Lidia Yuknavitch

La cronología del agua


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en esa historia que te contaron—, y después de imaginar las palabras «nacido» y «muerto» en una misma frase, recurre a las piedras. Recurre a ellas y escucha el eco de mares tan lejanos como los de Ucrania. Huele las algas, saborea el salitre, siente el roce de las criaturas submarinas. Recuerda que hay partes de tu cuerpo diseminadas en el agua a lo largo y ancho de la tierra. Sé consciente de que formas parte de ella. Coloca toda la ropa de bebé que te han dado a modo de guiones o regalos en el suelo formando filas. Siéntate junto a esas prendas diminutas y las piedras y no pienses absolutamente en nada. Usa patrones y repeticiones interminables para acompañar a tu inconsciencia, que le digan que hay que olvidar esa otra historia más lineal, con su introducción, su nudo y su desenlace, su fin transcendental. Déjate llevar, nosotras somos poesía, hemos vivido mucho, hemos llegado hasta aquí para decirte que sigas adelante, que no te quedes estancada.

      Descubrirás que hay un tono y un argumento latentes en tu vida distintos a los que te habían dicho. Circulares y rodeados de metáforas. Algo casi trágico e insoportable refrenado por tu imaginación invencible —¿quién aparte de ti habría pensado en ello?—, por tu capacidad para transformarte como la materia orgánica que entra en contacto con elementos cambiantes. Las piedras albergan la cronología del agua. Todo vive y muere en tus manos.

      Sobre el sonido y el habla

      En mi casa, una de las esquinas del salón era la esquina de los llorones. Cuando llorábamos, teníamos que ponernos allí de cara a la pared. Subyacía la humillación. Mi hermana cuenta que cuando la mandaban a la esquina de los llorones dejaba de llorar casi al momento. La imagino yéndose de la esquina con la misma expresión de estoicismo que una monja, casi como una adulta.

      Cuando yo llegué a la familia, ocho años después que mi hermana, las leyes de la casa seguían vigentes, pero ninguna parecía funcionar conmigo. Con cuatro años, cuando lloraba lo hacía desconsoladamente. Era épico. Y lloraba sin parar. Lloraba cuando tocaba irse a la cama. Lloraba por la noche. Lloraba cuando la gente que no conocía me miraba. Lloraba cuando la gente que sí conocía me hablaba. Lloraba cuando alguien intentaba hacerme una foto. Lloraba cuando me dejaban en el colegio. Lloraba cuando me daban de comer cosas nuevas. Lloraba cuando escuchaba música triste. Lloraba cuando adornábamos los árboles de Navidad. Lloraba cuando la gente abría la puerta en Halloween y les decía «Truco o trato». Lloraba siempre que tenía que usar los baños públicos, o el baño de cualquier casa, o los baños del colegio. Hasta que cumplí los trece.

      Lloraba cuando se me acercaba una abeja. Lloraba cuando me hacía pis encima, desde la guardería hasta los doce años. Cuando me hacía un moratón, un rasguño o un corte. Cuando me metían en la cama y me quedaba a oscuras. Cuando me hablaban desconocidos. Cuando los niños me trataban mal, cuando me enredaba el pelo, o cuando me dolía la cabeza por comer helado, o cuando llevaba puesta la ropa interior del revés, o tenía que usar botas de agua. Cuando me lanzaron al lago Washington durante mi primer entrenamiento de natación. Cuando me vacunaban. En el dentista. Cuando me perdía en el supermercado. Cuando iba al cine con mi familia. De hecho, una de mis lloreras más memorables fue viendo Lo que el viento se llevó; lloré desconsoladamente cuando la niña se cayó del poni y cuando Rhett dejó a Scarlett. Durante una semana.

      Lloraba cuando mi padre me gritaba, pero a veces bastaba con que entrara en mi habitación para ponerme a llorar.

      Que mi madre o mi hermana vinieran a salvarme suponía una pequeña victoria, más o menos del tamaño de un niño.

      Me quedé sin voz.

      En mi casa, el sonido del cuero golpeando el culo desnudo de mi hermana me dejó sin voz durante años. El intenso zurriagazo sobre la hermana que me precedía, en la que recaía todo antes de que yo naciera. Cuando escuchaba el sonido del cinturón sobre su piel me mordía el labio. Cerraba los ojos, me agarraba las rodillas y me balanceaba en un rincón de mi habitación. A veces me daba cabezazos contra la pared rítmicamente.

