Gregory Claeys

Historia del pensamiento político del siglo XIX


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los principios de nacionalidad elaborados por los intelectuales[32]. Aunque la revolución no logró generar estados nacionales, puso el asunto en la agenda política, se aprobaron algunos programas y se alentó una redacción más «realista». A medida que se iban confeccionando programas nacionalistas, otros se animaban a redactar programas propios (Dowe, 2001; Sperber, 2005).

      Allí donde había habido un reconocimiento mutuo, la crisis política acabó minándolo. Los liberales prusianos habían apoyado la causa polaca antes de 1848 y concedido autonomía al Gran Ducado de Posnania, la parte de Polonia que había caído bajo dominio prusiano tras la partición de Polonia. Pero cambiaron de política, lo que suscitó conflictos nacionalistas en Posnania y condujo a una frontera étnica que favorecía a los alemanes. La decisión recibió el visto bueno de la Asamblea Nacional alemana (Breuilly, 1998b; Namier, 1948). Surgieron conflictos similares entre alemanes e italianos en el Imperio Habsburgo, y entre alemanes y daneses en Schleswig-Holstein. La revolución había estimulado el debate político público, la organización y la rápida elaboración de programas por parte de aquellos que se habían convertido, aunque fuera por poco tiempo, en políticos profesionales de la oposición.

      El auge de los movimientos nacionalistas subordinados tuvo repercusiones significativas a largo plazo para el nacionalismo dominante. Los nacionalistas polacos empezaron a hacer énfasis en el catolicismo y en el pueblo, lo que debilitó su capacidad para concitar apoyos, por motivos históricos, en aquellas zonas donde no había una cultura popular polaca. La política se centró en tareas de corte social en diferentes territorios, y la contrarrevolución marginó al nacionalismo programático durante décadas. El auge de 1863 únicamente se apreció en la Polonia rusa, y a los nacionalistas les costó coordinar sus acciones en los territorios fragmentados. Sólo el colapso del poder imperial tras la Primera Guerra Mundial dio alas a un nuevo programa para la independencia polaca (Davies, 1962).

      En Hungría, radicales como Kossuth aprendieron en 1848 la lección de que había que construir un programa federalista y multicultural que atrajera a los no magiares. Pero Kossuth estaba en el exilio, y el nacionalismo populista sólo ganó puntos en Hungría tras su muerte. En cambio, la estrategia de la elite, tras la derrota de Austria a manos de Prusia, fue buscar la autonomía interna. Los húngaros procuraron una asimilación forzosa de los no magiares manteniéndolos a su vez en posiciones subordinadas.

      Hungría pudo permitírselo gracias a los golpes contra la autoridad de los Habsburgo, en 1859 y 1866, que acabaron con su expulsión de Italia y Alemania. El imperio se fraccionó en sus partes constituyentes nacionales, tal y como habían vaticinado que ocurriría los defensores de la nacionalidad histórica en 1848, aunque no fue como ellos habían predicho.

      Los movimientos separatistas obviaron las dificultades de formular un programa y cubrieron el expediente exigiendo independencia y libertad a un extranjero opresor. Sin embargo, los movimientos nacionalistas más exitosos de la década de 1860 fueron los movimientos de unificación de Alemania e Italia. La unificación es más compleja que la secesión, pues requiere algo más que el colapso de un Estado o una victoria militar. La unificación implica cooperación entre un Estado existente (Piamonte, Prusia) y un movimiento que ha hecho suyo el principio de nacionalidad. Para mejorar esta cooperación, era esencial redactar una constitución que extendiera el principio monárquico del Estado dominante a todo el territorio nacional al tiempo que daba expresión al principio de nacionalidad. La constitución ordenaba la creación de un parlamento electo, lo que convertía a la «política nacional» en algo rutinario. Este modelo fue utilizado por otros movimientos nacionalistas, que apelaban a estados-nación existentes para que los ayudaran a establecer estados-nación similares (Breuilly, 1993, cap. 4).

      LA DIFUSIÓN DEL DISCURSO NACIONALISTA

      He descrito el auge del principio de nacionalidad: de las proclamas civilizatorias de Francia y Gran Bretaña a los argumentos sobre la nacionalidad histórica de alemanes, italianos, magiares y polacos, así como a los grupos culturales subordinados que utilizaban nociones como la cultura vernácula, la religión popular y la etnia. La función, cada vez más populista, del lenguaje político empujaba al discurso en dirección etno-cultural, incluso allí donde existía una tradición previa de formular la nacionalidad en términos elitistas. El éxito de la unificación italiana y alemana volvió atractivo el principio de nacionalidad y lo convirtió en un modelo programático para otros. Los opositores políticos también se apropiaron de él para justificar sus exigencias, aunque fueran básicamente de carácter religioso o social. Los autodenominados estados nacionales recurrieron a argumentos nacionalistas para justificar la implementación de políticas a nivel interno y externo.

      Tradición y nacionalismo

      El auge del principio de nacionalidad obligó a los conservadores no nacionalistas a subirse al carro. El principio de nacionalidad siempre se había asociado a valores liberal-democráticos y radical-populistas que no gustaban a los conservadores. El zar era el padre del pueblo, el emperador Habsburgo estaba por encima de los orígenes nacionales. Los imperios empezaron a pensar en la estrategia de dar alas a las nacionalidades para que se neutralizaran entre sí, pero los disuadió la posibilidad de que fuera una amenaza para su ideal de orden. Los Habsburgo no emanciparon a los campesinos de Galitzia en 1846 tras haber acabado con el nacionalismo de los terratenientes polacos. Tampoco lo hicieron en Lombardía-Venecia después de 1848 (Sked, 1979). Los británicos sostuvieron a la clase anglo-irlandesa