos que florecían concreta y frecuentemente y que, como tales, provocaban ansiedad y felicidad, celos y desesperación, en nada diferentes a las provocadas por el amor a las mujeres: junto a Lesbia, por poner un ejemplo, Catulo habría amado no menos apasionadamente a Juvencio, y deseado sinceramente «la miel de sus besos».
Y yo creo que, en efecto, los amores entre hombres cantados por los poetas augusteos fueron reales, por lo menos en el sentido de que reflejaban la existencia, en la Roma de la época, de relaciones homosexuales que no eran ya expresión de opresión social y sexual, sino manifestaciones de amores románticos, vividos según la regla de la pederastia helénica. El modelo griego, en suma, había realmente influido, en este punto, sobre la cultura romana: y los hombres adultos, al lado de las tradicionales relaciones «ancilares», vivían amores sentimentales, cortejando y alabando a los bellos muchachos que, lo mismo que sus coetáneos griegos, hacían suspirar a sus enamorados comportándose con «femenil» coquetería.
Los cambios en las costumbres homosexuales –por otra parte– no se limitaron a esto: con el tiempo, a partir más o menos de la época de César, la clase dominante comenzó a infringir clamorosamente la regla según la cual los adultos debían adoptar siempre y exclusivamente un papel activo. Y es entonces cuando se desata la represión jurídica: si en época republicana el derecho se había interesado muy poco por el problema (excepción hecha de una misteriosa lex Scatinia, cuyo contenido es bastante discutido), a partir del siglo III una serie de constituciones imperiales comenzó a establecer sanciones cada vez más severas, primero respecto a los homosexuales pasivos y luego también contra los activos. ¿Fue quizás por influencia de la moral cristiana? ¿O fue quizás (como ha sostenido recientemente P. Veyne), por razones internas de la sociedad pagana? También este es un problema en el que me ha parecido indispensable intentar profundizar.
En este contexto, y a pesar de la dificultad que supone la falta de información, he intentado comprender cuál ha sido el papel del amor homosexual femenino tanto en Grecia como en Roma, cuál fue su difusión y a qué exigencias respondía, en las distintas situaciones y momentos.
Para terminar, he intentado entender cómo era vista, por los griegos y los romanos, la alternancia de los amores homosexuales y heterosexuales, el sentido y la función de esta alternancia, si había diferencia entre el modo de amar a los hombres o a las mujeres, y si la bisexualidad (como se afirma con especial referencia a Grecia) era realmente, aunque solo para los hombres, el reconocimiento de una libertad sexual perdida. Provocado por el deseo de buscar una respuesta a estas y muchas otras preguntas, este libro espera aparecer, si no como un cuadro exhaustivo, cuando menos como un instrumento útil para la mejor comprensión de un aspecto «distinto» del amor. «Distinto» –obviamente– no como desviación o perversión, sino por haber sido visto y valorado de modo diverso, según reglas ligadas a modelos de vida que, en el tiempo y según las situaciones cambiantes, han sufrido profundos cambios y han asumido funciones y significados diversos. Nacido como un esfuerzo por profundizar en algunos aspectos de la condición femenina y de la relación hombre-mujer, este libro se ha transformado en el intento de comprender la elección, el pensamiento y los afectos de todos aquellos (hombres o mujeres) que han puesto las bases de nuestra civilización: y, consecuentemente, han contribuido inevitablemente, a través del tiempo, a guiar nuestras elecciones, nuestros juicios y nuestros afectos.
Prólogo a la segunda edición
Cuando me llegó la noticia –no es necesario decir cuánto lo agradezco– de la reedición de este libro casi tres décadas después de su aparición, me preguntaron si querría añadir algunas modificaciones para actualizarlo al estado presente de la investigación y recoger las nuevas interpretaciones propuestas respecto a algunos de los muchos problemas que el estudio de la sexualidad antigua ha planteado y sigue planteando. Tras haber releído atentamente el libro, sin embargo, he llegado a la conclusión de que para recoger las novedades bibliográficas, las nuevas propuestas de la doctrina sobre las principales controversias y las distintas opiniones sobre la materia es suficiente el Apéndice escrito en 2006 con ocasión de una de tantas reimpresiones, y republicada aquí.
Pero examinándolo más de cerca, más allá de esto, una razón diferente y para mí determinante me ha llevado a dejar el texto tal cual: la consideración de que los libros, igual que nosotros, tienen una identidad, a la que evidentemente contribuye (y no poco) su edad, y que intentar cambiarla es no solo equivocado, sino también vano. También para los libros los «retoques» son inútiles, cuando no directamente perjudiciales: hay que respetar su identidad.
Estos son los motivos por los que Según natura reaparece exactamente igual que nació, precedido solamente de algunas consideraciones. La primera tiene que ver con el uso de una expresión que quizás hoy pueda sorprender: «elección sexual», a la que sucede «preferencia sexual» y que hoy es casi siempre sustituida por «orientación sexual». La explicación de haber recurrido a esta expresión reside en el hecho de que, cuando el libro fue escrito, predominaba la idea de que los comportamientos sexuales eran, de forma si no determinante al menos muy relevante, consecuencia de las circunstancias ambientales, de las relaciones familiares y afectivas, y de la cultura en la que el sujeto había nacido y crecido. Hoy, esta hipótesis ha sido sustituida –al menos predominantemente– por aquella según la cual los comportamientos sexuales corresponderían a características innatas de la persona. Pero prescindiendo del hecho de que el término «orientación» remite a un determinismo biológico sobre el que existen serias dudas (visto que, al menos que yo sepa, no se ha probado la existencia de un gen que cause la heterosexualidad o la homosexualidad), la decisión de mantener la terminología original es consecuencia del deber de respetar la identidad del libro. Estoy segura de que no lo querrían los lectores conscientes de la variación semántica que experimentó la expresión en cuestión en el transcurso de los últimos decenios.
La segunda consideración es también terminológica y se refiere a la palabra «bisexualidad» que aparece en el subtítulo del libro. Como este término, referido al mundo antiguo, tiene un significado distinto del actual (y ha sido utilizado para suplir la falta de otro más adecuado), me parece oportuno explicar de entrada –remitiendo para mayor información a la lectura del propio libro–, cuál es el tipo de comportamiento sexual de los antiguos que pensaba que podía ilustrar. Y lo primero que hay que decir a este respecto es que, si los antiguos oyesen los términos que usamos cuando hablamos de su sexualidad (incluidos, y diría que, en primer lugar, heterosexualidad y homosexualidad), no entenderían de qué estamos hablando. Por la simple y definitiva razón de que entonces no existían los conceptos que estas palabras expresan hoy.
La ética sexual de los antiguos era de hecho radicalmente distinta de la nuestra, por el motivo fundamental –y no es poco– de que griegos y romanos eran paganos, y quien introdujo los conceptos y preceptos sexuales