      Sigo sin poder soportar su silencio mientras la azotaba. Antes de que parara debía de tener unos once años. O doce. O trece. Yo estaba sola en mi habitación y me tapaba la cara con la almohada; sacaba la parka del armario y hundía la cabeza en ella; dibujaba en las paredes, aun siendo consciente del castigo, apretando la cera de color con todas mis fuerzas, hasta que se rompía. Hasta que escuchaba que había parado. Hasta que escuchaba a mi hermana ir al baño. Yo entraba a hurtadillas y me abrazaba a sus rodillas. El fantasma silencioso de mi madre le preparaba un baño de espuma. Mi hermana y yo nos metíamos juntas en la bañera. Nos enjabonábamos la espalda, en silencio, y nos dibujábamos cosas en la piel con las uñas. Si era en la espalda, tenías que adivinarlo. Yo dibujaba una flor, una carita sonriente… Le dibujé un árbol de Navidad que la hizo llorar, pero en sus manos. Nadie podría haberla escuchado. Solo se le movían los hombros y la espalda. Las marcas rojas de las uñas infantiles se quedaban incluso después de aclarar el jabón.

      Cuando mi hermana se fue de casa yo tenía diez años.

      No volví a hablar con nadie, aparte de mi familia cercana, hasta los trece años. Ni siquiera cuando me tocaba salir en clase. Miraba hacia arriba, con la garganta cerrada y los ojos llorosos. Nada de nada. O si un adulto me pedía que hablara, levantaba una pierna y la sujetaba imitando a una cigüeña y el otro brazo me lo ponía detrás de la cabeza haciendo una ele y me balanceaba hasta que perdía el equilibrio. En vez de hablar era un pajarillo haciendo ballet, una niña con el brazo en forma de ele, de Lidia. Cualquier cosa menos hablar. Todo el tiempo que pasé con mi hermana lo pasé en silencio. Y también después de que se fuera. El pánico le había robado la voz a una niña.

      A veces creo que mi voz llegó a través del papel. Tenía un diario que escondía debajo de la cama. No sabía qué era un diario. Simplemente era un cuaderno rojo donde hacía dibujos y escribía verdades y mentiras. Indistintamente. Me hacía sentir… que era otra persona. Escribía sobre la voz fuerte y airada de mi padre. Sobre lo mucho que la odiaba. Sobre lo mucho que deseaba acabar con ella. Escribía sobre natación. Sobre lo mucho que me gustaba. Sobre cómo las niñas hacían que se me calentara la piel. Sobre los niños y el hecho de que estar con ellos me daba dolor de cabeza. Sobre canciones de la radio y películas y sobre mis mejores amigas, Christie y Katie, de la que tenía celos pero a la que quería lamer, y sobre lo mucho que quería al entrenador de natación, Ron Koch.

      Escribía sobre mi madre…, sobre la parte de atrás de su cabeza; ella me llevaba y me traía de natación. Sobre su cojera y su pierna. Su pelo. De lo ausente que estaba, vendiendo casas y ganando premios hasta bien entrada la noche. Le escribía cartas a mi hermana huida que nunca envié.

      Y escribía sobre el sueño de una niña pequeña. Quería ir a las olimpiadas, igual que el resto del equipo.

      Cuando tenía once años escribí un poema en mi cuaderno rojo que decía así: «En casa, / sola en la cama, / me duelen los brazos. / Mi hermana se fue, / mi madre se fue, / mi padre diseña edificios / en la habitación de al lado, / está fumando. / Espero hasta las cinco de la mañana. / Rezo para irme de casa. / Rezo para irme a nadar».

      Mi voz empezaba a surgir. Algo sobre la casa paterna. Algo sobre la soledad y el agua.

      Mi mejor amigo

      Con quince años mi padre me dijo que íbamos a mudarnos del estado de Washington a Gaines2ville, en Florida, porque allí estaba el mejor entrenador de natación del país: Randy Reese, del Florida Aquatic Swim Team.

      Recuerdo estar sola en mi habitación y pensar: «¿Cómo? ¿Por qué dejar nuestra casa como si nada por algo que se llama FAST? ¿Por qué cambiar los árboles, las montañas, la lluvia y la vegetación del noroeste por una franja de arena y caimanes?». No conocíamos a nadie en Florida. Nunca había estado allí. Las únicas cosas que me importaban estaban en la piscina: las únicas personas en las que confiaba o a las que quería, la única vez en mi vida que me sentí bien, el único lugar en el que me sentía como algo más que una hija. ¿Y por qué me había dicho que nos mudábamos por mí? Yo no lo había pedido. ¿Por qué iba a hacerlo?

      Me encantaba el entrenador de natación. Era el único hombre en mi vida que se portaba bien conmigo. Es el hombre que me explicó durante el entrenamiento por qué